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Marcel Gascón Barberá

Trump el heterodoxo y el avispero afgano

El presidente de EEUU trabaja para resolver los problemas sin las manos atadas por las convenciones, el apego a su reputación y la costumbre.

López Obrador y Trump, en Washington. | EFE

Una de las cosas buenas que perderemos si Joe Biden y su recién elegida candidata a vicepresidenta, Kamala Harris, le ganan a Trump el 3 de noviembre será tener en el cargo más importante del mundo a alguien que trabaja para resolver los problemas sin las manos atadas por las convenciones, el apego a su reputación y la costumbre.

Tomemos, por ejemplo, la forma en la que Trump resolvió una de las crisis migratorias con México. En el mes de junio del año pasado, el vecino del sur estaba permitiendo que un gran número de inmigrantes ilegales entraran a Estados Unidos a través de la frontera común. La reacción habitual de los políticos a este tipo de fenómenos es ‘exigir’ medidas con gesto grave, o entablar negociaciones que solo dependen de la buena voluntad de la parte que puede solucionar el problema. Tanto la denuncia retórica como las conversaciones se saldan normalmente con una respuesta cosmética del Gobierno interpelado, que no tiene ningún incentivo para cambiar de actitud y al poco tiempo vuelve a incurrir en unas prácticas lesivas que nunca había desterrado del todo.

La original gestión de Trump tuvo, en cambio, resultados espectaculares. Aunque le costara la habitual catarata de insultos y descalificaciones, a la que es admirablemente inmune, el presidente estadounidense amenazó a México con una contramedida de gran impacto para su economía si persistía en sabotear la seguridad nacional de Estados Unidos. Si López Obrador no cumplía con su obligación de controlar su frontera, Trump impondría nuevos aranceles a sus exportaciones al norte. México no podía permitirse ese golpe, y en un tiempo récord para este tipo de asuntos López Obrador se comprometió a reforzar la vigilancia en la frontera. A cambio, Trump no impondría los aranceles.

Otro ejemplo igual de elocuente es la guerra comercial que Trump le ha aceptado, más que declarado, a China, con su competencia desleal. Una guerra comercial, por cierto, cuya existencia empieza a reconocer también la Unión Europea, tras el salto cualitativo en la ofensiva china que estamos viendo con la pandemia.

Las prácticas comerciales de Pekín eran desde mucho antes de la llegada a la Casa Blanca de Trump un problema endémico para Occidente. Pero nuestros líderes optaron sin grandes excepciones por aceptar que habernos declarado partidarios del libre mercado nos obligaba a tragar. Hasta que Trump nos hizo abrir los ojos al dar la importancia que tiene al principio de reciprocidad.

Por fortuna para todos, el presidente sabe que a menudo se paga el precio del escarnio por hacer lo correcto. Y está dispuesto a pagarlo.

Trump ha apostado por las vías más justas, eficaces y directas para resolver estos embrollos a costa de que le llamen bruto, ignorante y por supuesto loco, como si la ortodoxia y la continuidad fueran en sí mismas virtudes, aun cuando se ha demostrado que no funcionan. Por fortuna para todos, el presidente sabe que a menudo se paga el precio del escarnio por hacer lo correcto. Y está dispuesto a pagarlo.

Otra de las cuestiones en las que Trump ha roto el consenso de la clase dirigente estadounidense para sacar al país de un atolladero es la guerra de Afganistán. Durante casi dos décadas, Estados Unidos ha pagado con un goteo incesante de muertes entre sus soldados un despliegue militar especialmente costoso para sus contribuyentes al que, además, ni siquiera se le vislumbra un final.

Donald Trump es el primer presidente estadounidense que plantea dar por concluida esa guerra desde que las tropas estadounidenses entraran en el conflictivo país asiático en el año 2001 en respuesta a la cobertura talibán a los terroristas que perpetraron el 11-S. La relevancia de su toma de posición ha sido explicada con su brillantez habitual por Jacob Siegel en Tablet, la excelente revista judía.

Quizá porque él mismo sirvió como agente de inteligencia militar en Afganistán, Siegel explica con encomiable claridad por qué Estados Unidos no tiene nada que sacar del país asiático.

Tras ganar la guerra al enemigo talibán en 2001 tras unos pocos días de combates, las tropas estadounidenses permanecen en Afganistán en una misión de pacificación y contención del terrorismo que, por definición, no puede culminar en una victoria nítida. Como ha dicho el mismo Trump con insuperable elocuencia, el ejército de Estados Unidos está en Afganistán ejerciendo de policía, a la espera, como ha escrito Siegel, de que el país complete un improbable proceso de democratización del que muy pocos entre los propios afganos parecen plenamente comprometidos.

Esta realidad es evidente para cualquiera. La convulsa situación que vive Afganistán es más la regla que la excepción en la historia de ese país, y no constituye un caso ni mucho menos único en la escena internacional.

La presencia en un país sin mayores riquezas naturales como es Afganistán tampoco ofrece a las empresas estadounidenses ningún beneficio, más allá del que saca la industria de defensa del despliegue militar mismo. Por último, su relevancia para Washington desde el punto de vista geoestratégico es también limitada, y Afganistán no es hoy día una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos. Pese a todo, Trump está encontrando una resistencia fenomenal a su propuesta de sacar las tropas y dejar el destino de los afganos en manos de los afganos. La oposición de prácticamente todo el establishment a sus esfuerzos por poner fin a esta guerra interminable e inútil se concretó el mes pasado en el Congreso.

Una amplia mayoría de legisladores demócratas y republicanos bloqueó indefinidamente cualquier posibilidad de retirada al prohibir la financiación a una operación de retorno de las tropas hasta que su misión de dos décadas haya cumplido su quimérico objetivo de hacer de Afganistán un país seguro y libre de terrorismo.

La coalición transversal a la que se enfrenta Trump en esto fundamenta su postura en la necesidad de democratizar y estabilizar un lugar que nunca ha conocido la estabilidad y la democracia. Más recientemente se apoya también en el argumento hilarante que expondré a continuación.

La base de este argumento la proporcionó en el mes de junio una noticia del New York Times. Citando fuentes de la inteligencia estadounidense, el periódico informaba de la existencia de un programa patrocinado por el Kremlin a través del que Rusia estaría pagando recompensas a los talibanes y sus grupos asociados por cada soldado estadounidense asesinado en Afganistán. La información, que no ha sido confirmada con pruebas definitivas o fuentes identificadas, ha sido utilizada para poner en el centro del debate un razonamiento absurdo más allá de la veracidad del hecho en el que se basa: retirando ahora a las tropas, Trump estaría capitulando ante (¡sus amigos!) los rusos y su programa de rublos por jóvenes estadounidenses muertos para expulsar a las tropas americanas de Afganistán (¿y quedarse con qué?).

En otras palabras, que las muertes inútiles de estadounidenses en ese remoto país sin interés para América estén sufragadas con dinero ruso obliga a Trump a seguir enviando a esos chicos al matadero. De lo contrario estará demostrando su sumisión a Putin.

El debate en torno a la retirada que tan acertadamente propone Trump es un caso paradigmático del curso de las cosas durante esta Presidencia.

El loco Trump propone algo perfectamente razonable y sus muy juiciosos enemigos le acusan de llevarnos al abismo al salirse de la senda conocida, aunque esta senda no estuviera llevando a nada. Y para apuntalar su oposición a Trump se inventan un argumento enloquecido, rabiosamente irracional y perfectamente antisistema.

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