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Santiago Navajas

Thatcher (y Lady Di, e Isabel II) en Netflix

Aunque se llama 'The Crown', podría denominarse 'Delenda est monarchia'.

Aunque se llama 'The Crown', podría denominarse 'Delenda est monarchia'.
Cartel promocional de 'The Crown'. | YouTube

Lo mejor de la serie The Crown es cuando aparecen Winston Churchill y Margaret Thatcher. Son gigantes rodeados de enanos. En especial Thatcher, porque Churchill estaba en su declive y la Dama de Hierro en su apogeo. Thatcher es presentada como la reina laica del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y de los otros Reinos de la Mancomunidad de Naciones.

Un ministro británico ha pedido a Netflix que coloque un cartel antes de cada capítulo advirtiendo de que es una obra de ficción. Lo que significa que cualquier parecido entre lo que suceda en pantalla y lo acontecido en la realidad es pura coincidencia. A la hora de decidir si es una recreación o una difamación hay que establecer si una obra está basada en o inspirada en hechos reales. Porque lo que importa en la ficción, a diferencia del documental, es la verdad simbólica en lugar de la verdad factual. El mundo de The Crown sin duda nos quiere decir algo sobre la Corona inglesa y la política británica pero no, por supuesto, como si fuese un reportaje de Hola o un documental de la BBC, tanto monta.

Desde la verdad simbólica, toda la serie descansa sobre dos episodios. En el capítulo 5 de la primera temporada, “Smoke and mirrors”, se celebra la coronación de la reina Isabel, la primera televisada, narrada en pantalla por el duque de Windsor, el exrey que abdicó para casarse con una divorciada americana. Eduardo –que se refiere a su sobrina, a la que considera sin imaginación ni personalidad, despectivamente como “Shirley Temple”– relata el valor simbólico de la coronación cuando, a través de la unción con aceites, como los profetas y reyes del Antiguo Testamento, una persona normal y vulgar se transforma en una entidad majestuosa y sobrenatural. Por esta razón, en el preciso momento de la unción la retransmisión se corta, porque, como explica a sus frívolos amigos, “nosotros sólo somos mortales”. Sin embargo, nosotros como espectadores sí que vemos dicho momento de transubstanciación. Y no es que nos hayamos vuelto inmortales, sino que este es el primer momento en el que la serie va revelando que la nueva generación dinástica se va a volver irremediablemente mortal, prosaica y, por tanto, dispensable. En el país de Harry Potter, antes eran magos pero ahora son sólo muggles. Esta es la tesis escondida de la serie, en el fondo tremendamente republicana: mostrar la irremisible decadencia de la institución real, no tanto por sus miembros, no peores que Fernando VII o Alfonso XIII en España, sino por un contexto de disolución del misterio de la institución.

Aunque se llama The Crown, podría denominarse Delenda est monarchia. O Réquiem por una reina zombi. A Isabel II la matan en la serie dos mujeres: Margaret Thatcher y Diana Spencer, dos plebeyas de origen, pero majestuosas en personalidad e independencia, contra una aristocracia vulgar, snob y ridícula. Cualquier trascendencia, real o simulada, puesta bajo los focos se derrite como un iceberg bajo el sol del Congo. En el brutal y sutil capítulo segundo de la cuarta temporada, “La prueba de Balmoral” (uno de los más alejados de los hechos reales), se cruzan en el Castillo de Balmoral la nueva primer ministro del Gobierno británico y la más reciente novia del príncipe Carlos. Se cruzan, aunque no se ven ni se saludan. Pero entre las dos van a rematar a la ya de por sí agonizante Monarquía. Thatcher ha hecho una visita de cortesía pero ha acabado harta de los estirados, infantiles y maleducados miembros de la Casa Real. La secuencia más relevante simbólicamente transcurre cuando la princesa Margarita, especialmente engreída y autoritaria, sorprende a Thatcher trabajando en lugar de cazando un gigantesco ciervo ya herido, el divertimento favorito de una Familia Real entre banal y narcisista. Margarita le recrimina que esté sentada en una silla y ante una mesa que pertenecían a la reina Victoria y que nadie había usado desde entonces. Esta es la unción televisiva de Thatcher como la heredera espiritual de la gran monarca del siglo XIX, cuyo legado en el seno de su familia ha sido traicionado y abandonado por aquellos que, tras Jorge VI, han perdido el sentido de la realeza. Ligado este a lo que también se mostraba en la serie El joven Papa a propósito del Vaticano: el espíritu de lo sacro y el misticismo de lo trascendente envuelto en una esfera de secreto y distancia, amén de una ética de sacrificio y ejemplaridad.

Thatcher es dibujada como una mujer segura de sí misma hasta la soberbia, antipática como sólo lo puede ser un inglés con resabios imperialistas, dura como sólo puede ser una inglesa que trate de prosperar en el mundo misógino de rancios clubes londinenses, terroristas sanguinarios irlandeses y militares argentinos a los que no importa mandar a sus jóvenes a una guerra absurda y criminal. Satisfará sin duda la hierática composición que hace de ella Gillian Anderson a los que la odian por ser “la hija del tendero”, alguien que sin cuotas ni condescendencia llegó a lo más alto impulsada por el ejemplo de su padre en materia de trabajo duro y excelencia moral. Pero a los que tengan una vista más aguda observarán que el único personaje de la Familia Real que observa las cosas tal y como son, el duque de Edimburgo, la defiende en todas las ocasiones. Thatcher brilla sobre todos con especial grandeza porque no la adorna ningún sentimentalismo musical, ninguna demagogia hollywoodiense. Sobre ese trasfondo de retrato implacable destaca más el talante irónico y el carácter hercúleo de Margaret Thatcher, capaz de hacer que la mismísima reina Isabel provoque una crisis constitucional sin precedentes (magistral capítulo ocho de la cuarta temporada, “48 contra una”) y tenga que recular ante la Dama no ya de Hierro sino de Acero Inoxidable. Hay que escuchar la interpretación que hace Thatcher del buen samaritano como una de las mejores explicaciones del liberalismo como sistema no sólo económico sino moral. Jesús combinado con Adam Smith.

La otra cara de la moneda de la republicanización del sistema inglés presenta el retrato de Diana Spencer, una chica sin estudios, ingenua y algo boba pero con la atracción y el atractivo de una estrella pop. Fue como meter al pececillo de Buscando a Nemo en una pecera con pirañas, orcas asesinas y tiburones blancos. Pero la anécdota, confusa y trágica, de la Spencer se convierte en la serie en el paradigma de una “princesa del pueblo” que es, tras su apariencia edulcorada, un regalo envenenado porque supone una contradicción en los términos: una princesa sólo puede vincularse, como Isabel el día de su unción, con Dios.

Siendo Thatcher el cerebro y Diana el corazón de la nación inglesa, al monarca sólo le cabía ser el alma, el espíritu del pueblo. Es requisito del espíritu ser intangible y secreto, misterioso. Para ello es fundamental estar alejado de las cámaras y los medios. Pero una vez que las dos mujeres, Thatcher y Diana, llevaron a cabo el asalto el poder político y económico, pasando olímpicamente del boato para inaugurar una época de valores estrictamente burgueses, la aristocracia estaba definitivamente herida de muerte. Cuando el duque de Edimburgo explica a Isabel que gracias a Thatcher por fin alguien guía a la nación con eficiencia y una meta, la incomprensión de la reina, que se deja llevar por la antipática seguridad en sí misma de la primer ministro, no es más que la certificación por parte del autor y guionista de la serie, Peter Morgan, de que una época está llegando a su fin y el arte cinematográfico, encarnado en una serie de una cadena norteamericana, la está cubriendo con un sudario audiovisual.

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