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Santiago Navajas

No Celaá, pero tampoco Savater

Siempre habrá iluminados que creerán que ellos son los sabios con pasaporte para sacarnos por las buenas o por las malas de la caverna de la sombras.

Fernando Savater, con parte de su biblioteca. | David Alonso Rincón

Cuando la ministra Celaá afirmó que los hijos no pertenecen a sus padres no estaba lanzando un alegato anarquista a favor de una libertad adánica de los niños para que se educasen por ellos mismos, dejando rienda suelta a sus impulsos primarios y su creatividad innata como se debería hacer según la pedagogía del buen salvaje que va de Jean Jacques Rousseau a Ken Robinson.

Desde el “socialismo científico” de la izquierda en el poder, lo que quería decir Celaá es que los hijos, como cualquier hijo de vecino por otra parte, pertenecen al Estado, la entidad omnisciente y suprema que debe vigilar con amorosa gracia que todos alcancemos la felicidad, la virtud y la verdad que nos corresponde. Desde la concepción socialista de Celaá, los padres no son sino los encargados por el Estado de cuidar de sus hijos siempre y cuando las autoridades competentes, toda la maquinaria burocrática que va del ministro de turno al último asistente social pasando por inspectores políticos y educadores morales, decidan que lo están haciendo pedagógicamente bien. Para socialistas como Celaá, el Estado es necesario, pero cada uno de nosotros es contingente.

Por ello, a alguien como Richard Feynman, el físico más grande de la segunda mitad del siglo XX, le habrían quitado la patria potestad porque sacó a sus hijos del sistema escolar cuando comprobó que los métodos pedagógicos oficiales no se correspondían con su propia idea de lo que debe ser una educación enfocada a la creatividad, la innovación, la fundamentación racional y el pensamiento crítico. La enseñanza en casa (home schooling) constituye un anatema, una herejía y la peor de las blasfemias para aquellos que desearían un sistema público único para que no hubiera ninguna desviación de la línea oficialista que ordenase el currículum estatal.

Sostiene Fernando Savater en el artículo "Educadores" que “hay padres laicos que no quieren cambiar las ocurrencias de los obispos por las de Irene Montero” pero empieza dándole la razón a Celaá en su ocurrencia de que los hijos no son de los padres sino que estos simplemente los tienen en usufructo respecto a un Estado hegeliano-savateriano en el que brillaría el resplandor de la verdad pura, la corrección política y la superioridad moral. Todo lo cual coincidiría, vaya casualidad, con la cosmovisión progresista ecológico-feminista-social.

En realidad, lo que garantiza que la educación no se convierta en adoctrinamiento de iluminados que se creen ilustrados es el reconocimiento de las familias y los ciudadanos individuales como núcleo esencial de la sociedad a cuyo servicio está el Estado. No es que los hijos pertenezcan a los padres es que el Estado debe pertenecer a los ciudadanos para que estos tengan libertad educativa de llevar a sus hijos a unas instituciones educativas diversas y plurales, privadas y públicas (a ser posible no parasitadas por grupos ideológicos de izquierda organizados en sindicatos y ONGs ya que se supone que son de todos), o enseñarles en casa. La función del Estado no es educar moralmente sino instruir desde una perspectiva científica y ética.

Pero siempre habrá iluminados, desde Platón a Savater, desde Goebbels a Celaá, que creerán que ellos son los sabios con pasaporte para sacarnos por las buenas o por las malas de la caverna de la sombras, del útero de la ignorancia, para convertirse en parteras de unos ciudadanos hechos a su imagen y semejanza. En el fondo se trata de que la élite de izquierdas pretende seguir monopolizando la palabra, detentando el poder del Estado para aprovecharse de su monopolio de la violencia en el ámbito educativo. Luego, pasa lo que pasa, y en lugar del inmenso filósofo ateniense y el corajudo pensador vasco aparecen las analfabetas funcionales de turno con sus ocurrencias a mayor gloria del adoctrinamiento. Pero no tengan la menor duda de que incluso Platón y Savater, a pesar de sus mejores intenciones y su retórica más florida, no lo harían mejor. Lo que no entienden los socialistas como Savater es que, como en el caso de los obispos y de Irene Montero, tampoco sus ocurrencias pedagógicas nos tienen que hacer obligatoriamente la más mínima gracia. Como decía Pérez Cepeda, “En cada generación hay un selecto grupo de idiotas convencidos de que el fracaso del colectivismo se debió a que no lo dirigieron ellos”.

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