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Santiago Navajas

Eutanasia o cultura de la muerte

El problema no es la ley de eutanasia en sí misma, sino la deriva eugenésica de una sociedad que se rasga las vestiduras ante el sufrimiento ajeno pero no se rasca el bolsillo.

Manifestación contra la ley de eutanasia en la puerta del Congreso. | Cordon Press

¿Reanimaría a un anciano esquimal ya inconsciente que, al comienzo de la migración invernal, conforme a la costumbre de su pueblo y con su personal consentimiento, hubiese sido dejado atrás por su grupo para que muriese? Este experimento mental lo plantea Friedrich Hayek en su obra magna, Derecho, legislación y libertad, donde plantea los fundamentos liberales de una sociedad abierta –una “Gran Sociedad” como él la llama–. La clave de dicha sociedad reside en aquello que manifestó Sócrates: “Sólo sé que no sé nada”. Es decir, la ignorancia como núcleo constitutivo de nuestra relación con nosotros mismos y con los demás en el contexto de una sociedad compleja en la que cada uno es de su padre y de su madre.

A diferencia de en las sociedades cerradas, en una sociedad liberal no hay un único fin vital ni una meta existencial compartidos por todos. Hay una tendencia instintiva a considerar que aquellos que no piensan o sienten como nosotros están equivocados o son malvados. Pero el liberalismo considera que hay una tercera posibilidad: tienen valores diferentes que les llevan buscar realizar su vida de un modo que nos puede parecer raro, estúpido, incomprensible e incluso repugnante pero que, sin embargo, puede tener coherencia y sentido, por lo que, a pesar de todo, cabe respetarlo, aunque no vayamos a aplaudirlo y nos guardemos el derecho a la crítica, la ironía e, incluso, el sarcasmo. Por supuesto, el respeto cabe exigirlo de vuelta para cumplir el principio de la reciprocidad.

Sócrates también puede ser considerado un maestro liberal en cuanto que buscaba la verdad a través del descubrimiento de normas abstractas. ¿Qué es la justicia, qué es la belleza, qué es el bien, qué es la dignidad?, preguntaba una y otra vez a sus conciudadanos atenienses. Con esto ponía en funcionamiento el orden espontáneo que caracteriza a una sociedad liberal, dado que son principios y no contenidos concretos lo que debe establecer el Estado. El liberalismo es un humanismo porque cada persona cuenta como tal y no como un miembro de una clase, un género, una iglesia o una etnia. Precisamente porque es cada persona el fundamento de la sociedad abierta es por lo que únicamente cabe establecer principios generales, para que cada cual sea capaz de guiar su vida según su leal saber y entender.

Los limitados poderes del pensamiento abstracto, afortunadamente atrapado en su generalidad, impiden que nadie elevado a la fatal arrogancia y el complejo de superioridad moral pueda dictar a otros su particular concepción de la vida buena. El liberalismo trata de llevar a cabo justamente lo contrario del socialismo tal y como lo definió Nietzsche:

El socialismo es el hermano menor del despotismo agonizante; sus esfuerzos son, pues, reaccionarios (...) trabaja por reducir a la nada formalmente al individuo: es que éste le parece un lujo injustificable de la naturaleza.

En la lucha política para conseguir el mínimo Estado posible, contra la elefantiasis estatalista, el liberalismo busca ampliar la esfera de autonomía de los ciudadanos dentro de sus ámbitos culturales. Y esa es la cuestión que nos tenemos que plantear ante una ley de eutanasia: si se va realizar dentro de una cultura de la vida o de la muerte –la cual se está extendiendo con una facilidad pasmosa y un silencioso consenso–. Los socialistas, por mucho que los hayamos domesticado para que se adapten a la civilización liberal, no pueden reprimir sus instintos totalitarios. Y dado el pasado eugenésico y genocida del socialismo cabe sospechar que sus intereses a la hora de aprobar una ley de eutanasia no es el respeto a la libertad individual sino algo siniestro. Como nos advertía Nietzsche:

El socialismo está siempre próximo a todos los excesos de poder, como el viejo arquetipo de socialista, Platón. Desea al Estado del despotismo cesáreo de este siglo, pero incluso esta herencia no basta para sus fines.

El principio de Hayek sobre la supremacía de los fines particulares sobre los colectivos en una sociedad abierta, "Todo el mundo tiene derecho a utilizar sus particulares conocimientos en la consecución de sus propios fines", también fue propuesto anteriormente por Smith: "Cada uno debe ser libre de perseguir su propio interés" –donde interés debe entenderse como meta, no egoístamente–. Pero si el liberalismo es un humanismo, también nos concierne que el fin que cada persona decida sobre su vida o, como en este caso, su muerte tenga un mínimo común denominador de bienestar sobre el que decidir. Estar a favor de una ley de eutanasia como principio abstracto nos obliga también a proveer de los medios materiales y espirituales concretos para que se produzcan el menor número de muertes voluntarias. La ley de la eutanasia es compatible con una cultura de la vida. Pero no parece ser el caso para Pedro Sánchez, interpelado por Jordi Sabaté, un enfermo de ELA, en Twitter:

Hace casi un año me dijiste que te comprometerías a trabajar para que los enfermos de ELA tengamos ayudas para poder tener una vida digna y no vernos obligados a morir antes de tiempo. A día de hoy sólo nos ofreces la eutanasia. ¿Y las ayudas para vivir?

Jordi Sabaté no puede moverse, hablar, comer ni beber y respira con dificultad. Pero está al lado de Quevedo: “Amo la vida, con saber que es muerte”. La cuestión que plantea Sabaté es la fundamental, y a la que no han respondido ni el PSOE ni el PP: ¿tienen recursos económicos suficientes los 1.000 enfermos de ELA en España para contratar personal sanitario que les asista 24 horas al día? En este contexto, ¿cómo se atreve la mayoría socialista que ha aprobado la ley en el Parlamento a aplaudir una iniciativa parlamentaria, cuando no se aseguran los medios suficientes para evitar el mayor número de muertes posibles? Pero también, ¿cómo osa la derecha conservadora criticar una ley de eutanasia, cuando en sus años en el poder no ha hecho absolutamente nada para evitar la angustia y la desesperación de los enfermos, lo que llevó a muchos a solicitar terminar con su tortura?

Con una población de más de cuarenta millones, ¿cuántos solicitarán la eutanasia? Podríamos llegar, teniendo en cuenta el ejemplo de Holanda, a más de doce mil al año. En un contexto en el que se suicidan más de tres mil personas anualmente, con casi nulas iniciativas públicas para su prevención, como denuncia la Confederación de Salud Mental de España, ¿podemos esperar que los socialistas se comprometan con una cultura de la vida que complemente el inalienable derecho a la decisión sobre la vida de cada uno?

En este sentido responde Hayek al problema moral que planteó él mismo en relación a reanimar al anciano esquimal:

Únicamente estaría justificado, en mi opinión, si considerase correcto y posible trasladarle a una sociedad completamente diferente en la que yo pudiese, y quisiese, proporcionarle los medios para vivir.

Es inmoral, por tanto, estar a favor de una ley de eutanasia sin haber puesto todos los medios materiales concretos para que el principio abstracto de la libertad de elección sobre la propia existencia se dirija inequívocamente en la mayor parte de los casos hacia la vida. Como es inmoral estar en contra de una ley de eutanasia cuando no se hace todo lo posible para que la vida no se convierta en una tortura por circunstancias físicas o mentales. El problema no es la ley de eutanasia en sí misma, sino la deriva eugenésica de una sociedad que se rasga las vestiduras ante el sufrimiento ajeno pero no se rasca el bolsillo para evitarlo.

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