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Amando de Miguel

La crisis económica sin recuperación

Nos espera una verdadera hecatombe como la de hace un siglo; acaso, mucho más fuerte.

'El pensador', de Rodin. | Archivo

Históricamente, la palabra crisis (en su origen, un término médico) se refería a los cambios, más o menos inesperados, de Gobierno. Intentaban superar la situación de inestabilidad o de vacío de poder. Pero de un tiempo a esta parte las crisis son de carácter económico. Se supone que siguen más bien una trayectoria sinuosa, como corresponde a los vaivenes de la bolsa o del bienestar de la población. Todo ello se suele ver, por lo general, desde el punto de vista de las empresas. Se supone que son las que dan trabajo, aunque, si bien se mira, es la organización social, en su conjunto, la que proporciona un número creciente de empleos. Desde el punto de vista de cada empresa, hará bien en crear el menor número posible de puestos de trabajo, dada la lógica limitación de capital.

La de los años 30 del siglo pasado significó una alteración más profunda y duradera, que precipitó la II Guerra Mundial. Desde entonces, las crisis económicas han sido más bien oscilaciones efímeras que dibujan un perfil de dientes de sierra. El fastigio, o fase culminante de ese perfil de la coyuntura, era señal de que pronto iba a seguir una fase descendente. Es la trayectoria que siguen los que juegan a la bolsa.

Resulta que en 2020 coincidió para todo el mundo el azote de la pandemia del virus chino con una fuerte depresión económica. De acuerdo con la secuencia de los ciclos de negocios, lo lógico era esperar una cierta recuperación de la economía mundial para la década de los años 20. Pero aquí viene la maldición de la secuencia histórica: nos espera una verdadera hecatombe como la de hace un siglo; acaso, mucho más fuerte.

No, no va a ser “el fin de la Historia”, pero sí del ocaso de la economía tal como la hemos conocido.

No es fácil determinar lo que se puede derivar de la actual conmoción social, tanto por la pandemia como por la práctica congelación de muchos intercambios comerciales. Desde luego, sus efectos serán plenamente universales y duraderos. Hace un año se dijo que la pandemia iba a ser efímera; todo lo más, cosa de pocas semanas. Yo escribí entonces que íbamos a tener peste para unos tres años. Llevamos uno, bien cumplido, y siguen apareciendo nuevas cepas del virus chino (ahora apellidado británico, sudafricano o brasileño, y los que vendrán).

Los efectos económicos del confinamiento general (observado de mala gana) que exige la lucha contra la pandemia han llevado a una automática reducción de la movilidad de las personas. En todo el mundo, se han venido abajo sectores enteros: transportes, turismo, agencias de viajes, reuniones internacionales, ocios masivos, etc. Por fortuna, se han fomentado las relaciones en línea para toda suerte de actividades, incluso las educativas. Por lo mismo, se ha desarrollado el teletrabajo de una forma imprevista y masiva. Otra cosa es que tales cambios hayan supuesto un aumento de la productividad. Más bien, hay que imaginar lo contrario. El bienestar de la población depende, estrechamente, de la productividad, no tanto del volumen de la producción.

Lo fundamental es convenir que, frente a las enseñanzas del pasado, la actual hecatombe no tiene fácil recuperación. Es decir, puede que a partir de ahora nos alojemos en una crisis permanente, o por lo menos sin la fase de recuperación automática que se daba después de las depresiones. No, no va a ser “el fin de la Historia”, pero sí del ocaso de la economía tal como la hemos conocido. Es lógico suponer que veremos, también, efectos notables en el campo de la política y en la vida cotidiana. No se me pida el detalle de precisar más. Mi esperanza de vida solo llega a suponer que no voy a poder ver el inmediato futuro posible. Solo intuyo que esta situación de agobio generalizado no será transitoria. Dicho de otra forma, la vida humana no volverá a ser como antes. No nos recuperaremos como quisiéramos y, sin duda, merecemos. Bueno, unos más que otros.

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