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Santiago Navajas

Mikel Azurmendi, 'in memoriam'

No me cabe duda de que está descansando con esa paz que solo es capaz de alcanzar el que ha vivido de acuerdo a unos ideales.

No me cabe duda de que está descansando con esa paz que solo es capaz de alcanzar el que ha vivido de acuerdo a unos ideales.
Mikel Azurmendi. | EFE

Mikel Azurmendi nació en 1942 en San Sebastián y ha muerto recientemente también en la capital donostiarra. Su segundo apellido era Intxausti y no me extrañaría que tuviese ocho apellidos vascos, ya que era de los pocos vascos que en el siglo XX sabía leer y escribir en vasco (menos del 25% de la población). Durante la dictadura fue miembro de ETA, pero cuando llegó la democracia ETA lo convirtió en enemigo y el nacionalismo tradicional cargó contra él como quien recoge nueces. Para los nacionalistas del tiro en la nuca o los chantajistas fueros medievales, los que como Azurmendi, Kepa Aulestia, Jon Juaristi y Fernando Savater fueron combatientes radicales, por medios violentos o pacíficos, contra la dictadura franquista son especialmente odiosos, ya que son los que han denunciado la dictadura invisible anticonstitucionalista en el País Vasco, cargándose así el relato de que los herederos de Sabino Arana y cuates de Xabier Arzallus son unas pobres víctimas del Estado español. Si encima, como era el caso de Azurmendi, son euskaldunes (vascoparlantes), no había forma de acusarlos del principal crimen a ojos de un nacionalista xenófobo, valga la redundancia: ser un bárbaro (erdaldun) o un colono.

Antropólogo de profesión especializado en las costumbres y cultura vasca (Nombrar, embrujar. Para una historia del sometimiento de la cultura oral en el País Vasco, Alberdania, 1993), Azurmendi también era una mosca cojonera entre los de su profesión, que pidieron poco menos que lo echaran a patadas de la Universidad después de su ataque al concepto de multiculturalidad, según el cual todas las culturas son iguales y no cabe establecer jerarquías entre ellas. Un cuento posmoderno según Azurmendi, que defendía la superioridad de la civilización occidental.

El Estado no puede tolerar el multiculturalismo porque ha de garantizar la igualdad de todos. La alternativa al multiculturalismo es la integración. El multiculturalismo es una gangrena porque supone dejar a los inmigrantes que se organicen al margen de nuestra sociedad democrática. El Estado no lo puede tolerar, ya que tiene que garantizar la igualdad de todos.

Más razón que un santo, ya que entre la asimilación que exigen los nacionalistas de todo pelaje, como si la pasión por las corridas de toros fuese un requisito indispensable para convertirse en español fetén, y el relativismo del multiculturalismo, según el cual la ablación del clítoris es una costumbre tan respetable como el té de las cinco de la tarde entre los ingleses, la integración que propone la civilización occidental consiste en no renunciar a costumbres y ritos siempre que cumplan con el requisito de adaptarse a los valores supremos de la humanidad y la racionalidad.

La última vez que vi a Azurmendi fue en un vídeo junto a Savater, Boadella, Azúa, Ovejero, Juaristi, Arregi, Trapiello, Pericay, De Cuenca, Vargas Llosa... participando en un vídeo de homenaje a Felipe VI tras su valiente y lúcida defensa de la Constitución frente a los golpistas. No siempre estuvo en el lado correcto de la Historia pero supo rectificar a tiempo y no dudó en dar un paso al frente cuando la ocasión lo merecía.

El último giro espiritual en la vida de Azurmendi fue su conversión al cristianismo (El abrazo. Hacia una cultura del encuentro, Almuzara, 2018), una crónica de su conversión al cristianismo, donde encontró la alegría franciscana por la vida fraternal y la esperanza en una paz vital sobre el horizonte de la inmortalidad del alma. No me cabe duda de que está descansando con esa paz que solo es capaz de alcanzar el que ha vivido de acuerdo a unos ideales, sin dejarse arrastrar por el mal ni achantarse ante las amenazas.

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