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Santiago Navajas

¿Y si las dictaduras fueran superiores?

¿Qué podemos aprender de las dictaduras? En primer lugar, la determinación en la defensa de unos valores (pero no de los mismos).

Pixabay/CC/Ronile

La salida de Afganistán por parte de los ejércitos occidentales va a significar a corto plazo una tragedia para los afganos que confiaban en que sería posible consolidar un régimen de libertades y derechos. En el más largo plazo y desde una perspectiva global, el efecto será todavía más devastador, siendo el equivalente, pero de signo completamente opuesto, a la caída del Muro de Berlín. Si entonces los liberales nos las prometíamos relativamente felices por la derrota de los regímenes tiránicos comunistas, siendo los más osados los que, como Francis Fukuyama, profetizaban que habíamos alcanzado un fin de la historia ideológica, ahora, por el contrario, las democracias liberales, acosadas por la pandemia e intimidadas ante el poderío económico de China y la determinación fanática de los islamistas, inician movimientos de enroque en sus territorios originales, con tímidos movimientos de apaciguamiento hacia los matones de la escena internacional, vuelta a las políticas proteccionistas y nacionalistas, así como un auge de la competición entre ideologías de corte sectario, populistas por la derecha y la izquierda, que piden censurar todo aquello que ofende a sus sentimientos a flor de piel.

Durante la Segunda República, el líder de la derecha, Gil Robles, afirmó en el Congreso que con la Constitución del 31, ultraparlamentaria y ultrademocrática, era imposible gobernar. En aquellos años 30 la ola antiliberal se estaba extendiendo, llevándose por delante a las repúblicas que habían surgido tras la I Guerra Mundial, como Alemania, Austria, Checoslovaquia, Polonia, Irlanda, Grecia… Gil Robles advirtió que el mal diseño institucional de la República española llevaba a una dictadura de izquierda o derecha. José Antonio Primo de Rivera le interrumpió: lo que hacía falta era una dictadura, ni de derechas ni de izquierdas, sino "integral, autoritaria".

Casi cien años después, nos encontramos en un punto similar. Frente a las dictaduras ideológicas que protagonizaron el siglo XX –con Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini, a la cabeza–, las dictaduras del siglo XXI no vendrán marcadas por el clásico eje político europeo de izquierda y derecha, surgido en la Revolución Francesa, sino que todo se traslada a un plano más pragmático y utilitario. El que postuló Felipe González, no por casualidad tras una visita a China, cuando sentenció: "Gato blanco o gato negro, da igual; lo importante es que cace ratones".

El problema en las democracias liberales viene cuando grupos extremistas y populistas parasitan las instituciones.

Lo que necesita el mundo occidental liberal no es un rearme militar, porque si algo sobran son armas y soldados: la UE gasta 223.000 millones en defensa, más que China, y tres veces más que Rusia. Millón y medio de soldados europeos. Pero no para hacer la guerra, sino únicamente para misiones humanitarias. Un ejército no puede ser sustancialmente una ONG. Las democracias liberales se enfrentan a dictaduras integrales. Naturalmente, preferimos las primeras, pero la naturaleza social es como la naturaleza física, absolutamente indiferente a nuestros deseos y preferencias. En la historia sobreviven aquellos sistemas complejos que se adaptan mejor a las circunstancias del entorno. En nuestro caso, un entorno de relaciones cosmopolitas y globales en las que la tecnología es el factor de mayor peso y la población, un vector determinante positivo. Durante mucho tiempo se creyó como un dogma que la mayor libertad económica debía conducir inevitablemente a una mayor libertad política, pero estamos comprobando que no es sino un mito creado por el wishful thinking. El capitalismo se ha revelado un sistema económico compatible con un Estado que funcione de manera autoritaria y jerárquica de acuerdo a un diseño al modo de una empresa. Así, vemos cómo la dictadura autoritaria china compatibiliza el control social sobre los medios de producción con un amplio reconocimiento de la propiedad privada. En este sentido, los chinos compiten como un luchador de artes marciales mixtas frente otros luchadores que se atienen a las reglas del boxeo. Sin duda, si el orden internacional fuese un sistema regulado según los principios de la civilización, la dictadura confuciana asiática y las islámicas estarían obligadas a competir según las reglas del boxeo y, en ese caso, la superioridad de las democracias liberales sería aplastante. Pero el orden internacional es todavía hoy más bien como la ley de la jungla, donde tienen ventaja aquellos agentes que juegan con reglas más difusas y flexibles (siendo benévolos en la descripción).

Podríamos estar en un momento de la historia en el que las sociedades monocéntricas resultan más eficientes que las policéntricas (la terminología es de Michael Polanyi), porque la flexibilidad de las segundas ya no tiene una ventaja relativa frente a la contundencia de las primeras. En el actual orden internacional, la lucha entre las democracias liberales y las dictaduras integrales es como un combate entre lebreles y molosos.

¿Qué podemos aprender de las dictaduras? En primer lugar, la determinación en la defensa de unos valores (pero no de los mismos). En segundo lugar, diseñar instituciones que favorezcan medidas con efectos en el largo plazo (que sean compatibles con la representatividad y el partidismo). En tercer lugar, la salvaguarda constitucional frente a la democracia populista.

Si el proceso evolutivo favorece a sistemas como las dictaduras china e islamista, ¿qué podemos hacer desde las democracias liberales? Sólo una cosa: cambiar nuestras reglas institucionales de modo que, sin perder la esencia en los valores de la libertad y la igualdad, sean mucho más eficientes. En primer lugar, hemos de elaborar una cultura de la armonía y el consenso en lugar del conflicto y la polarización. En las dictaduras confucianas e islamistas esto se consigue mediante la represión del disidente. Sin embargo, en las democracias liberales al disidente no sólo no se le censura sino que se le anima a participar, siendo el factor clave en el desarrollo de la ciencia, la tecnología, el arte y la política. El problema en las democracias liberales viene cuando grupos extremistas y populistas parasitan las instituciones a través de un caballo de Troya orwelliano que les permite defender nominalmente el amor y a los vulnerables cuando, en realidad, extienden el odio y cancelan a los críticos. Ante esto no basta con la ortodoxa y economicista receta liberal para reforzar tanto las reglas legales formales de propiedad y seguridad jurídica como las más informales relativas a la honestidad y el mantenimiento de las promesas. Hace falta un compromiso más fuerte para con un modo de vida occidental.

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