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Alicia Huerta

Los talibanes, ¿un mal menor?

La frialdad de la estrategia política se vuelve insoportable cuando pensamos en quienes viven allí y ahora.

La frialdad de la estrategia política se vuelve insoportable cuando pensamos en quienes viven allí y ahora.
Combatientes talibanes celebran su conquista de la ciudad de Kandahar (Afganistán). | EFE

Bienaventurados los que no piensan, porque de ellos será el reino de los sueños. No en el sentido de anhelos más o menos realizables. Al contrario, sólo circunscribiéndonos al concepto de sueño como reposo nocturno, como género de limbo sin preocupaciones. Sobre todo, sin miedo. La Historia, la de todos nosotros como seres humanos, se encuentra repleta de épocas y episodios que, de diversas formas, se caracterizaron por la imposición de graves penas a quienes se atrevieron a pensar –al menos, en voz alta– de manera distinta a sus mandatarios. Y de inaceptables prohibiciones para aquellos que, sencillamente, no encajaban en su dogmática concepción del mundo.

Cuando ocurre, lo prioritario es intentar eludir la represión, conservar la integridad física y psíquica; en definitiva, la vida. La suya propia y, también, la de sus familiares. El castigo impuesto por quien obliga a no pensar va siempre más allá cuando se topa con un individuo que se cree lo suficientemente libre como para sacrificar su vida a cambio de alzar, aunque sólo sea en una ocasión, la voz. El opositor se engaña, claro, y así se lo recordarán si le falla la memoria. Tiene que saber que no será únicamente él quien vaya a pagar por su osadía. Las torturas, como medio para domar a quien no ha tenido la suerte de que le lavaran el cerebro en condiciones, han existido siempre. Amenazar con hacer daño a los tuyos forma parte del martirio. No puede haber libertad ni siquiera para elegir morirse o pudrirse solo en una celda; aquellos a los que quieres habrán de acompañarte.

El pasado mes de agosto vimos, algunos con perplejidad, otros cargados de escepticismo, cómo los talibanes celebraban la salida de las tropas estadounidenses tomando de nuevo las riendas del poder. Nunca la Historia se había repetido de forma tan seguida. La consecuencia fue el inmediato intento de fuga de miles de afganos que, dos décadas después, recuerdan muy bien con quiénes se la juegan. No hacen falta palabras para describir las imágenes del aeropuerto de Kabul y sobran cuando escuchamos a quienes ruegan con desesperación que salven a sus familias, amenazadas precisamente por ese hecho: por ser allegados de quienes consideran traidores. Y entonces, en una inusual conferencia de prensa, el portavoz talibán Zabihulá Muyahid negó que sus fuerzas estuvieran tomando represalias.

¿Alguien se fía?

Lo que sí han aprendido los talibanes en estas dos últimas décadas es teatro. Puede que el ideario radical que les mueve no haya mutado un ápice, pero para todos pasa el tiempo y es una nueva generación la que ha rescatado la bandera que sus padres tuvieron un día que guardar en el armario. Son los mismos, no hay evolución en sus ideas, pero entienden el poder de la comunicación, de la propaganda, para ganar aceptación internacional o, al menos, dilatar las sanciones durante interminables cumbres presididas por promesas de negociación. Pura y dura dramaturgia.

Por ejemplo, al principio se maquilló la prohibición a las mujeres de acudir a sus puestos de trabajo como una medida temporal para garantizar su seguridad. Poco después, con Occidente regresando de las vacaciones estivales, el alcalde de Kabul, donde un tercio de los empleados municipales son mujeres, aclaró que, además, algunas féminas sí podrán seguir trabajando; en concreto, añadió sin que se le desmelenara el turbante, aquellas "que trabajan en los aseos femeninos de la ciudad, donde los hombres no pueden ir". Explicó asimismo que las nuevas reglas que excluyen a las mujeres de la educación universitaria se deben, simplemente, a que las universidades no tienen recursos suficientes para proporcionar clases separadas para hombres y mujeres. ¡Qué contrariedad!

La realidad es que cuando, a mediados de septiembre, las escuelas secundarias iniciaron su reapertura lo hicieron sin niñas ni profesoras. Que se ha clausurado el Ministerio para Asuntos de la Mujer, encargado de velar por los derechos de las afganas desde 2001, y ya ha sido reemplazado por el Ministerio para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio, el mismo que entre 1996 y 2001 vigiló el estricto cumplimiento de su interpretación de la sharía. Que continúa la persecución "puerta a puerta" para culminar su limpieza. Jamás habían servido para menos veinte años. La oscuridad se cierne de nuevo sobre el país, una triste demostración de que la vida nos acaba enfrentando siempre con capítulos que, decimos, nos gustaría haber evitado. Nunca lo hacemos.

En Afganistán, las violaciones de los derechos humanos siguen como si nunca hubiera existido la frágil tregua que permitió a algunos, sobre todo a mujeres y niñas, imaginar un futuro. Quizás, un día, las generaciones que nos sucedan estudien con perplejidad cómo se permitió el sufrimiento de los afganos atrapados. Puede que se pregunten por qué no se intentó combatir con más ahínco y, a continuación, pidan perdón en una pomposa ceremonia, mientras se deposita un ramo de flores a los pies del correspondiente monumento conmemorativo. Sin embargo, como el presente es el que manda y, en ocasiones, la beatifica ingenuidad choca con la realidad de los analistas, resulta oportuno reflexionar sobre el hecho de que en este escenario geopolítico es ISIS-K, la rama afgana de Daesh, el único que combate al recién reinstaurado régimen talibán. Para los autores de los recientes atentados en Afganistán, los talibanes son "traidores a la sangre de los musulmanes, que se alían y se reúnen con los enemigos". Repudian la máscara que lucieron los talibanes durante las negociaciones en Doha, les llaman marionetas de Estados Unidos y auguran más atentados.

En un más que demostrado avispero, capaz de derrotar a las denominadas grandes potencias mundiales, ¿podríamos –disculpen la políticamente incorrecta pregunta– considerar al régimen talibán un mal menor? ¿Nos encontramos ante un flagrante abandono de la comunidad internacional o, simplemente, frente a la aceptación de que tanto los yihadistas de ISIS como los sempiternos talibanes están muy lejos de ser erradicados? ¿El plan, si lo hay, es dejar que se destruyan entre ellos? Lo admito, la frialdad de la estrategia política se vuelve insoportable cuando pensamos en quienes viven allí y ahora, bajo el fuego cruzado de dos diabólicos bandos, a quienes nadie, salvo los propios habitantes, como en el caso de las milicias kurdas del norte de Irak con ayuda internacional, ha logrado desterrar para siempre de aquel, para nosotros, lejano y complejo mapa.

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