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Pedro de Tena

Ensimismados e inútiles

Frente a la propaganda incesante de los adversarios de la España constitucional de 1978, la llamada 'batalla cultural', sencillamente, no existe.

Frente a la propaganda incesante de los adversarios de la España constitucional de 1978, la llamada 'batalla cultural', sencillamente, no existe.
'El pensador', de Rodin. | Archivo

Refiere Arcadi Espada, en su libro En nombre de Franco. Los héroes de la Embajada de España en el Budapest nazi, que una España ensimismada en la Transición no reparó como debía en héroes extraordinarios como Ángel Sanz-Briz, el Ángel de Budapest, que murió en 1980, dos años antes de la publicación de La lista de Schlinder, de Thomas Keneally. Nadie recordó su gesta, ni siquiera el diario de su tierra, El Heraldo de Aragón, que había sido el único en dar la noticia de los hechos en 1949. Para resumir impropiamente, salvó de la guadaña nazi a más de 5.200 judíos húngaros. Diego Carcedo lo había contado ya en su libro Un español frente al Holocausto (2000). En él veían algunos la mano criminal de un Franco antisemita reorientada por los héroes franquistas humanitarios de su embajada en Hungría. En el de Espada se postula la tesis de si tal cosa pudo hacerse sin conocimiento y aprobación del propio Franco. En fin.

Lo cierto es que Sanz-Briz, y su amigo y socio de redención de judíos condenados Giorgio Jorge Perlasca, un italiano que luchó en la Guerra Civil Española, salvaron a muchas más personas que el ya famoso Schlinder y recibieron del Parlamento israelí el honroso título de Justos entre las Naciones. Fueron autores de unos hechos contundentes, verídicos, comprobados, pero, como dice Espada, los hechos no bastan. Para que sean verdaderamente hechos hay que vocearlos, hay que contarlos, hay que recordarlos, hay que grabarlos en la memoria colectiva de quienes deben conocerlos. Si no se hace así, como no se hizo entonces, pueden pasar los años y enterrar su existencia, como ocurrió con Sanz-Briz y Perlasca hasta mucho después. Dos generaciones ignoraron su hazaña moral porque los hechos, en efecto, no bastan.

Vivimos en estos días las consecuencias del ensimismamiento de la única España que puede y debe afrontar la crisis de la nación que creyó resuelta su tragedia fratricida con la generosidad de la Transición, la España democrática y constitucional. No puede caber duda alguna ya de que fue la izquierda social-comunista, jaleada por los separatismos desleales, la que desencadenó este inesperado caos mediante un minucioso plan, un manejo magistral de la propaganda y un trabajo termitero en todos los foros donde la conciencia se forja, desde la prensa a la Universidad, desde la escuela a la Administración, desde el arte a las redes sociales. Frente a tamaña ofensiva, no se oponía nada salvo la teoría de una mayoría supuestamente natural a la que los intereses económicos, por encima de todos los demás, haría volver al redil del voto nacional y constitucional. No ha sido así. No es así.

Los hechos no bastan. No ha bastado la experiencia soviética y el mal absoluto de su imperio comunista, de cuya caída se cumplen ahora 30 años. Primero se silenciaron los hechos. Luego se denunciaron dulcificadamente para no derribar el edificio completo y finalmente se derrumbó el tinglado que, en estos días, vuelve a ser reconstruido por el tirano Putin, que amenaza abiertamente con la invasión de Ucrania. Lo que llamamos el centro-derecha español, esto es, la suma de PP, Vox y Cs, más un entramado de fundaciones y asociaciones de diversas tendencias, parece incapaz de comprender que los hechos no bastan, que han de ser, además de mostrados y demostrados, voceados y repetidos hasta su total comprensión por parte de unos ciudadanos que tienen el corazón en sus asuntos y no perciben estas cuestiones como propias. Por eso es tan meritorio el esfuerzo que Libertad Digital ha hecho a cuenta del genocidio de Paracuellos de noviembre de 1936.

Pondré un ejemplo que me parece esclarecedor y alarmante. Boris Cimorra, sobre cuyo libro acerca de la caída de la URSS ya escribí hace algún tiempo, recuerda en una tanda de artículos aquel desmoronamiento. Mi amigo Boris es un ejemplo viviente, un testigo de lo que fue la dictadura comunista. Su padre, Eusebio Cimorra, un íntegro comunista español, fue la famosa "voz que venia del frío" a través de las emisiones legendarias del servicio exterior de Radio Moscú para España y América. Junto con las emisiones de La Pirenaica, sus crónicas fueron muy escuchadas en la España de Franco. Boris, su hijo, conoció el sistema, lo vivió, lo sufrió, lo analizó y lo desterró de su vida por considerarlo contrario y letal para la realidad de los seres humanos.

Pero ¿creen ustedes que eso que llamamos centro-derecha hoy tiene forjada alguna plataforma compartida capaz de llegar a escuelas, a universidades, a entidades culturales de municipios o barrios para hacer que experiencias como la de Boris Cimorra sean escuchadas, sentidas, advertidas y comprendidas por la mayoría de un público que no sabe cómo fue en realidad aquel infierno? ¿Creen que existe algún circuito organizado de conferencias, de encuentros, de seminarios, de charlas en las que –otro ejemplo– esa gran cantidad de personas que fueron de izquierdas y dejaron de serlo un día puedan comunicar y transmitir su experiencia vital? No. Sólo argumentarios simplistas para afiliados fieles a los aparatos y ceñidos al día a día. Sólo quedó para la historia el libro de Javier Somalo y Mario Noya, Por qué dejé de ser de izquierdas. Otra vez Libertad Digital.

Imaginen lo que sería una tribuna con gente como Boris Cimorra, Alfonso Ussía, Federico Jiménez Losantos, Rosa Belmonte, Jesús Laínz, Arcadi Espada, Gabriel Albiac, Carmen Tomás, Agapito Maestre, María San Gil y otros tantos (perdón por no hacer relación) explicando sus ideas y experiencias sobre hechos comprobados. Imaginen que se dieran una vuelta organizada por España y sus pueblos, vital o virtual. Y luego otros, otras más. Y así sucesiva y continuamente. Pero no. Frente a la propaganda incesante de los adversarios de la España constitucional de 1978, la llamada batalla cultural sencillamente no existe más que como impulso individual, muy meritorio pero insuficiente.

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