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Yanire Guillén

Apagar la vida

El número de suicidios en España ha aumentado de forma muy considerable. Las víctimas son mayoritariamente varones.

El número de suicidios en España ha aumentado de forma muy considerable. Las víctimas son mayoritariamente varones.
'El grito', de E. Munch. | Wikipedia

La dimensión humana del suicidio es algo que, humildemente considero, no se arregla con dinero. Una aproximación a este fenómeno que debería sacudirnos y consternarnos desde hace tiempo podría ser la lectura de Serotonina, la novela de Houellebecq. El suicidio está presente en toda la obra y el personaje no es pobre, precisamente. Los asiduos a este tipo de literatura podemos caer en la tentación de romantizar esta forma de acabar con la propia vida. Desde La campana de cristal o los propios diarios de Sylvia Plath, uno tiene la tentación de sentirse identificado.

En El mono ansioso, Xavier Roca-Ferrer repasa la biografía de la angustia, la melancolía, la depresión y el suicidio. Siempre presentes en nuestras vidas y, casi siempre, o eso se desprende de la literatura, vinculadas a una cultura nihilista que nos debilita frente a las adversidades de la vida. La antifragilidad que nos propone Taleb nos convertiría en seres fuertes capaces de beneficiarnos incluso del caos o la dificultad. Desde el estoicismo hasta la terapia, parece que no nos queda más remedio que aprender a sufrir. Pero no todos pueden con ello. Sobre todo cuando nos ha tocado vivir un presente tormentoso sin tierra a la vista. Una vida encapsulada sin grandes esperanzas.

Hablamos de esto ahora porque el número de suicidios en España ha aumentado de forma muy considerable. Las víctimas son mayoritariamente varones. Siempre he reivindicado estas muertes de dolor, que creo que no importan demasiado precisamente por eso, porque la mayoría de los que se matan son hombres. La política hace de las suyas y como todo lo politiza, en el caso de la violencia intrafamiliar hasta niveles inconstitucionales e incompatibles con cualquier lógica y, si me apuran, con ningún ápice de buena voluntad, ahora pretende hacerlo con el suicidio. Pidiendo, adivinen, más dinero, más recursos públicos.

Sea cual sea la desgracia, siempre ganan los mismos, los que viven del Estado. Los mismos que inflan los presupuestos en cientos de millones cada año para que todo siga igual o peor. España invierte en sanidad casi un 6,5% del PIB (según datos de 2019). Cualquier persona que se encuentre en una situación de depresión recibirá atención desde la sanidad pública. Puede que, como todo en esta España nuestra, la calidad de la atención varíe mucho de una comunidad a otra. El caso es que el paciente precisa de unos cuidados psicológicos que no siempre son bien cubiertos por la mala calidad del profesional o la ineficiencia del sistema, no tanto por carencias presupuestarias. Es más, la dispensación de recetas de fármacos para la depresión y la ansiedad está a la orden del día y al alcance de todos. La otra pandemia. Que yo, tirando de humor negro, suelo decir que también nos la va a curar Pfizer (en alusión a su conocido fármaco Trankimazin). No soy profesional sanitaria, pero sé lo justo para conocer los efectos de estos fármacos en su uso prolongado. Finalmente, el paciente se refugia en el fármaco y con eso va tirando. Con los cambios de humor y la irritabilidad que conlleva, pero uno va tirando. Al terapeuta te cansas de contarle tu vida. Además, muchas veces te da vergüenza. No quieres amargar a tu familia, así que te guardas el dolor. No obstante, desahogarse tampoco es que sea un santo remedio. Entonces te asalta la idea de ponerle fin a todo.

Pero podemos probar una cura distinta: calmar el espíritu. Parpadea un atavismo en los ojos de muchos lectores, lo comprendo. Yo misma habría lanzado piedras si me hubieran hablado del espíritu en algún momento de mi vida en que caí en el pozo de la melancolía y la tristeza aplastante. Pero sí. Observé cómo los creyentes cambian la terapia por la resignación. "Más sufrió el Señor". Y así, como decía Chesterton, "estoy orgulloso de mi religión hasta donde puede estarlo un hombre de una religión que hunde sus raíces en la humildad", y veo cómo esta humildad cristiana se convierte en algo curativo y sanador. Si la sed de venganza la cura el perdón, la sed de suicidio la puede curar la resignación. El papa Ratzinger nos da otra clave: "La fe precede al pensamiento". Cualquiera que haya ido a terapia conocerá la jerarquía entre creencias, pensamientos y emociones. El buen terapeuta te ayuda a comprender tus creencias, que dan forma a tus pensamientos y estos a su vez a las emociones. Por tanto, dicen en la consulta, cambiar de creencias tiene como consecuencia cambiar la emoción. Por eso hay madres que superan la muerte de un hijo. Por eso hay personas que lo pierden todo y se levantan cada día con el ánimo de reconstruirse. Ratzinger nos propone ser conscientes del sentido de nuestra vida y amarla. Amar a Dios es amar la vida. Sentir el amor de Dios es el consuelo del que gozan los heridos que van en su busca.

No voy a afirmar en ningún momento que la religión pueda salvarnos de la lacra del suicidio. Sólo me he dispuesto a reflexionar sobre ello.

Vi a una madre perder a su hijo y a su marido en un intervalo de dos meses. No necesitó psicología ni fármacos. Tras el luto se levantó y dijo a todos que hay que llevar la vida que nos toca. Cuando le asalta un mal pensamiento se agarra a la cruz que le cuelga del cuello y reza. Su creencia le permite transformar un pensamiento que conduciría a cualquiera al abismo en un estado de paz interior. No he visto terapia más barata y eficaz contra el desaliento y la desesperación.

Nos hemos alejado tanto de todo lo que nos mantenía seguros... Nos hemos desvanecido ante un progreso no siempre amable con el ser humano. Hemos banalizado tanto la vida y la muerte... Hemos descompuesto el asidero familiar. Hemos dejado que el viento de los siglos modernos se lleve nuestra Fe. ¿Y si no es cuestión de presupuestos? Y si es cuestión de volver a ser y estar conectados entre nosotros y con Él.

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