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Daniel R. Rodero

A vueltas con la España vaciada

Problemas que hoy nos parecen novedosos llevan advirtiéndose desde hace décadas. La España vaciada es uno de ellos.

Problemas que hoy nos parecen novedosos llevan advirtiéndose desde hace décadas. La España vaciada es uno de ellos.
El convento extramuros de San Agustín, en Madrigal de las Altas Torres (Ávila). | David Alonso Rincón

Sostenemos, con Azorín, que "vivir es ver volver". Problemas que hoy nos parecen novedosos llevan advirtiéndose desde hace décadas. La España vaciada es uno de ellos. No es difícil encontrar en librerías de lance obras de principios del siglo XX que la aborden. Pienso en La muerte de la ciudad castellana, de Julio Senador Gómez, notario que fue en Frómista, provincia de Palencia. En una de sus páginas se lee:

Mientras la ciudad extranjera explota el tráfico, la española explota todos los derechos de propiedad; (…) aquella irradia y crece gracias al régimen de autonomía y ésta por el contrario tiene que defender su frágil existencia buscando amparo en la barbarie de nuestras leyes que, con la traducción de mil absurdos, han acertado a crear un orden jurídico y administrativo mediante el cual es concienzudamente saqueada toda una provincia para que, a duras penas, se sostenga, con apariencia de vitalidad, la capital que la da nombre. En todo esto nadie para atención.

En los sesenta, otro notario ilustre, Juan Vallet de Goytisolo, insistió en la idea. Lo hizo en un artículo publicado en la revista Verbo, titulado "La inflación en lo rústico y en lo urbano":

La ciudad es el escaparate en el que se exhibe toda la obra de gobierno, contiene una masa capaz de alterar el orden público mucho más que todas las dispersas familias campesinas, y reúne unos intereses creados que forman núcleos de presión importantes (…) La mentalidad urbana predominante piensa en el campo como un lugar de recreo, propio, para veranear, cazar, hacer urbanizaciones, montar paradores...

Ambos autores reflexionaron sobre un problema del que estaban siendo testigos en dos de sus diferentes fases: el éxodo del campo a la ciudad, el abandono del agro por la urbe, la transición abrupta desde la aldea hacia la corte. El diseño poblacional del franquismo fue funesto. En vez de armonizar el despegue de las distintas regiones, favoreció el sobrecrecimiento súbito de unas pocas grandes ciudades y funcionarizó las medianas. Las sucesivas euforias burbujísticas, volcadas hacia el crecimiento inmobiliario, no hicieron sino ahondar en el proceso.

Quien esto escribe, pese a contar tan sólo veintiséis años, también emigró. La suya es la historia de un niño que con dieciocho meses cambió su villorrio natal por una esclerótica capital de provincias. A finales de los noventa, Valencia de Don Juan tenía cuatro mil habitantes. Aunque contase con escuela e instituto público, a ojos de sus padres las oportunidades estaban en la ciudad. No se equivocaban.

Por encima de evocaciones sentimentales y apegos terruñeros, quien esto escribe siempre escuchó en su familia que ningún pueblo debía tener menos habitantes que Valencia: "Con menos no se vive bien". Quiere decirse que hay muchos pueblos en trance de despoblación que deberían despoblarse pronto. No es sostenible garantizar los servicios públicos en municipios de trescientos, seiscientos o mil habitantes. Pero la necesidad de concentrar ayuntamientos recuerda a la imagen del elefante en la habitación: que todo el mundo lo ve, aunque nadie se atreva a mencionarlo.

Cuestión distinta es la estructuración y desestructuración del país. Que el grueso de la vida nacional se reparta entre Madrid y Barcelona –con intromisiones esporádicas de Bilbao, Sevilla o Valencia– no puede sino generar una frustración erosionante, divisiva. Lo paradójico, en cambio, es que los mismos partidos que reprochan a la Comunidad Madrid aprovecharse del efecto capitalidad (a todas luces innegable) abogan también por que el salario mínimo siga subiendo. Tan contraproducente sería que España tuviese el salario mínimo de Noruega como que Zamora o Cuenca tengan el de Madrid. Y cuanto más lo incrementen, más se verán favorecidas las megápolis.

En la medida en que el SMI afecta sobre todo a las capas menos productivas y dificulta su inserción laboral, la emigración aparece como la única salida de nuestros jóvenes recién licenciados. En términos de poder adquisitivo, mil euros en Madrid son menos euros que en Soria. Y por eso mismo los pequeños y medianos negocios del interior tienen tan difícil competir con las grandes corporaciones de las capitales.

Aun cuando las diferencias entre los convenios autonómicos permitiesen ahorrar costes localizando industrias en la España interior, fenómenos como el SMI, la excesiva dependencia que el capitalismo nacional tiene del regulador o los clusters de los grandes polos eliminan el incentivo. A ello contribuye esa otra mentalidad –tan extendida– de "si no estás en Madrid, en Barcelona o en Bilbao, no existes". Podrás haber erigido una empresa excelente, pero si permaneces en Cuenca nadie te invitará a recepciones, el rey no sabrá quién eres y los periodistas nacionales no solicitarán tu opinión sobre frivolidades varias.

Relacionado con esto último tenemos el aspecto cultural. Se produce aquí una estratificación silenciosa de efecto nocivo. Los hijos de padres con formación y biblioteca son menos proclives a caer en las redes de lo zafio, de lo mugriento, de todos esos valores que mediáticamente representa Telecinco, que los hijos de las capas bajas. A su vez, los medios de comunicación nacionales parece que sólo se asoman a la España interior cuando algún crimen los sobrecoge. Se diría que, cada diez años, la carroña informativa necesita un crimen rústico con que nutrir sus sentinas: un Romasanta, una matanza de los Galindos, una masacre de Puerto Hurraco… Es como si Pascual Duarte tuviese que seguir haciendo de las suyas para alimentar nuestra sed de comedia bárbara y negritud solanesca.

En este sentido, las subvenciones y la política agraria en general se han evidenciado perniciosas. Primero: porque rompieron con los tradicionales valores de austeridad y esfuerzo que orlaban a las gentes de la España profunda. Segundo: porque propiciaron que la juventud se entregase al hedonismo más autodestructivo propiciado por la abundancia de dinero fácil y nuevas formas de ocio. Váyase a las antiguas cuencas mineras y se corroborará la observación. ¿Cuántos veinteañeros se echaron en brazos de la droga? ¿Cuántos se prodigaron en oficios que eran pan para hoy y hambre para mañana?

Hubo un momento en que estudiar dejó de ser una alternativa. ¿Para qué, si, salvo que pertenecieras al cogollito del Barrio de Salamanca, jamás pasarías de contable de una multinacional? Por mucho que tu familia creyese que había prosperado gracias a la PAC, por mucho que estudiases, los señoritos de la corte –las élites de Icade con mentalidad casinaria– nunca te considerarían un semejante. Todavía hoy, para buena parte de la opinión publicada, el último chiringuito empresarial de un hijo calavera de familia ilustre tiene más interés que los sacrificios de unos padres que han hecho lo indecible para que su hija se doctore en Yale.

Frente a este muro de oligarcas –que tanto recuerda en su altivez a la nesciencia del hidalgo pobre– se alza la perspectiva del dinero fácil: ya sea exigiendo subsidios en forma de PER o convirtiéndose en fauna de telebasura. A falta de referentes sólidos, muchos jóvenes de aldea han terminado copiando a los quinquis de extrarradio. No hace mucho que apareció en España la Generación Vaquilla. Hoy vamos hacia la Generación Mediaset.

La solución a todos estos problemas pasa indefectiblemente por mejorar la enseñanza. Necesitamos profesores mejor formados que no se hayan matriculado en Magisterio porque era la única carrera en la que no se exigía nota de corte. Hay que terminar con esa presuposición implícita de que los hijos de familias humildes no ocuparán jamás cargos de relieve. Porque sobre esta presuposición implícita parece cimentarse nuestro sistema educativo. Si no fuera así, ¿a qué poner tanto énfasis en llenar de ordenadores las escuelas rurales, en vez de en situar sus contenidos al nivel de los mejores centros? Mas para que el ascensor social funcione es preciso que el esfuerzo tenga recompensa al margen de los apellidos y el lugar de origen: que no se premie al monigote o influencer mediático ni al apparátchik.

Por otra parte, conviene recordar que, si el Rey aspira a serlo de todos los españoles, no puede recorrer los pueblos de España como su bisabuelo recorrió Las Hurdes, es decir, con la misma actitud de quien malgasta tres semanas de voluntariado en la India ayudando en nadie sabe qué. En tanto que principal intermediario entre la nación y sus burocracias, es preciso que el Rey recuerde a esta clase de ciudadanos –a estos ciudadanos que algunos presentan como de segunda– que él también cuenta con ellos. Más útil y provechoso le habría resultado a nuestra princesa Leonor estudiar tres meses con los hijos de los pastores y de los vinateros en el Instituto de San Esteban de Gormaz, provincia de Soria, que en un internado supuestamente multicultural pero sin otra cultura que la del gueto elitista.

En este juego de ping pong –entre cosmopolita y cosmopaleto– que el nacionalismo catalán mantiene con nuestros sucesivos gobernantes, mientras el etnicismo euskaldún nos los distrae con la pelota mano, las provincias pequeñas, sus municipios, sus moradores, siguen necesitando un proyecto de país que los considere, que los incluya, que los tenga en cuenta. Porque más importante que la España vaciada es su vacío existencial.

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