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Santiago Navajas

El clasismo de la izquierda

Abomina del contacto con unos trabajadores a los que en el fondo desprecia y, por lo tanto, a la menor oportunidad humilla.

Abomina del contacto con unos trabajadores a los que en el fondo desprecia y, por lo tanto, a la menor oportunidad humilla.
Alberto Garzón, su mujer y Pedro Sánchez, en una gala de los Goya. | David Alonso Rincón

¿Por qué tanta insistencia por parte de la izquierda en levantar un cordón sanitario contra Vox? Se nos dice que es para evitar que la extrema derecha contamine nuestra prístina democracia liberal. Pero, además de la hipocresía manifiesta en quienes son cómplices y aliados de golpistas, terroristas y dictadores, hay una razón de más calado, de índole psicoanalítica: Vox saca a relucir los instintos más tenebrosos de la izquierda que se cree superior moralmente, mostrando cómo tras su presunto igualitarismo y amor a la humanidad esconde desprecio hacia las clases trabajadoras y odio hacia las personas de carne y hueso, en concreto hacia las que huelen a trabajo manual y cuando escuchan hablar de Michelin piensan sólo en neumáticos (que no se pueden permitir).

Julio Llamazares, un novelista que escribe en El País, comenzó la historia de las infamias al votante obrero de Vox burlándose de El Ejido, donde había ganado el partido de Abascal, por no tener librerías. Según Llamazares, la victoria de Vox se debía al "racismo", "junto con el temor a perder el nivel económico alcanzado y una incultura ancestral". Los ejidenses, trabajadores del campo y del mar pertenecientes a lo que el tópico denomina "Andalucía profunda", serían poco menos que analfabetos que no han visto una novela, no digamos ya un poemario, de Llamazares ni en pintura. Aunque lo que postulaba el novelista leonés era una de esas fake news que circulan por los grupos de whpp más rápidos que la velocidad de la luz y la capacidad de Llamazares para verificarlas: efectivamente, hay más librerías en El Ejido que neuronas en el cerebro del escritor, incapaz de verificar un dato tan fácil de buscar en internet.

Se da un aire Llamazares, barba y melena descuidadas siguiendo el habitual uniforme del intelectual progresista, al protagonista de una viñeta de Chumy Chúmez que exclamaba viendo a una familia de paisanos, posiblemente de El Ejido:

A veces pienso que esta gente no merece que me lea entero El Capital.

El testigo del desprecio clasista lo han cogido los tertulianos Elisa Beni y Antonio Papell. Beni, para descalificar a Elías Bendodo, mano derecha de Moreno Bonilla y ahora también de Feijóo, que se posicionaba a favor de Macron, respondía al andaluz que no le iba a resultar tan fácil hacer calar sus mensajes, porque "a nivel nacional hay gente que estudia". Beni es licenciada en Periodismo y un buen ejemplo de cómo conseguir un título no es garantía de haber estudiado ni de tener conocimientos, mucho menos buen juicio.

Por su parte, Papell, también para cargar contra el PP, identificaba la devoción por la Semana Santa en Andalucía con "señoritos, folclore y religiosidad rancia". Beni y Papell son de los progresistas que se emocionan con Los santos inocentes sin entender que son como los señores del cortijo que infligen toda clase de órdenes y humillaciones a los que consideran, desde la altura olímpica de su ilustración de pacotilla, unos yonquis de la subvención y el opio popular.

No, no es que piense Papell que se ha dado una súbita involución desde los dorados años de la hegemonía socialista abonada a la corrupción y la incompetencia. En el fondo siempre han considerado a los andaluces unos vagos incultos, divertidos folclóricos con los que echarse unas risas y unos tragos en juergas flamencas. Y los andaluces, de buena fe, han creído que no se reían de ellos sino con ellos, que consideraban su alegría un signo de vitalidad y no de estupidez naíf, sus tradiciones como algo auténtico y no como un fósil para un parque temático de costumbres tan exóticas como rancias. Llamazares, Beni, Papell… burgueses urbanitas que novelizan, poetizan y hacen reportajes sobre los obreros y campesinos aunque se limpian las manos a escondidas tras estrechar las sudorosas y callosas manazas de los que se dejan el sudor en los camiones, los tractores y los restaurantes de carretera, donde el lomo de orza está más considerado que la ensalada de quinoa.

Proclamaba ufano el dirigente de Izquierda Unida y ministro de Consumo Alberto Garzón: "Para mí, un delincuente no puede ser de izquierdas". En realidad, y dado su compromiso con genocidios pasados y opresiones recientes, raro es el izquierdista que no es un delincuente ideológico. Lo fue Largo Caballero animando a destruir mediante la violencia la Segunda República y lo es Rodríguez Zapatero al apoyar servilmente la dictadura de Maduro en Venezuela. Del mismo modo, los izquierdistas no sólo pueden ser clasistas sino que, dada su querencia por el supremacismo moral y la dictadura epistémica, pocos son los socialistas de todos los partidos que no se creen por encima de lo que consideran chusma choricera, esa masa que prefiere a Benzema en Champions antes que a Parsifal en Bayreuth. Advertía Pierre Bordieu de que el mercado de bienes simbólicos incluye, básicamente, tres modos de producción: burgués, medio y popular. Vox ha avanzado tanto en el modo medio como, sobre todo, en el popular. Y esto significa que el cordón sanitario que promueve la izquierda contra Vox no pretende aislar a las huestes de Abascal, sino mantenerse a salvo del contacto con unos trabajadores a los que en el fondo desprecian y, por lo tanto, a la menor oportunidad humillan.

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