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Juan Gutiérrez Alonso

Fascistas

Las palabras nunca pierden su veneno a pesar de su utilización excesiva.

hdaniel - Flick

Hace unos quince años llegué a Hispanoamérica y allí ya era frecuente llamar "fascista" a quien discrepaba de la agenda que estaba promoviendo un grupo de malhechores desde Caracas con vínculos en La Habana, Managua, Buenos Aires, Madrid, Barcelona o Valencia, y más tarde con Líbano, Pekín, Moscú o Teherán. Aquel programa siguió y sigue expandiéndose.

Al regresar a casa comprobé que aquello que conocí en Venezuela, Argentina, Ecuador, Colombia o Bolivia estaba ya en España, destacando especialmente Cataluña, donde la mitad de la población, o más, pasó a ser fascista por no comprometerse con el conocido procès. Algo similar empezó a ocurrir en Italia, donde apoyar o ver razonable las propuestas de un determinado partido, o simplemente no estar de acuerdo con determinadas políticas migratorias, te convertían en derechista peligroso. Y en Francia, donde leer a Houellebecq o mostrarse distante acerca de determinadas decisiones te cualificaba igualmente como fascista. Al poco tiempo en Alemania bastaba con distanciarse de la élite verde y multicultural que ha liderado Angela Merkel durante años para hacerte sospechoso también de ultraderechismo.

En Europa, desde hace algo más de una década todo ciudadano discrepante con las grandes líneas de acción del mainstream es considerado fascista o ultraderechista. Expresiones que han inundado el debate y la opinión pública, sugiriéndose además un aislamiento de los partidos, periodistas, enseñantes o profesionales discrepantes. Dejarles fuera de toda opción de gobierno e incluso de control del Gobierno agitando el fantasma del Duce o del mismísimo Hitler.

Como reacción ante estos hechos, la frase atribuida a W. Churchill, aquella que rezaba que los fascistas del futuro serían los antifascistas, ha comenzado a tener notoriedad porque un porcentaje considerable de la población entiende que quienes acusan de fascismo son en verdad quienes lo practican. Las acusaciones y señalamientos están por todos sitios: en la prensa, los hemiciclos, las universidades, las radios, en los estadios deportivos, en actos y eventos artísticos, musicales y comunicativos... Es lógico y legítimo preguntarse dónde están verdaderamente el extremismo y la tentación totalitaria.

Estados Unidos no ha sido una excepción en este fenómeno sino todo lo contrario. Puede decirse incluso que allí se ha ido más lejos, pues hemos visto cómo el establishment, todos los círculos de poder mediáticos y económicos, se han apoyado en los grupos antifa y asimilables para conseguir objetivos políticos, dejándoles hasta guiar los destinos de ciudades, comunidades y hasta del sistema legal, preanunciándose de este modo su demolición. Primero en las universidades, después desde los medios de comunicación y luego ya desde el propio sistema administrativo y judicial. Quienes desde allí controlan nuestros destinos han decidido, al más puro estilo chavista, que deben prevalecer las cuestiones identitarias, las legitimidades y teorías de justicia histórica a cualquier otra cosa, y por supuesto a la ley misma.

No debemos olvidar tampoco que en el Donbass ucraniano ha sido frecuente desde hace años la denominada "caza del fascista". Una persecución sistemática de ciudadanos de las regiones orientales de Ucrania que no simpatizaban con las posiciones prorrusas (Donbass, 2018, S. Loznitsa). Al margen de la complejidad y de los excesos de una y otra parte en este territorio, en 2022 hemos conocido las consecuencias de años de empleo masivo de ese calificativo, una técnica que emplean a diario también nuestros gobiernos y medios occidentales. Así es como millones de ciudadanos rusos están convencidos de que Ucrania era un avispero fascista e incluso nazi. Algo parecido sabemos que sucedió con el término fanático en tiempos del nacionalsocialismo. El resistente o disidente, en uso de su libertad de opinión o pensamiento, era el fanático, ahora en muchos sitios es el fascista.

Las palabras nunca pierden su veneno a pesar de su utilización excesiva, nos enseñó el mayor experto en este campo, Victor Klemperer. En su obra LTI: la lengua del Tercer Reich, sostiene que el empleo de estos términos se mantiene presente en la conciencia y subconciencia del pueblo. Esto explica precisamente que en nuestro continente se haya generalizado la acusación de fascista a cualquiera que piense, opine o razone de forma diferente sobre determinados asuntos. Hay quien dice que la explicación es demoscópica o electoral, pero hay quien considera que detrás de esta línea de acción hay un intento de crear las condiciones necesarias para, llegado el caso, incluso ilegalizar opciones plenamente democráticas y constitucionales.

A diario escuchamos y leemos a personas con formación e instrucción recurriendo, no sabemos si de modo intencionado o frívolo, a los términos aquí mencionados, por no hablar del deplorable uso de la expresión negacionista. Analizando los hechos en sus justos términos, el uso de la lengua del totalitarismo, que es en definitiva todo esto, es cierto que puede evidenciarse más en la parte que acusa que en las acusadas. Cualquier persona diligentemente informada y que no esté intoxicada ideológicamente podrá aceptar y reconocer.

Consecuentemente, aunque pretendan convencernos de que una especie de sucedáneo de la Unión Británica de Fascistas, con Oswald Mosley a la cabeza, anda por ahí suelto, lo cierto es que no podemos sino concluir que el comportamiento fascista, por así decirlo, se encuentra más presente en quienes están cotidianamente acusando que en quienes están siendo señalados. Urge que esto acabe porque ya sabemos qué sucede cuando las sociedades se deslizan por la lengua del totalitarismo.

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