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Pedro de Tena

El bucle diabólico de la degeneración partitocrática española

Ortega, asustado por la hemiplejia moral y política de los partidos republicanos, exclamó: "No es esto, no es esto". Pues no lo es. Ahora tampoco. 

Ortega, asustado por la hemiplejia moral y política de los partidos republicanos, exclamó: "No es esto, no es esto". Pues no lo es. Ahora tampoco. 
Imagen promocional de un debate electoral | Cordon Press

Que las democracias pueden degenerar es algo sabido desde que lo señaló agudamente Aristóteles. Una de las formas más abyectas de esta degeneración es el desprecio o tergiversación de la ley común impulsada por los demagogos, personas o partidos, que mienten y adulan a los ciudadanos con el fin de ocultar los intereses particulares que realmente representan frente al bien común.

Recuérdese, para saltar etapas, cómo ya en el siglo XIX el perceptivo Alexis de Tocqueville subrayó el peligro que para la democracia suponía el "despotismo blando" de una mayoría abusiva, capaz de anular el camino de la alternancia democrática y el derecho de las minorías. En España, el ejemplo socialista andaluz ha sido esclarecedor de hasta dónde puede llegar el poder de una mayoría legalmente obtenida por un partido para obstruir la alternancia democrática durante casi 40 años. O los ejemplos de los nacionalismos vasco y catalán.

Por tanto, es el comportamiento y las doctrinas que sustentan a los partidos políticos el factor más determinante que influye en la degeneración de las democracias liberales vigentes, todas ellas y en casi todos los países, reconocidamente, en proceso de crisis existencial aguda. Cuando en su seno hay un importante número de partidos y diputados que siguen pensando que la democracia representativa es más que nada un trampolín para acabar con ella, la crisis es un movimiento acelerado.

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Griñán y Chaves, durante el juicio de los ERES

"Después de más de un siglo de laceraciones hemos vuelto a entender que a la democracia liberal —el verdadero nombre de la verdadera cosa— no le es necesario solamente el demócrata que espera el bienestar, la igualación y la cohesión social; sino que, además, le es necesario el liberal atento a los problemas de la servidumbre política, de la forma del Estado y de la iniciativa individual. La democracia sin liberalismo, nace muerta", dejó sentado el moderado Giovanni Sartori en su resumen Qué es la democracia.

Y añade, dejando la teoría y asumiendo los hechos, que "el comerciante que vende perlas falsas por verdaderas va a prisión; el político que vende humo, con frecuencia lo logra y no va a prisión. Entonces, la diferencia es que en política la concurrencia desleal, mentirosa y precisamente "demagógica" es impune, y a menudo resulta redituable (léase rentable) al demagogo. Legalmente no lo podemos impedir, estamos imposibilitados". Este es el meollo del bucle diabólico al que aludimos. El fraude político de los partidos debe ser enmendado por los mismos partidos que lo perpetran con la Constitución en la mano. Pero nadie riza su propio rizo.

Por tanto, en mi opinión, es mucho más importante el examen de esta degeneración de los partidos políticos que perder tiempo en el análisis de la oposición entre monarquía constitucional y república. Algo que en España suelen plantear cíclicamente quienes ansían torpedear y hundir una Constitución formalmente democrática, que fue votada por la inmensa mayoría de los españoles y fruto de un acuerdo de casi todos los partidos, el primero en dos siglos.

En realidad, es mucho más urgente afrontar la cuestión de si los partidos políticos sirven a la democracia, esto es, a la libertad y al bien general, sea cual sea la estructura formal del Estado. Tanto en una república como en una monarquía constitucional democrática, los partidos van a estar presentes. Tienen que estarlo. El asunto es si son o no conscientes de su propia condición de partido, de parte, esto es, de algo que pertenece a un todo que es la nación y el Estado que la vertebra. El tema es, pues, si los partidos son capaces de admitir que el bien general es moral y políticamente superior al bien del partido.

Las experiencias republicanas de España demostraron que no. La práctica constitucional desde 1978 muestra que tampoco, si bien la presencia de un poder moderador y arbitral, aunque simbólico, atenúa, aunque sea levemente, el afán sectario de los partidos. ¿Ocurriría lo mismo si el presidente de una República fuera de tal o cual partido, o barrería para su casa? Imaginen qué podría ocurrir si Pedro Sánchez o Alberto Núñez Feijóo fuesen presidentes de una República española, cuando ni siquiera concuerdan en la organización independiente de la justicia.

Lejos de mí la intención está exponer una hipótesis abstracta acerca de la degeneración partitocrática que se observa a simple vista en España. Más bien, desearía ir fenomenológicamente "a las cosas mismas", para mostrar nuestra indefensión ciudadana, así como nuestra incapacidad, para salir de este bucle diabólico que hace que los "poderes invisibles", a los que se refería Norberto Bobbio como enemigos letales de toda democracia, aniden en las tinieblas impunes de todos los partidos.

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Pablo Iglesias en su programa, La tuerka

Cada vez ignoramos con mayor densidad a qué o a quién sirve cada partido. Las explicaciones de Pablo Iglesias sobre su servicio a Irán y sus intereses estratégicos nos dejaron estupefactos. La presencia de Rusia en el proceso independentista catalán es un hecho clamoroso. Y no sigo.

También lo es que, al poco tiempo de ser elegido presidente del Gobierno, Pedro Sánchez se reuniera con George Soros (primero se dijo que en privado y luego que institucionalmente) sembrando dudas sobre el poder de los "invisibles". El hecho inequívoco de que el gobierno español haya adoptado oficialmente la Agenda 2030, siendo como es resultado de los intereses fácilmente reconocibles de poderes económicos y políticos supranacionales, da que pensar.

Por ejemplo, ¿por qué Pedro Sánchez cambió la política exterior española respecto al Sahara sin contar siquiera con su partido? O, ¿por qué Mariano Rajoy, contando con una mayoría absoluta imponente, no derogó la ley de Memoria Histórica, no rescató el Plan Hidrológico Nacional ni la Ley de Educación anuladas por el PSOE, o presentó un proyecto de ley del Poder Judicial que devolviera a los jueces y magistrados la independencia que les concede la Constitución? Si no es al Congreso, ni siquiera a sus partidos o votantes, ¿qué poderes o intereses les impulsaron a la toma de tales decisiones?

Unos cuantos hechos contundentes serán suficientes, espero, para convencernos de la realidad enfermiza de este despotismo de partidos que sufrimos y del que parece que no podemos escapar. Un primer dato de 2013, que actualizado daría mucho más que hablar, nos indica que los partidos políticos, y también los sindicatos, se han convertido en las empresas del país que más empleo gestionan. Según publicó El Mundo:

Según las informaciones recabadas por MERCADOS, los partidos controlan el empleo de más de 145.000 personas, la mayor parte nóminas de sus cargos en las distintas administraciones mientras que en sus sedes sólo sostienen una estructura ínfima. Se trata de casi un tercio de los trabajadores que acumulan las 35 empresas del IBEX en España. Esta cifra supera, por ejemplo, las plantillas de que disponen los seis bancos que figuran en este índice selectivo (Santander, BBVA, Caixabank, Popular, Sabadell y Bankinter).

Hoy serian muchos más.

Esto no tiene en cuenta a los que los partidos han "sembrado" en las administraciones públicas mediante diferentes procedimientos, desde oposiciones ad hoc o amañadas, a interinatos, a la contratación eventual que posteriormente se transmuta en fijezas laboral y otros procedimientos sutiles, que se han sucedido en todas las regiones y municipios, muy especialmente en las Comunidades catalana, vasca, andaluza, gallega. En régimen de partidos sin alternancia durante años.

Legalmente, el acceso a los presupuestos de todo el Estado sólo puede tenerse desde un partido político o una agrupación de electores, figura poco usada pero que consta en la ley electoral. Esto es, son los partidos los que gestionan los más de 500.000 millones de euros que suponen los presupuestos generales y desde las diferentes administraciones los que adjudican y contratan, subvencionan, abonan y gastan esos dineros al tiempo que recaudan los impuestos ciudadanos. Esto da a los partidos políticos el papel de gestores económicos y financieros claves, sea cual sea la cualificación de sus miembros.

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Feijóo, Casado, Juanma Moreno y Cuca Gamarra, del PP

De hecho, como se ha relacionado nada exhaustivamente, los partidos, directa e indirectamente, nombran y quitan a los miembros del Ejecutivo de la Nación, de las Comunidades Autónomas, de los Ayuntamientos y Diputaciones. Y, desde 1985, al gobierno del Poder Judicial, gracias a la Ley Orgánica impuesta por un PSOE de Felipe González que contaba entonces en el Parlamento con 202 escaños. Gracias a ella, los jueces y magistrados, que deberían ser elegidos por el propio estamento judicial, lo fueron por el Congreso y el Senado.

Además, los partidos imponen a los componentes del Consejo del Banco de España, de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, de la Comisión de la Energía, del Tabaco, de Defensa de la Competencia, de Radio Televisión Española y las cadenas autonómicas, de las empresas y organismos públicos, desde el deporte al Museo del Prado. Y, naturalmente, conceden o no licencias de radio y TV privadas, salvan o no periódicos endeudados, distribuyen la publicidad institucional a su antojo sectario, como han demostrado sentencias judiciales, controlan las empresas que cuentan los votos electorales y así podríamos seguir, de forma indefinida.

Naturalmente, los partidos se relacionan con lobbies nacionales e internacionales. Pero, ¿hay información al respecto? Opacidad, secreto, oscuridad, sospecha.

La indefensión de los ciudadanos ante la degeneración partitocrática

Podría creerse que los afiliados a los partidos políticos controlan democráticamente a sus dirigentes, pero nada está más lejos de lo que realmente ocurre. Aunque los cargos directivos son elegidos en congresos supuestamente democráticos, en realidad son los dirigentes los que condicionan quiénes asisten a los congresos según diferentes procedimientos. Y son quienes deciden quiénes participan o no en las distintas listas electorales. Controlan de hecho la vida interna y externa de los partidos y sus finanzas. Sólo las derrotas electorales o terremotos internos o escándalos mediáticos conducen a cambios, que casi siempre son convulsiones controladas.

Desde hace poco tiempo, se han desarrollado las elecciones primarias en distintos partidos, pero las normas para participar en ellas y quiénes pueden optar a ser elegidos son decididos por las cúpulas de los partidos. Sabido es que los procedimientos utilizados no suelen ser limpios, como demostró el caso del propio Pedro Sánchez, que fue cogido in fraganti en pleno fraude y pucherazo en las votaciones del congreso socialista de 2016, que lo defenestró sin demasiado éxito. En los demás partidos, suele triunfar la negociación previa y el acuerdo sobre el voto real de los afiliados o congresistas. En las primarias para elegir la presidencia del PP de Sevilla, en tiempos de Pablo Casado, votaron hasta personas fallecidas y hubo falsificaciones múltiples.

Por si fuera poco, el ciudadano de a pie, el no afiliado a partido político alguno, apenas puede tener influencia ni control sobre ellos. De creer a los propios partidos, algo que parece imposible, a 1 de enero de 2021, el PP tendría 778.046 afiliados (cifra increíble); el PSOE 165.180; Vox, 62.374 (que ingresan sorprendentemente más dinero en sus arcas que todos los del PP en las suyas); Unidas Podemos, 139.000 en junio de 2021 y Ciudadanos, 17.000 un año antes, en 2020.

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Pedro Sánchez durante un Congreso Federal del PSOE


Otro tanto sucede en Cataluña y País Vasco, donde el poder separatista es notable. El PNV daba una cifra de 24.560 afiliados en 2021. Junts per Catalunya, el partido de Puigdemont, acaba de aceptar que sus afiliados no llegan en la práctica a 6.500 y Esquerra apenas sobrepasa, según sus propias cifras, los 9.000. EH-Bildu supera por muy poco los 10.000 afiliados.

Puede decirse, pues, que el total de afiliados reales a los partidos en España es un secreto inescrutable pero, aun admitiendo los datos que proporcionan oficialmente sus vértices, sólo alcanzarían, siendo biempensantes y generosos, 1,2 millones de personas, sólo el 5 por ciento del total de los votantes en las elecciones generales de 2019 y el 3 por ciento del censo general de electores españoles.

Sin embargo, esta mayoría abrumadora de no afiliados, casi 36 millones de personas, sólo es activa democráticamente en las elecciones si decide votar, algo que puede ocurrir tres o cuatro veces cada cuatro años, en elecciones municipales, autonómicas, generales y europeas. Además, no puede votar a quien quiere, sino sólo al partido que quiere. Y dentro de ese partido, sólo puede votar la lista que los órganos rectores del mismo han decidido, con algunas excepciones menores en el caso del Senado.

Salvo en esas tres o cuatro ocasiones, la inmensa mayoría de los españoles no podemos hacer nada ante el poder de los partidos políticos. Así que sólo nos limitamos a pagar religiosamente (o no) los impuestos que, en un nivel ya altamente confiscatorio, se nos aplican y a sufrir la merma de libertades efectivas en educación, sanidad, circulación, medio ambiente, alimentación, etc. Van decidiendo las administraciones. Se dice que hay una adecuada libertad de expresión. Cierto. Pero otra cosa es que puedas manifestarla en un medio público si va contra el gobierno que lo controla. Algo parecido ocurre en medios privados, situados en una u otra parte de las cuerdas políticas. Las redes sociales han venido a salvar un poco la situación de indefensión pero son claramente insuficientes y no siempre sirven a intereses generales.

En España hay nada menos que 100.000 leyes y normas de todo tipo en vigor, de las que 67.000 son autonómicas, a las que habría que añadir las disposiciones municipales. Todo muy lejano del ideal utópico de "pocas leyes y bien aplicadas". En la elaboración de todas esas leyes participan los partidos políticos –con vía directa a las cúpulas de todas las empresas y asociaciones condicionadas por adjudicaciones y subvenciones—, que son los que deciden cómo y de qué manera se van limitando las conductas de los ciudadanos teóricamente libres e iguales ante leyes que se cumplen o no. Véase especialmente el caso del español en Cataluña.

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Urkullu y Ortuzar, del PNV

Si todo esto fuera insuficiente, hay otros hechos que corroboran la degeneración partitocrática de la democracia española. Siguiendo, en casi todo, al profesor Amando de Miguel:

  1. No todos los partidos políticos actuales cumplen la condición de ser de verdad de alcance nacional, esto es, de representar a todo el pueblo español. Precisamente los que más condicionan la vida nacional, son partidos regionales.
  2. Por ello, actúan más como grupos de presión en defensa de intereses particulares de regiones.
  3. No todos los partidos políticos legales en España son partidos que tengan las democracias homologadas en Europa como su forma ideal de gobierno. De hecho, los partidos comunistas en sus distintas versiones, y los nacionalistas, no son partidos democráticos, sino vocacionalmente totalitarios.
  4. Los criterios de calidad a la hora de seleccionar a los líderes en el seno de los partidos no existen o son muy poco exigentes respondiendo más que nada a las imposiciones oligárquicas de sus dirigentes.
  5. Ningún partido aporta transparentemente el estado de sus cuentas, sus ingresos y gastos, dándose lugar a escándalos sucesivos, desde Filesa a Gürtel.
  6. Los propios partidos han decidido que deben recibir ayudas públicas cuantiosas en vez de nutrirse económicamente de las cuotas de sus afiliados y las donaciones de sus simpatizantes, que tampoco se publican.
  7. El uso que se hace del dinero púbico es a veces bien escandaloso, como lo demuestra el caso ERE y, en general, todas las políticas de subvenciones.
  8. Las cúpulas de los partidos hacen promesas electorales que luego no cumplen con total impunidad y sin que tal comportamiento tenga consecuencias políticas o penales.
  9. La disciplina de los partidos en las instituciones es tan intensa que es imposible conocer las diferentes posturas que haya podido haber en torno a un asunto determinado. Tal circunstancia, unida a que los diputados, senadores, alcaldes y demás cargos son nombrados por las cúpulas, favorece una moral de rebaño, sumisa y acrítica.
  10. Añadamos que hay partidos electoralmente beneficiados en Comunidades como Cataluña y País Vasco que, sin tener los intereses nacionales en su punto de mira, son capaces de condicionar a los gobiernos nacionales.

Y la lista podría seguir. Por ejemplo el Defensor del Pueblo, que podría ser una figura que atenuara el despotismo partidista, es una figura más o menos decorativa.

Es decir, en la democracia española, los partidos políticos funcionan como empresas financiadas con dinero público abundante, con estructura jerárquica y vertical, con capacidad de despidos improcedentes impunes, de contrataciones nepotistas, de vulneraciones de sus "contratos electorales" y de legislación cada vez más opresiva y minuciosa sobre la vida de todos.

"No es mi partido, que no te enteras, es mi empresa", le oí decir a un diputado nacional de uno de los grandes partidos, mostrando cuál es el sentimiento de su pertenencia y los intereses nada generales a los que sirve y de los que se sirve.

La concentración de "indignados" en la Puerta del Sol en 2011 contra las castas estaba justificada en el caso de los partidos políticos, como lo están las quejas silenciosas de otros millones de indignados, algo que reconoció hasta la propia Esperanza Aguirre: "La nuestra es una partitocracia que se basa, entre otras razones, en una ley electoral con listas cerradas y bloqueadas, lo que tiene como consecuencia que los representantes de los ciudadanos en todas las instituciones solo se preocupan y se ocupan de caer bien a los jefes que les tienen que poner en esas listas, y no a los ciudadanos a los que deberían representar y defender".

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Junqueras y Puigdemont, durante su etapa en el parlamento catalán

Pero aquella indignación fue devorada por los nuevos agitadores comunistas bolivarianos y derivó, desguazada, en el naufragio de Podemos. La otra, la indignación muda de los millones de españoles ante la partitocracia, no tiene vías para manifestarse y ningún partido asume como propia la tarea de la regeneración del sistema electoral y político español.

Esta regeneración ya es urgente. Se está afectando a la unidad nacional y a la igualdad de los españoles en todos los territorios, al bolsillo de los ciudadanos –el ejemplo del recibo de la luz es todo un discurso—, y a la libertad personal y familiar de decidir sobre la propia conducta y modo de vida. El bucle diabólico nos obstruye, desacreditando cada vez más la idoneidad de la democracia y favoreciendo la dictadura de hecho de los partidos.

Todo lo anterior, pese a su insuficiencia y desorden, puede dar origen a una reflexión sobre cómo salir del bucle. Nadie podrá hacerlo sin la ayuda de un frente liberal zurcido entre algunos partidos políticos a los que hay que exigirles la misma generosidad que tuvieron las Cortes franquistas para dar paso pacífico al proceso constitucional democrático. Pero ese es, precisamente, su elemento diabólico. Ortega, asustado por la hemiplejia moral y política de los partidos republicanos, exclamó: "No es esto, no es esto". Pues no, no lo es. Ahora tampoco.

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