El 19 de septiembre de 1988 el Secretario General del Partido Comunista Chino (PCCh), Zhao Ziyang, se reunió con el más famoso economista neoliberal norteamericano, Milton Friedman. En junio del siguiente año, Zhao había sido defenestrado de la cúspide del PCCh y se encontraba en arresto domiciliario, donde permanecería hasta su muerte. Lo habían acusado del más terrible delito que se puede cometer en una dictadura del proletariado de inspiración marxista: haber conspirado para derrocar el régimen socialista y sustituirlo por un sistema capitalista liberal. ¿De qué hablaron el dictador y el economista? Seguramente Friedman le había explicado lo mismo que a Pinochet cuando lo visitó el 20 de marzo de 1975: la relación entre libertad económica y libertad política.
Tanto Milton Friedman como Friedrich Hayek habían visitado dictaduras en los años previos. Con la relevancia que les concedían los Premios Nobel ganados, Hayek en el 74 y Friedman en el 76, eran los dos economistas con dimensión política y filosófica que lideraban la oposición tanto al paradigma dominante keynesiano en Occidente como a las dictaduras militares y comunistas en el resto del mundo. No por casualidad en ambos casos, ya fuese con Pinochet o con el PCCh, el problema urgente era el mismo: una inflación disparada. Ambos estaban convencidos de que introducir una cuña liberal en el sistema económico de cualquier régimen dictatorial acabaría "infectando" de libertad al resto del sistema. Era más fácil que ello sucediera en un régimen autoritario que en otro totalitario, en cuanto que el primero dejaba cierto margen para la iniciativa empresarial y la esfera privada ciudadana. En el caso chileno, el proyecto se hizo realidad cuando se elaboró una Constitución (1980) que hizo que Pinochet saliese del poder y que condujo a Chile en poquísimo tiempo a ser una "democracia plena" en el Democracy Index. Con China, evidentemente, no sucedió lo mismo, y cabe sospechar que, contra las esperanzas de Hayek y Friedman, nunca pasará.
En China hubo una explosión de libertad el 4 de junio de 1989 en los famosos sucesos de la plaza de Tiananmen, cuando una multitud, sobre todo de estudiantes, pidió libertad y democracia, lo que sofocaron las fuerzas comunistas con brutalidad. De aquí el derrocamiento de Zhao que comentábamos antes. Un año después, en 1990, un oscuro burócrata fue nombrado secretario del PCCh en Fuzhou, una ciudad de siete millones de habitantes enfrente de la isla de Taiwan: se llamaba Xi Jinping. Entonces iniciaría una carrera sin prisa pero sin pausa hasta la cúspide del poder chino. Hombre prudente a la fuerza, sus padres habían sido reprimidos en tiempos de Mao Tse-Tung y él mismo pasó una temporada en una campo de trabajo para reeducarse de sus vicios burgueses, Xi Jinping asumió que un salto adelante con tirabuzón mortal como el que había llevado a cabo Zhao era eso precisamente: mortal. La mejor táctica sería la del maestro supremo del marxismo en el poder, Lenin: un paso adelante, dos atrás. Es decir, para consolidar la revolución en ocasiones hay que tomar rodeos, atajos, giros, cambios de velocidad e, incluso, retrocesos. Siempre para consolidar posiciones con el objetivo final de aniquilar al enemigo, para lo cual, a veces, habrá que pactar con dicho enemigo.
Y en esto llegamos a 2022, con el camarada Xi Jinping presidiendo el XX Congreso Nacional del Partido Comunista de China como si fuese una combinación de Luis XIV, Lenin y Steve Jobs en uno. El politólogo nortemericano Mark Lilla tenía un brillante estudiante chino de posgrado en la Universidad de Columbia al que recomendó que aprendiese más inglés para poder participar mejor en los seminarios. Pero el chino le comentó que no estaba interesado en el inglés sino en el latín, ya que lo quería estudiar era el imperio romano. Por cierto, la "invasión" de estudiantes chinos de los estudios de posgrado de universidades occidentales, en muchos casos con conocimientos muy deficientes de la lengua que se habla, es uno de los síntomas de la vocación imperialista de la China liderada por Xi Jinping.
El imperio latino comenzó con el choque entre Julio César y Cicerón por el alma de Roma. Ambos terminaron asesinados, César por Bruto, Cicerón por Marco Antonio, pero venció el espíritu de la dictadura al de la república, el del orden a la libertad. Un pacto parecido al que había ofrecido César al pueblo de Roma, el monopolio del poder a cambio de prosperidad, estabilidad y seguridad, fue el que llevó a cabo Deng Xiaoping (1978-1989).
La respuesta a la pandemia por parte de muchos presuntas democracias liberales ha puesto de manifiesto que el camino a la servidumbre del modelo del comunismo chino es posible también en Occidente. En España, sin ir más lejos, dos estados de alarma que decretaron un confinamiento fueron juzgados como inconstitucionales sin que el gobierno sufriera el más mínimo desgaste. En otros países como Italia, Australia o los mismísimos Estados Unidos —hace mucho tiempo "líder del mundo libre", hoy paradigma de país degradado a democracia imperfecta en el Democracy Index–, la ola de autoritarismo a lomos de la izquierda "woke" y la derecha nacionalista alcanza niveles que nunca supusieron los profetas del "fin de la historia" al estilo de Fukuyama.
Xi Jinping no tiene nada que ver con Julio César, pero sí con Augusto, el arquitecto y constructor del imperio cuyos cimientos había puesto el conquistador de las Galias. Como Augusto, Xi Jinping es mesurado, pragmático y calculador, sin por ello ser menos ambicioso, maquiavélico e implacable. Detrás de él tiene un partido con más de dos millones de afiliados y una nación con unos mil quinientos millones de personas. En una época como la actual, en la que la tecnología se ha dispersado por todo el planeta igualando la productividad, el tamaño importa y mucho. También le sostiene una cultura triplemente milenaria. Cuando un chino estudia al imperio romano es para compararlo con sus propias épocas imperiales, como las de Liu Bang y Wang Mang. Xi Jinping también es como Augusto: magnánimamente tolerante. Hasta cierto orden. Ha permitido cierta apertura intelectual académica, lo que ha permitido que pueda haber círculos de intelectuales liberales como Deng Zhenglai y Zhu Xueqin. Aunque sus aportaciones suelen durar en el mercado de las ideas lo que un caramelo a la puerta de un colegio.
El siglo XXI va a ser el siglo de los imperios como el siglo XIX lo fue de las naciones. O mejor dicho, va a ser la consolidación de lo que en el siglo XX fue la guerra mundial entre imperios-nación. Lo que Jiang Shigong denomina "el imperio global 2.0." de "la era Xi Jinping". El imperio estadounidense y el imperio chino van a ser los protagonistas, con el océano Pacífico como testigo de sus confrontaciones (véase Taiwan), pero también de sus alianzas a mayor gloria de sus intereses (véase Nixon y Mao Tse-Tung). Otros posibles imperios son el europeo y el ruso, pero ambos se notan exhaustos y en un callejón sin salida, por lo que, como se apunta ya en el presente, lo más probable es que terminen siendo satélites respectivos de los otros dos. Del mismo modo que los EE.UU. y la URSS se repartieron el mundo en Yalta, el panorama apunta a que los EE.UU. y China se van a repartir el planeta a partir de ahora.
Por parte de lo que nos ocupa, España y Europa, los chinos aprendieron que la libertad se suele pagar, cuando está mal gestionada, en forma de nihilismo moral, fragmentación política, desintegración territorial, violentos disturbios y anomia social. Vemos cómo Rusia y el Reino Unido se hunden al intentar resucitar sus fantasmales imperios nacionales sin contar con el resto de Europa. Y a las naciones de la UE incapaces de crear una unidad nacional europea más allá de un Estado tecnocrático, elefantiásico y cada vez más antidemocrático al servicio de unos élites burocráticas.
Xi Jinping ha mencionado el Estado de Derecho 23 veces en su informe en la reunión inaugural del 20º Congreso Nacional del Partido Comunista de China. Un Estado de Derecho sin separación de poderes, elecciones ni partidos políticos. El sueño del socialismo hecho realidad. A este peculiar Estado de Derecho lo llama Xi Jinping "socialismo con características chinas", porque aumenta "la sensación de ganancia, felicidad y seguridad". A la libertad ni mencionarla, claro. La versión china de que no hay que confundir la libertad con el libertinaje. Concretamente: "la ley no puede dar paso a la anarquía". De la libertad ni palabra, pero "la equidad social y la justicia social" y todo lo que sea "social" que no falte en la China socialista de Xi Jinping.
La fórmula, por tanto, de Xi Jinping es revolucionaria: dictadura leninista basada en un nacionalismo confuciano con una economía liberalizada pero no liberal, ya que siempre hay una preeminencia del Estado respecto al mercado y de las empresas estatales sobre las privadas. Donde los valores de la justicia social, la eficiencia económica y la indisoluble unidad de la patria están muy por encima de la libertad política ("liberty") e individual ("freedom"). En el Estado Socialista de Derecho que ha reivindicado Xi Jinping en su discurso ante el Congreso del Partido Comunista no hay lugar para el pluripartidismo, el sufragio universal y la independencia del Poder Judicial.
Lo que subyace a esta visión china del siglo XXI es un fuerte instinto de supervivencia, por lo que se prima la prosperidad y la estabilidad, además de que no se rechaza ninguna perspectiva que pueda favorecer el éxito evolutivo. Da igual que el gato sea marxista o friedmaniano, lo que importa es que contribuya al crecimiento del PIB y al aumento de la renta per cápita. Siendo un sistema radicalmente antiliberal no va a tener ningún problema en manejar herramientas liberales siempre que le sirva a su propósito. La creencia de Hayek y Friedman de que una cuña liberal abre finalmente las puertas de par en par a un sistema liberal está bajo sospecha, ya que una cuña liberal, proporcionando más riqueza y prosperidad, podría servir paradójicamente, en manos de un tecnócrata omnipotente, para afianzar su antiliberalismo. De ahí que quepa hablar de un "comunismo hayekiano", como hace Branco Milanovic, por cuanto es cierto que se suele celebrar en China el éxito económico y la brillantez empresarial, pero entendiendo que se hace referencia a un liberalismo manipulado, mutilado y tergiversado a mayor gloria de una concepción autoritaria, intervencionista y nacionalista. Es estúpido por parte de Milanovic decir que Hayek, ¡y Ayn Rand!, se sentirían como en casa en este gulag a medio camino entre 1984 y Un mundo feliz. Es decir, justamente lo opuesto de lo que defienden los liberales de todas las tribus (sería discutible, sin embargo, si Lenin aprobaría la planificación de Xi Jinping como una nueva, renovada y mejorada versión de su Nueva Política Económica. Seguramente le haría gracia la emergencia de multimillonarios como Jack Ma, dueño de una empresa multinacional como Alibaba y miembro del PCCh, aunque tendría preparado su pasaporte al gulag cuando le viniese bien al proletariado…).
La burbuja europea de paz, libertad y prosperidad de los últimos setenta años ha anestesiado a los europeos sobre la realidad internacional, que sigue siendo en el fondo una guerra en ascuas capaz de prender las llamas ante cualquier soplido de aliento patriótico, interés económico o visión expansionista. El mensaje de Xi Jinping es tan claro y diáfano como duro:
Las fuerzas occidentales contra China buscan derrocar el liderazgo del Partido Comunista Chino y el sistema socialista de China. Ante estas amenazas el partido debe atreverse a empuñar la espada.
Siendo dicha espada las fuerzas armadas más grandes del mundo cabe, al menos, preocuparse.