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Pedro Mielgo

La COP27 y la realidad

Europa se encuentra a las puertas de una recesión de duración e impactos aún inciertos, cuyas causas son las políticas energéticas y climáticas.

Lápidas de juguete por la COP27. | EFE

La reunión de la COP27 tiene lugar en una coyuntura económica difícil, marcada por la carestía energética, en parte causada por los efectos de la guerra de Ucrania en los mercados de combustibles fósiles, sobre todo el gas y el petróleo, pero cuyos orígenes son anteriores, y se deben en gran medida a las políticas ambientales.

El incremento del precio del gas natural, que se inició a mediados de 2021 y fue consolidándose en los meses siguientes, se debió a la tensión creciente en el mercado por la solidez de la demanda y por la debilidad de la oferta. La política climática, sobre todo europea, venía dando mensajes de abandono progresivo de los combustibles fósiles en fechas no muy lejanas, lo que indujo una reducción de la inversión en exploración y producción, por las perspectivas de precios bajos, que serían la consecuencia del probable exceso de oferta. Además, los precios del CO2, que se habían multiplicado en los dos años anteriores, impulsaron el recurso al gas para sustituir el carbón en la generación de electricidad. Así, la demanda europea de gas natural se mantuvo, al tiempo que crecía en otras regiones. En China, por ejemplo, la demanda de gas natural se multiplicó por 3 en la última década. La demanda mundial creció en 2021 un 5,35% sobre el año anterior, una tasa muy superior a la media de la década (2,2%). Esto, junto con algunas disrupciones en el suministro de GNL y otros acontecimientos, dieron lugar a esa tensión de precios.

El gas se convirtió en la tecnología marginal en casi toda Europa. El incremento de los precios del gas impulsó al alza los precios marginales de la electricidad en los mercados europeos, y algunos países decidieron recurrir al carbón importado, cuyo precio subió hasta el nivel que proporcionaba un coste de generación similar al del gas. El resto de la historia es conocido: una inflación del precio de la energía que se propaga a todos los sectores y daña a las economías domésticas, con una inflación general que alcanza niveles máximos desde hace muchos años, con unas perspectivas agravadas por la guerra de Ucrania, sobre todo para este invierno (y más aún para al próximo, como ha afirmado hace pocos días Fatih Birol, director ejecutivo de la Agencia Internacional de la Energía).

Una de las lecciones de este proceso es que las transiciones energéticas son mucho más complejas que lo que los políticos pensaron en un primer momento (y quizá lo siguen pensando). Habiéndose lanzado con entusiasmo a cumplir los objetivos de reducción de emisiones, se cerraron centrales de carbón y nucleares, sustituyéndolas por tecnologías que utilizan las fuentes renovables. Es decir, se eliminó lo que debía haber sido el Plan B. Sorprende que, por ejemplo, un país como Alemania, líder en transiciones, con su Energiewende, no previera la necesidad de una reserva de capacidad de generación convencional, no sólo por las previsibles dificultades en mantener la estabilidad del sistema, que ya viene experimentando desde hace años, sino sobre todo por cualquier contingencia que pudiese poner en peligro la cobertura de la demanda y la asequibilidad de la energía. Y esto, después de haber anunciado a bombo y platillo que su nueva generación de carbón iba a constituir precisamente esa reserva estratégica. Y también después de ver cómo los precios interiores de la electricidad se incrementaban un 70% en una década, al igual que ha ocurrido en los países con más cuota de generación renovable (sí, con la excepción de Noruega, cuya energía renovable es el agua, no el viento o el sol).

Así, Europa se encuentra a las puertas de una recesión de duración e impactos aún inciertos, pero serios, cuyas causas son las políticas energéticas y climáticas.

En este contexto, la COP va a plantear las necesidades de financiación de los daños ambientales y de las necesidades de adaptación al cambio climático: dinero de los países avanzados para los países más débiles económicamente y con los grandes contaminadores (China, EEUU, India) poco o nada comprometidos con los objetivos del Acuerdo de París. El cuadro siguiente ilustra la situación.

Emisiones (Mt/año)

País

1995

2020

Variación 1995-2020

China

3,36

10,67

+217%

EEUU

5,42

4,71

-13%

India

0,80

2,44

+200%

Unión Europea

4,20

2,93

-45%

Total mundial

23,45

34,81

+48%

Fuente: Our World in Data

En 2020, los tres países más contaminantes sumaron el 51,2% de las emisiones mundiales, la Unión Europea el 8,4%. En los últimos 25 años, Europa ha hecho un esfuerzo extraordinario de reducción de emisiones, dejándolas en poco más de la mitad de lo que eran en 1995 (-45%). En el mismo período, el incremento de emisiones conjunto de China e India ha sido 7 veces superior a la reducción conseguida en Europa, y la reducción en EEUU ha sido muy moderada, y se ha conseguido con mecanismos de mercado más que con obligaciones y prohibiciones onerosas. El esfuerzo de Europa servirá de muy poco en un mundo en el que los incrementos de emisiones de los países que quieren seguir mejorando la vida de sus poblaciones no se van a reducir o lo harán lo justo para cubrir el expediente.

¿Va a seguir Europa manteniendo un liderazgo climático cuando las otras grandes economías se lo toman con calma y ponen su desarrollo y crecimiento por delante de los objetivos de emisiones? Además de la deslocalización industrial ya consolidada, e irreversible en gran medida, si no en su totalidad, ¿va Europa a pagar a otros países para que sigan compitiendo en la producción de bienes manufacturados sin costes de emisiones? En otras palabras, ¿va a seguir Europa empobreciéndose por una política que sólo ella se toma en serio (unos países más que otros)? ¿Es ése el precio de la transición? ¿Se ha calculado cuál va a ser ese precio al final?

Esto, además, cuando cada día más estudios climáticos están poniendo de manifiesto los errores y la inadecuación de los modelos utilizados por el IPCC, y rebajando el valor de los forzamientos del CO2 a valores muy inferiores a los estimados hace años, en suma, demoliendo los argumentos alarmistas. Y esto, sin negar el cambio climático, sino considerando los factores físicos permanentemente ignorados por el IPCC, como la actividad solar y la importancia de la cubierta de nubes como principales factores inductores de los cambios de temperatura, mucho más que el CO2 y los otros gases de efecto invernadero (excepto el vapor de agua, cuyo papel fundamental también ha sido ignorado).

La lección de lo ocurrido es que, cuando la realidad aprieta, los objetivos ambientales quedan, necesariamente, en segundo plano. Por un momento, los gobiernos han sido realistas. ¿Lo seguirán siendo? Ni el dogma del calentamiento ni las actitudes contrarias por principio resuelven problemas, sino que los acentúan. A la vista está.

La realidad es también que la gestión de la transición energética es la otra cara de la gestión de la dependencia energética. Europa es altamente dependiente, pues no puede cubrir la demanda interna de energía primaria y tiene que importar la mayor parte de los recursos energéticos que consume. Europa es dependiente y no está sabiendo gestionar esa dependencia. Los precios de los combustibles fósiles son aquí mucho más altos que en las otras dos potencias que sí son independientes, EEUU y Rusia. La brecha competitiva con esas naciones y con el resto del mundo no hace más que crecer.

Cuando se plantea la famosa tríada de objetivos (energía abundante, asequible y verde) no se puede ignorar que es necesario un equilibrio entre los tres. La realidad nos ha enseñado que no se puede tener todo verde, barato y abundante. Habrá que ceder en alguna de las tres características. Se debe ser realista y entender que la energía abundante y verde no será barata, que la energía barata y verde no será abundante y que la energía barata y abundante no será toda verde. Ya lo hemos visto en los países que más trecho de la transición han recorrido. Es preciso plantear un nuevo equilibrio entre los objetivos ecológicos y los económicos. La realidad es que subordinar de forma total y dogmática la economía al clima es un error de consecuencias incalculables. Un error que, si no se actúa responsablemente, será extremadamente costoso. La peor parte de los costes de la transición está por llegar.

El realismo político —poner los elementos del problema en su recto lugar y relacionarlos con acierto para diseñar soluciones— es lo que ha faltado en la política climática que, hasta ahora, solo ha desindustrializado y empobrecido a los países que más han avanzado en la transición. Basta ver los casos de Alemania, Reino Unido o España. Cuidado del medio ambiente, sí; un paso adelante hacia el precipicio económico, no.

Veamos ahora si, en este contexto, hay una dosis de realismo político internacional.

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