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Santiago Navajas

Elon Musk o la resurrección del capitalismo

Musk ha provocado un terremoto en el sistema ecológico del capitalismo, transformando un acto económico en una batalla por la libertad de expresión.

Musk ha provocado un terremoto en el sistema ecológico del capitalismo, transformando un acto económico en una batalla por la libertad de expresión.
Elon Musk | Alamy

A finales de agosto de 1914, el capitalismo murió. Al menos es lo que pensaba Schumpeter. El capitalismo vinculado a la doctrina del laissez faire y el empresario como innovador aventurero; este último, la figura tras la concepción schumpeteriana del capitalismo como un proceso de "destrucción creadora". Estos empresarios disruptivos estaban desapareciendo a manos de los ejecutivos burócratas, con las empresas transformándose en una especie de soviets de tipos encorbatados dedicados a la planificación y la propaganda (publicidad). Los guerreros de la innovación acabarían siendo sustituidos, en la prospectiva pesimista y negativa de Schumpeter, por funcionarios de la gestión.

Sin embargo, los empresarios visionarios, y con ellos el capitalismo, se resisten a morir. Como los viejos rockeros. La última encarnación, y con ella la revivificación del capitalismo como un manantial de rebeldía institucional, según la imagen que nos trasladó Ayn Rand en El Manantial y La rebelión de Atlas, es Elon Musk, que con la adquisición de Twitter por cuarenta mil millones de dólares no solo ha comprado una red social, sino que ha provocado un terremoto en el sistema ecológico del capitalismo, transformando un acto económico en una batalla por la libertad de expresión dentro de la Gran Guerra Cultural en la que estamos involucrados entre las fuerzas liberales y las antiliberales (en las filas de estos últimos se encuentra la plana mayor de las empresas al estilo de Apple, Google y Facebook).

Todo empezó con la victoria de Trump y el Brexit en 2016. Entonces, la élite política y mediática de Occidente decidió que nunca más se podía dejar que la gente corriente volviese a decidir algo de semejante envergadura. Al año siguiente, el Diccionario Oxford eligió "fake news", una mezcla entre desinformación y negacionismo factual, como palabra del año. Se culpó a dichas "fake news" tanto del triunfo de Trump como del Brexit. Y se señaló a las redes sociales, sobre todo a Twitter y Facebook, por haber puesto las condiciones para unas victorias que hasta poco antes se habían dado por imposibles. El New York Times, Biblia de la progresía, anunció la misma noche electoral que la probabilidad de que Trump ganase la presidencia se reducía al 9%. Pero no es que estuviese confundiendo sus deseos con la realidad, sino que trataba de influir torticeramente a través de la manipulación de los datos en las elecciones.

En las siguientes elecciones la manipulación electoral subió de nivel e intensidad. Bajo ninguna circunstancia se podía permitir que Trump fuese elegido, lo que justificaba para los progresistas las mentiras, la censura y la desinformación. Cuando el New York Post empezó a publicar noticias sobre los asuntos turbios del hijo del candidato demócrata, Joe Biden, Twitter canceló la cuenta del periódico. A Trump lo habían insultado en los medios de izquierda como a ningún político en la historia, incluso con veladas amenazas de muerte, llegando a exhibir su cabeza guillotinada y sanguinolenta. Pero la clave residía en controlar la información que llegaba a la población. Por lo que se procedió a cerrar cuentas que ponían en solfa la verdad oficial que propagaban los medios de comunicación apegados a los poderes fácticos de la comunicación y el mismo Estado. En esto llegó Elon Musk.

La compra por Twitter por parte de Elon Musk ha sido un acontecimiento económico, un cataclismo político, un terremoto periodístico, pero también nos ilumina filosóficamente sobre la verdad y su derivada posmoderna, la posverdad. El empresario, innovador y visionario Musk compró Twitter, según confesó, llevado por su preocupación por la deriva censora que en Twitter se llevaba a cabo contra usuarios identificados como de derecha o que estaban en contra de los postulados que se pretendían hegemónicos por parte de la izquierda.

La libertad de expresión es una conquista, pero también un peligro… para aquellos que se consideran consagrados para una misión superior, dado que se creen investidos de superioridad moral. Hasta hace pocos años leer el New York Times fuera de una gran capital era un privilegio. Hoy está a un click en Internet e incluso en español. Pero la gran fuente de información ahora no es ni el gran periódico de izquierdas nortemericano ni ningún otro, sino Twitter y el resto de redes sociales, donde cualquier hijo de vecino compite en igualdad de condiciones con los más reputados y famosos analistas periodísticos. Por muchos Premios Nobel que tenga, alguien con un apodo y un avatar ficticios te puede dar un "zasca", sacarte del mapa y exponerse a la chufla y rechifla de miles de "RT" y "likes". A Twitter hay que ir llorado de casa como en ningún otro sitio.

El dogma que han puesto en cuestión las redes sociales es que los expertos sean realmente expertos. Alguien como Paul Krugman es, sin duda, un técnico respetado en su campo especializado por el que le dieron el Nobel, los patrones de comercio y la localización de la actividad económica, pero fuera de ahí sabe tanto como cualquiera y su opinión es tan respetable como la de un futbolista, un catedrático de griego y un fontanero. En la mayor de los casos, no pasa de ser un "cuñado" con ínfulas, e incluso en su campo de especialización no para de hacer el ridículo movido por sus sesgos ideológicos, como se comprobó en su fallida previsión sobre la inflación. El modelo que sostenía el ámbito de la comunicación es el de la torre científica, donde a través de un método riguroso y unos especialistas validados por pares se afianza la objetividad y la neutralidad. Pero con las redes sociales la metáfora de la torre está siendo sustituida por la de la plaza pública, en la que la información ya no proviene de arriba hacia abajo sino en horizontal.

O, lo que es lo mismo, los antaños "manufacturadores de consenso", como lo llamaba Walter Lippmann, se han visto desplazados de su poder en un régimen de verdad tecnocrático a un régimen de verdad liberal. Friedrich Hayek es el gran inspirador de innovadores visionarios como Jimmy Wales y Elon Musk para crear la Wikipedia y hacerse con Twitter respectivamente. El primero de forma explícita, el segundo, implícita.

Hayek criticó la planificación no solo en el terreno económico y político, sino también en el informativo. En su artículo El uso del conocimiento en la sociedad, defiende que la información en la sociedad está tan difuminada y desperdigada que la mejor forma de alcanzar el conocimiento no es confiando en "expertos", que si fuesen honestos admitirían con Sócrates que solo saben que no saben nada, sino a través de un mecanismo que sea capaz de organizar toda esa información casi infinita de una manera lo más rápida y eficiente posible. De este modo, la suma de información distribuida horizonalmente en paralelo siempre será más potente que la información en serie impuesta de manera jerárquica. Hayek relaciona el liberalismo con la democracia, no solo porque todo el mundo tiene derecho a la libertad de expresión, sino porque cada individuo puede agregar a la información colectiva un valor añadido que no depende de su estatus epistemológico dentro de una organización determinada, sea la academia, el colegio de periodistas o cualquier otra institución con un acceso privilegiado a la información, pero siempre de forma limitada, parcial y sesgada.

La posverdad, desde esta perspectiva hayekiana, ha existido siempre, solo que antes consistía en la propagación de mentiras "bienintencionadas" por parte de las autoridades, mientras que ahora se puede hacer proliferar las mentiras a plena luz del foco público. Antes, la posverdad era amparada por filósofos con síndrome de superioridad epistémica y moral, que justificaban, como hacía Platón en tiempos pretéritos y Leo Strauss entre nuestros contemporáneos, que la gente no puede asumir la verdad en su forma más pura, por lo que es necesario maquillarla, tamizarla o, simplemente, ahogarla entre cortinas de humo como gatitos recién nacidos en una acequia.

De todos modos, que el proyecto sea democrático no quiere decir que sea anarquista ni demagógico. Sigue habiendo editores en la Wikipedia, como hay líderes de opinión en Twitter. Pero tanto en una como en otra, finalmente las disputas no se cierran debido a la imposición de unos sobre otros sino que se cierran, o no, a través del debate y la disputa de manera transparente.

Aunque esto último no sucedía en Twitter al menos desde la victoria de Trump y el Brexit, cuando la tropa progre decidió dar un golpe de estado epistémico para reducir, sino acabar, con la resistencia ideológica a sus mantras progresistas. Paradójicamente, fueron los que más propagaron la posverdad y las "fake news", los amigos de Obama, los que pusieron ambos conceptos en el disparadero mediático para sabotear a los disidentes, cancelar a los críticos y censurar a los adversarios intelectuales.

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