El siglo XVI político español tenía dos enemigos declarados, el Papa y el rey de Francia. En el lado intelectual también había dos adversarios, Maquiavelo y Lutero. El alemán amenazaba la unidad de la Iglesia, pero el italiano ponía en jaque el fundamento de toda la civilización. Por ello no es de extrañar un libro con el barroco título de Tratado de la Religión y virtudes que debe tener El Príncipe Cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos de su tiempo enseñan.
Escribía Rivadeneyra sobre Maquiavelo:
Porque son tantos los discípulos de este impío maestro, y tantos los políticos que con nombre de cristianos persiguen a Jesucristo, que no se puede fácilmente creer ni el número que hay de ellos, ni los daños que hacen.
Sabía el jesuita que los hombres de Estado de su época —reyes y Papas, príncipes y obispos—, leían a Maquiavelo y a Juan Bodino para aumentar su poder político como los que hoy leen a Warren Buffet y George Soros como gurús financieros para maximizar su poder económico. ¿Cuáles eran las principales ideas de Maquiavelo o, al menos, cómo entendían los hombres de su época los consejos y recomendaciones del florentino? La literatura académica es larga en la discusión sobre si Maquiavelo era un virtuoso patriota que, a pesar de todo, era lúcido en su análisis de las tácticas del juego de tronos (Maurizio Viroli, Ramin Jahanbegloo) o, por el contrario, era un nihilista utilitarista a mayor gloria del poder absoluto al precio que fuese (Leo Strauss, Robert Black).
Esta última versión es la que ha triunfado en el imaginario colectivo y, sobre todo, en la recepción de los que más importan: la élite política que, bajo la influencia de Maquiavelo, tendió a eliminar de la esfera pública cualquier atisbo de escrúpulo moral por considerarlo tanto un impedimiento y un lastre, como una cursilada ingenua. Cabe defender la maldad del maquiavelismo y la integridad de Maquiavelo.
Ribadeneyra era uno de los favoritos de San Ignacio de Loyola, aunque por sus orígenes conversos le alejó del foco del poder jesuita cuando los italianos se hicieron con el control de la compañía, alejando a muchos españoles de raíz conversa. Además de sus biografías, como la de San Ignacio de Loyola o San Francisco de Borja, Ribadeneyra escribió una de las cumbres de la literatura ascética y moralista en la estela senequista, Tratado de tribulación (1589). Pero fue en 1595 cuando publicó su obra destinada a un Príncipe que quisiera luchar por el poder sin perder de vista un horizonte ético. Dedicado a Felipe II y al que sería Felipe III, defendía una Razón de Estado con un concepto de la Razón más complejo, profundo y rico que el de Maquiavelo, porque es una Razón a la vez ético-política o, dicho a su modo, en el que la religión (los principios éticos supremos) hace al Estado en lugar de la concepción positivista, materialista simplista y cínica utilitarista de que es el Estado el que hace la religión (los valores éticos supremos).
Fue Maquiavelo quien volvió a encender en Occidente la llama del nihilismo del poder por el poder que había permanecido como una tibia ascua desde que sofistas como Gorgias habían propuesto destruir los conceptos de la verdad, la objetividad y el convencer en nombre de la eficacia, la el éxito y el vencer. Los negacionistas de los valores supremos, de Gorgias a Maquiavelo, simplemente bostezan cuando alguien les dice, al estilo de Unamuno ante Millán-Astray y una jauría de franquistas, que "venceréis, pero no convenceréis". El triunfo de la técnica sin meta más allá de su crecimiento cancerígeno y la indiferencia entre la elección de la verdad o la mentira mientras que se produzcan resultados favorables al manipulador, al simulacro, al fraudulento. Porque de igual manera que la falsa moneda expulsa a la buena del mercado de las mercancías y servicios, así el mal arroja por la borda al bien y la mentira a la falsedad del mercado de los valores humanos.
Contra esta transvaloración subversiva se levantó Rivadeneyra al frente del batallón de jesuitas, que diferenciaba a los herejes, con creencias equivocadas pero al menos con una consideración sobre el bien y el mal, la verdad y la falsedad, de los que como Maquiavelo negaban la misma distinción entre dichos conceptos, poniendo la misma religión (en nuestra traslación contemporánea, los valores supremos relacionados al orden ético y los Derechos Fundamentales) al servicio del Estado.
Rivadeneyra advierte al rey cristiano (y siguiendo con nuestra traslación, al político de una democracia liberal como la nuestra) que perder el mundo a costa del orden superior de valores es perder lo más importante: la estima moral, el respeto intelectual y la densidad espiritual. Nada más maquiavélico que la respuesta de Stalin cuando le advirtieron sobre el Vaticano: "¿Con cuántas divisiones acorazadas cuenta el Papa?". Hoy, no existe ya la URSS y el Vaticano sigue sin un ejército, más allá de una cuantas lanzas de su Guardia Suiza, lo que muestra que puede valer más el Espíritu Santo que un Misil Nuclear.
Fue gracias a la corrosión espiritual que había ocasionado el maquiavelismo que pudo prosperar el luteranismo. En la propagación del nihilismo moral cayeron en ocasiones incluso los jesuitas, siguiendo la máxima de que la política hace extraños compañeros de cama y también que la persecución de la bestia suele convertir al cazador mismo en la misma bestia perseguida. Aunque hubo jesuitas que fueron víctimas de la Inquisición, siempre defensora del statu quo y, por tanto, vigilante ante cualquier innovación intelectual o práctica, poco a poco la misma institución jesuítica fue fosilizándose alrededor de un ejercicio del poder que incurría en todos los defectos que había criticado: arbitrariedad, oportunismo, autoritarismo. Lo que llevó a Rivadeneyra a recomendar pena de muerte para herejes, blasfemos y, en general, cualquier que se opusiera al poder de Dios o… el Estado. Pero esto es algo que se hará en general en su época, y de una manera mucho más cruel en la Modernidad de lo que había acontecido en la medieval época en la que todavía estaba vinculado nuestro jesuita.