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Agapito Maestre

Estado de partidos. Fracaso de los Partidos y muerte de la democracia

La fuerte estructura de los partidos, su terrible armazón y paradójica solidez, hace imposible una vida parlamentaria libre y democrática.

La fuerte estructura de los partidos, su terrible armazón y paradójica solidez, hace imposible una vida parlamentaria libre y democrática.
Francina Armengol, tras ser elegida presidenta del Congreso de los Diputados | Europa Press

Quizá el problema político más relevante de la España de Sánchez, desde el punto de vista jurídico y social, sea la paulatina y creciente desaparición de la democracia de partidos. Su lugar ha sido ocupado por el llamado Estado de partidos, vieja expresión surgida en la época de la Constitución de Weimar, que lejos de cumplir su principal promesa, a saber, restaurar y fortalecer un Estado capaz de vertebrar democráticamente la sociedad, se convierte en el detonante principal de su destrucción. El Estado de partidos en España ha devenido un completo fracaso no sólo porque ha borrado, precisamente, la idea de nación española, de España, soporte clave de la Constitución de 1978, sino porque ha dinamitado la democracia de partidos que era su principal supuesto. Es obvio que nadie en su sano juicio puede considerar democrático que el entero orden político de una nación, como es el actual caso español, pueda estar determinado por unos partidos políticos que alcanzan escasamente el 6% de los sufragios de las últimas elecciones generales.

Cualquier Estado de partidos que promueva ese tipo de fechorías, a todas luces contra la voluntad popular mayoritaria, solo puede considerarse como un fracaso. Quien quiera, pues, entender de verdad la profunda crisis por la que atraviesa el entero orden jurídico y político español, creo que debería analizar no sólo la débil concepción doctrinal del llamado Estado de partidos en España, sino levantar acta de su nefasto ejercicio político en las dos últimas décadas que se ha agudizado desde 2015 hasta aquí. La situación de deterioro de esa estructura institucional, clave para el funcionamiento del tejido político de un Estado-nación democrático, es de tal envergadura que amenaza la ruina total de España. Es inservible. El cáncer que lo corroe ha infectado también al resto de instituciones sociales que podrían haber ayudado a su detección y curación, por ejemplo, el Tribunal Constitucional.

La cosa se ha vuelto tan crítica que en los ochos últimos años dos veces nos ha llevado a repetir las elecciones generales y a punto estuvimos, en 2016, de ir a una tercera repetición. Es como si al Estado de partidos, manejado por unas élites políticas dignas de ser encarceladas por su desprecio de los resultados, es decir, por no votar al gusto de sus respectivos partidos, nos obligan de nuevo a ir a las urnas. ¡Son ladrones, sí, de la libre voluntad de los ciudadanos! Ellos transgreden permanentemente las reglas más elementales de la democracia para mantener, peor que en vilo, muertos de miedo a los ciudadanos. A la democracia. Sitúan al país entero en una lamentable inestabilidad política. Y en esa situación estamos otra vez; en efecto, si este Parlamento, recientemente constituido, no es capaz de elegir un presidente del Gobierno a finales de septiembre, y tuviéramos que volver a votar el 14 de enero, España seguiría en una crisis política que se inició en 2015 y ya nadie sabe cómo acabará.

En este dramático contexto político no se trata de pronunciarse contra el Estado de partidos, entre otras razones porque todo Estado democrático, incluso todo Estado, es un Estado de partidos, cuanto de la actual y específica forma que tiene tal tipo de Estado en España que, aunque reconocido y protegido por la Constitución, nunca se le ha considerado un elemento definitorio y último del Estado. Sin embargo, la fuerte estructura de los partidos, su terrible armazón y paradójica solidez, hace imposible una vida parlamentaria libre y democrática. O sea, como han reconocido ilustres juristas como Triepel, Koellreuter y Carl Schmitt, el Parlamento se convierte en una vulgar lonja de mercadeo y distribución de intereses egoístas entre los partidos. Y, lo que es aún más trágico, paralelamente a la entrada del Estado en un proceso de pluralización, como ha destacado Manuel García-Pelayo, la lealtad hacia el Estado y la Constitución ha sido sustituida por la lealtad hacia los partidos y organizaciones de intereses, dándose así lugar a una plurality of loyaties que pone crecientemente en riesgo la unidad estatal.

Eso es, exactamente, lo que está poniéndose en riesgo en España: la unidad estatal. Después del encuentro entre Núñez Feijóo, candidato elegido por el jefe del Estado para someterse a un proceso de investidura a la presidencia del Gobierno, y Sánchez, actual presidente en funciones del Gobierno, el asunto es meridianamente claro: el jefe del PSOE prefiere pactar antes con los separatistas que con lo partidos que tienen como principal objetivo la defensa del Estado español. Sin duda alguna, Sánchez no es el único culpable de esta tropelía, sino todo un sistema de partidos, o mejor dicho, un pluralismo de partidos totalitarios.

Manuel García-Pelayo, el grandioso jurista, convertido en un triste juguete en manos de Felipe González, cuando fue presidente del Tribunal Constitucional, nos muestra este trágico proceso de desaparición de la democracia, en un celebérrimo texto hermenéutico de la obra del jurista alemán Carl Schmitt. Mantiene García-Pelayo que la sólida organización de los partidos unida a la profundización del pluralismo, ha generado un fenómeno que hubiera sido imposible en la época de los partidos de opinión del viejo estilo liberal. Tal fenómeno es el de un pluralismo de partidos totalitarios (eine Mehrzahl totaler Parteien) que abarcan todos los aspectos vitales del hombre desde su nacimiento hasta su muerte y que proporcionan a sus seguidores la correcta concepción del mundo, la correcta configuración del Estado, el correcto sistema económico, etc., politizando con ello la totalidad de la vida del pueblo alemán, paralizando la unidad política de éste".

Por esa vía de partidos totalitarios (quizá unos más que otros), según está poniéndose de manifiesto en España, especialmente desde el año 2015 y la composición de "frentes populares", no hay manera de hacer coincidir la llamada voluntad del pueblo con la del Estado. Una y otra transcurren "por tantos canales como partidos sin que pueda haber confluencia entre ellos, pues no hay modo de entenderse cuando cada uno es una totalidad en sí mismo". En esta situación, pues, le asiste toda la razón a los que creen que es inviable no sólo la democracia representativa sino cualquier tipo de Estado: "Todas las instituciones constitucionales decaen y se desnaturalizan, todas las instituciones legales e incluso todas las interpretaciones y argumentos se instrumentalizan y devienen medios tácticos de la lucha de un partido contra otros y de todos los partidos contra el Gobierno" (Carl Schmitt).

Pues en eso estamos, en la muerte de la democracia de partidos, porque se quiere hacer depender la gobernabilidad entera de España no sólo de quienes no creen en el Estado español, sino que han dado un golpe político en su contra. Si esto llegara a consumarse, nadie podría decir que el Estado de partidos en España es una estructura de racionalidad para vertebrar conflictos sociales y resolver querellas políticas. Estaría, además, abriendo la puerta para que más de uno le entrasen ganas de entrar en el Parlamento para repetirle a sus señorías las palabras que dijera, en 1914, el Káiser alemán: "Ich kenne keine Parteien mehr, ich kenne nur Deutsche". Aplicadas a España sería algo así como esto: "Nada sé de partidos, yo solo conozco españoles".

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