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Santiago Navajas

Batalla judicial, ¿guerra civil en Israel?

El asunto es gravísimo con la izquierda tratando de ganar en las calles, los medios y las sinagogas lo que no consiguió en las urnas.

El asunto es gravísimo con la izquierda tratando de ganar en las calles, los medios y las sinagogas lo que no consiguió en las urnas.
Benjamín Netanyahu | EFE

Se suponía que agosto iba a ser un respiro en el brutal tira y afloja entre el gobierno israelí de derechas y la oposición de izquierdas sobre la reforma judicial. Pero me encuentro con el periódico israelí Haaretz, el equivalente de El País, con una foto en la que se acusa de criminales y golpistas tanto al primer ministro Benjamin Netanyahu como al ministro de Justicia y a otros responsables en la derecha de la reforma constitucional. El asunto es gravísimo con la izquierda tratando de ganar en las calles, los medios y las sinagogas lo que no consiguió en las urnas.

El 40% de los israelíes temen que su país se encamine hacia una guerra civil. El Estado israelí se enfrenta a su mayor dilema desde su fundación, desde Ben-Gurión (veremos que la referencia al primer ministro no es baladí), después de que el Parlamento (Knéset) aprobara una ley que cambia la estructura del poder judicial. Sería paradójico que lo que no han conseguido sus enemigos antisemitas, la destrucción del Estado de Israel, lo provoquen los propios israelíes, divididos como nunca por la reforma del Tribunal Supremo que está realizando el conservador Netanyahu, junto a sus aliados de partidos religiosos judíos, y que ha hecho que durante seis meses se hayan producido manifestaciones y protestas masivas. Netanyahu, sin embargo, ha terminado aprobando la ley. ¿Quién tiene razón, los partidarios del gobierno o sus detractores? Como casi siempre en estos casos, nadie tiene toda la razón. Veámoslo.

Escuché a uno de los gurús que proliferan anunciando el apocalipsis mundial, el historiador israelí Harari, criticar esta reforma judicial de Netanyahu. Según Harari, el primer ministro está dando un golpe de Estado de facto tratando de tener un poder absoluto, jibarizando a los jueces el Tribunal Supremo para que no haya un control judicial de las decisiones del ejecutivo. Lo que en un país centralizado y con una sola cámara legislativa hace que se desequilibre el campo de juego en favor del gobierno.

Lo que plantea Harari respecto al futuro de Israel es tan falso como delirantes sus libros sobre el destino de la humanidad. En este caso, invita a plantearse por qué a la hora de criticar una decisión como la de Netanyahu hace falta mentir y exagerar para ganarse el favor de la opinión pública israelí, así como el beneplácito de la opinión publicada internacional, siempre deseosa de criticar a Israel, todavía más si está gobernada por los conservadores.

En primer lugar, hay que aclarar que la democracia israelí es ejemplar desde el punto del Estado de Derecho, teniendo en cuenta que es un país en permanente emergencia por la amenaza de terroristas y Estados islamistas. Cualquier otro país en su situación de eterna emergencia estaría en un permanente estado de excepción. Además, esta situación de mejora de la calidad democrática ha ido creciendo precisamente bajo el mandato de los conservadores, de un 7,28 a un 7,93 (casi democracia plena, que se consigue con un 8) en 2022. Italia tenía ese año un 7,69 y Bélgica, un 7,64, siendo países rodeados de democracias plenas, al revés que Israel, rodeado de Egipto (2,93), Irán (1,96), Iraq (3,13), Jordania (3,17) o el Líbano (3,64).

En segundo lugar, hay que aclarar que la situación constitucional de Israel es ciertamente peculiar, pero no diferente a países como, por ejemplo, Reino Unido. En ambos casos no hay una Constitución. Por lo que respecta a Israel, se suponía que era una situación de temporalidad, pero se ha ido prolongando en el tiempo, funcionando con las Leyes Básicas del Estado que no son propiamente un texto constitucional. El Tribunal Supremo se ajustaba a dichas Leyes Básicas, pero a mediados de los años 90 comenzó a extralimitarse en sus funciones aplicando una denominada "cláusula de razonabilidad" por la que fiscalizaba la actuación del legislativo como si fuera una cámara política superior. De esta forma, se cambió la naturaleza del Tribunal Constitucional, que está para garantizar la primacía de la Constitución, no para actuar como un órgano de naturaleza ejecutiva.

Lo más adecuado sería haber encauzado la situación aprobando una Constitución y dejando clara en ellas las funciones y competencias del Tribunal Supremo. La ley que han pasado los conservadores consiste en situar a dicho Tribunal donde le corresponde, que no es convertirse en una oposición al gobierno del país. Imagínense lo que pasaría en España si el Tribunal Constitucional presidido por alguien tan sectario como Conde-Pumpido y con un exministro socialista entre sus miembros pudiese declarar inconstitucionales leyes emanadas del Parlamento simplemente guiado por lo que Conde-Pumpido y el exministro socialista entienden como "razonable". El presidente de Israel, Herzog, ha intervenido prudentemente sugiriendo a Netanyahu que no retire la ley si no quiere, pero que dé más poder al Parlamento respecto al Ejecutivo. Netanyahu, ante las protestas masivas (aunque exquisitamente pacíficas, podrían tomar nota en París, Los Ángeles y, ay, Barcelona) y la sutil recomendación de Herzog, como si oye llover.

A todo esto, la izquierda aprovecha el caos jurídico en relación con la abolición de la norma de lo "razonable", para cargar contra otras disposiciones de los conservadores, como eliminar la ideología de género en el equivalente del Instituto de la Mujer, e introducir la eximente a los ultraortodoxos judíos del servicio militar obligatorio (¿cómo se diferencia a un "haredim" de uno que no es, por los bucles?), algo mucho más peliagudo dada la necesidad de Israel de una Fuerza militar numerosa, bien entrenada y patriótica.

Volvamos a la cuestión de la no Constitución en Israel porque ahí está la clave del desaguisado actual. Todo viene de una contradicción en la misma fundación del Estado de Israel. El primer primer ministro de Israel fue David Ben-Gurion, entre 1948 y 1953 (y el tercero, entre el 55 y el 63). Además, fue ministro de Defensa en esos períodos también. Puede ser considerado el padre del Israel moderno. Para lo bueno y lo malo. Sionista, laico y socialista, como la mayor parte de los primeros fundadores, Ben-Gurion no creía necesaria una Constitución. Populista y no constitucionalista, no le cabía en la cabeza el principio liberal de que la ley ha de estar por encima del pueblo. Sencillamente, no entendía que lo dictaminado por un consejo de expertos pudiese oponerse y anular lo decidido por el pueblo y sus representantes (o sea, en dicho momento fundacional, él). Y es que el Estado de Israel era en sus orígenes planteado como una utopía socialista, con los kibutz (granjas colectivas y comunitarias en las que la propiedad privada era vista como un atavismo burgués a eliminar, junto a la familia y otros vicios de clase) como símbolos de la construcción del nuevo Estado israelí. Ben-Gurión era impresionantemente culto, por aquel entonces no una rareza entre los líderes más destacados, pero ello no fue óbice para que cayera en una falacia pueril al afirmar que "Igual que estoy en contra de los privilegios especiales en política, también estoy en contra de las leyes privilegiadas". Lo que le venía muy bien al dominio absoluto de su partido, el laborista, en aquellas circunstancias excepcionales. No le gustaban a Ben-Gurión los privilegios, sobre todo cuando eran privilegios que limitaban su propio privilegio de Moisés que sí llegó a la Tierra Prometida. No imaginaba el líder carismático de entonces que las tornas políticas podían cambiar al cambio de las décadas. Se sorprendería, tan laico como socialista, de ver ahora a los partidos religiosos judíos en alianza con la derecha dominando Israel. Ben-Gurion fue testigo de cómo el Tribunal Supremo norteamericano se oponía a la legislación social de la izquierda, y se temió que algo así pudiese suceder en su país en contra del laborismo que él identificaba como la política "kosher" por antonomasia.

En los 90, sin embargo, el Tribunal Supremo consiguió unas prerrogativas sobre el Parlamento israelí. Ahora bien, sin una Constitución, el Tribunal Supremo se guio por criterios convencionales demasiado ligados al paradigma de la izquierda, convirtiéndose en tiempos de debilitamiento de los partidos de izquierda en la oposición más dura de los gobiernos de derecha. Lo que ha llevado a Netanyahu a resucitar la doctrina Ben-Gurión relativa a la supremacía del pueblo (o sea, él) sobre la ley (sin una Constitución, lo que dice el Tribunal Supremo que es la ley).

A todo esto, tiene gracia que Joe Biden, que ha puesto en solfa al Tribunal Supremo de Estados Unidos por decretar inconstitucionales cuestiones que agradan a los izquierdistas y ha desatado una persecución política de los fiscales gubernamentales contra Donald Trump, haya criticado la ley israelí para anular el criterio de razonabilidad que usaba el Supremo israelí a mayor gloria de los postulados izquierdistas. Es interesante que los demócratas, que están como buitres esperando el fallecimiento inmediato de algún juez "republicano" en el Supremo, no vaya a ser que Trump vuelva al poder, se pongan a dar lecciones sobre separación de poderes cuando desde Franklin D. Roosevelt han sido los que han perpetrado los más grandes asaltos a la alta institución judicial de EE. UU.

Una última cuestión: ¿se atreverá a anular el Tribunal Supremo israelí la ley contra el criterio de razonabilidad aplicando el criterio de razonabilidad? Israel debería dejarse de paradojas constitucionales, dotarse de una Constitución como Dios manda, y a quien los electores le den el derecho de legislar, el Tribunal Supremo les aplique criterios de constitucionalidad claros y rigurosos. Más Montesquieu y Tocqueville, menos Ben-Gurión y Netanyahu.

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