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Agapito Maestre

Cosmopolitismo y nacionalismo judíos (I)

Es necesario releer la tradición judía para mostrar su lado más emancipatorio para el resto de la humanidad.

Es necesario releer la tradición judía para mostrar su lado más emancipatorio para el resto de la humanidad.
La bandera de Israel proyectada en la Puerta de Brandeburgo de Berlín en solidaridad por el atentado en Jerusalén. | Cordon Press

I. El Pueblo de Yahvé.

Mientras que el término cosmopolitismo es asociado a una cualidad del hombre cosmopolita, es decir, de la persona que ha vivido en muchos países y disfrutado de costumbres e ideas muy variadas, el vocablo nacionalismo, especialmente si pensamos en los terroristas vascos y los golpistas catalanes, nos provoca un cierto disgusto y hasta rechazo. Mientras que el cosmopolitismo se presenta afirmativamente, el nacionalismo aparece como uno de los peores horrores de la especie humana. Es una forma simple de presentar las cosas, o sea, de eludir un planteamiento más plausible y viable, desde un punto de vista racionalista, sobre la relación entre dos formas de vida extremas. Es obvio que ni el cosmopolitismo es tan bueno como se dice ni el nacionalismo tan malo como algunos lo presentan, entre otras razones, porque no conozco a nadie, salvo los apatridas y los metecos, que se defina como "ciudadano del mundo" sin haber pasado, previamente, por el reconocimiento de su origen nacional. La ciudadanía, cualquiera que sea la noción que de ella tengamos, pasa por la experiencia y el concepto de nación. La ciudadanía es, sí, nacional o no es…

Todo eso, incluido los puntos suspensivos, no significa que la nación sea la primera y última forma de identidad ciudadana. Puede haber, sin duda alguna, otras formas más complejas, e incluso más excelsas, para que un ser humano adquiera una "identidad", una manera de ser y comportarse con los otros, digamos groseramente, más racional, pero no es posible desprenderse, como algunos ingenuos creen, de la idea de Nación que surge o tiene su origen en un pasado común, en la historia, y su desarrollo en un proyecto político cotidiano de vida en común. Un ejemplo es el caso de la Unión Europea, aunque en verdad, como nos enseñara Ortega, ninguna nación de Europa en el pasado y en el presente a puede concebirse sin Europa, o mejor dicho, sin un concepto de Europa. Sea como fuere, hay un pueblo, una nación, una etnia, una civilización, la judía, que pueden enseñarnos mucho sobre nacionalismo y cosmopolitismo, es decir, sobre la vida en un territorio determinado o en la dispersión o diáspora universal.

El pueblo judío, sí, es un modelo, sin duda alguna, para hacer compatibles el nacionalismo y el cosmopolitismo. Nacionalismo y cosmopolitismo son dos modelos paradigmáticos y, naturalmente, extremos de vida que han sido ensayados por los judíos para vertebrar y organizar grupos étnicos a escala planetaria. En verdad, creo que nacionalismo y cosmopolitismo han sido inventados por los judíos. Pero, antes de entrar directamente en el asunto, deberíamos dar un pequeño rodeo, entre otras razones, porque nunca es fácil tratar, hablar y escribir sobre el "pueblo de Yhavé". Dios, sí, Yahvé, tiene un pueblo y se llama Israel. Perdóneme, querido lector, por utilizar aquí el término Israel, cuando podría haber utilizado el de judío, o el más holgado vocablo: hebreo, pero es así como en el famoso Cántico de Débora, en el libro de los Jueces del Antiguo Testamento, Dios se refiere a los hebreos, que seguramente es un término más amplio que el de judío (aunque es conveniente diferenciar entre hebreo, judío e israelí, me temo que más de una vez caeré en el mal uso de estas palabras, es decir, las utilizaré como sinónimos; no obstante, procuraré usar el término israelíes para referirme a los ciudadanos del Estado de Israel, que algunos denominan "judío", pero, entre los israelíes, unos son judíos y otros no, y entre los israelíes judíos los hay de todos los colores, ortodoxos y heterodoxos, conservadores y liberales, creyentes y agnósticos o ateos, etcétera, y también hay israelíes árabes, musulmanes, cristianos o drusos). El pueblo judío, en fin, es uno de los más heterogéneos y diversos de la historia de la humanidad, e incluso uno de los más heteróclitos desde el punto de vista lingüístico. Para hacerse cargo del asunto, o sea, de la complejidad de la civilización judía, les contaré una pequeña experiencia personal. En 2017, después de rehuir durante más de un año una petición, respondí a un cuestionario elaborado por Antonio Escudero, fallecido recientemente, sobre la civilización judía que se publicó, posteriormente, en el Diario Judío.

Hoy, casi siete años después de ese trance, vuelvo a leer las preguntas y, otra vez, me siento abrumado, desconcertado y sobrepasado por la inteligencia que contenía cada una de las preguntas del amigo Antonio Escudero. Lean y juzguen. Lean y traten de contestar. Lean, por favor, despacio las cuestiones que planteaba mi amigo.

  1. ¿Le parece contradictorio que un pueblo tan definido como el judío se haya constituido sobre unos caminos hechos al andar?
  2. Teniendo en cuenta que no hay pueblo como el judío que se haya constituido sobre las Escrituras como ley y mandato divino ¿Serían los profetas los primeros constructores de la historia –tan como la entendemos— no solo empujada desde atrás, sino reclamada desde delante, desde el futuro?
  3. Parece que el pueblo judío más que la reivindicación de un espacio, ha estado siempre buscando el tiempo, su Tiempo, su Historia. ¿Es también su parecer?
  4. No cree que la historia, en el caso de los judíos, más que una historia basada en el progreso es una historia sagrada, es una historia ucrónica de la divinidad en los hombres, de la palabra de Dios hecha escritura, una y otra vez?
  5. ¿Cómo se combina según usted la depurada individualidad judía con el sentimiento de colectividad de este pueblo?
  6. Hay una ambivalencia contradictoria entre las gentes respecto del pueblo judío. Por una parte es un pueblo respetado y temido, por otra parte hay una actitud de rechazo hacia él, que se manifiesta en expresiones populares y despectivas, por ejemplo, "perro judío", "hacer una judiada", "ser un fariseo", etcétera. ¿Qué opina de ello?
  7. Existe una penetración de lo judío en lo sagrado –incluso en el pensamiento de sus prohombres más modernos y racionalistas— como temor de Dios, como acatamiento del mandato divino, como escritura sagrada. Es curiosa, ¿no cree? Esa mezcla entre racionalismo científico y acatamiento de la divinidad".

II. Pensar el mundo judío

¿Qué decir ante ese cuestionario, en verdad, ante esa lograda reflexión montada sobre interrogantes sensatos? Nos estimula, cuando no obliga, a seguir pensando. Hemos de esforzarnos por buscar respuestas. Salvo salir por peteneras, o sea, con planteamiento cínicos, yo me dirigí personalmente al hombre que hace el ensayo de pensar el pueblo judío con interrogantes sinceros y meditados. Hablarle de tú a tú y mirándole a los ojos. Es menester responderle con verdad, es decir, tratando de ser tan auténtico como las preguntas que nos plantea. No sé si lo conseguí, pero yo procuré entrar con corazón, con carnalidad, en la cosa. No eludirla. Intenté resolver todo eso, y otras mil dudas que me surgieron ante su petición, escribiéndole una carta. No me dirigía, pues, solo al periodista, tan noble oficio como el de filósofo, sino al hombre de carne y hueso Antonio Escudero, profundamente religioso y amigo de Israel. Le escribí una carta de amigo donde le venía a decir que "me proponía una tarea muy exigente para la que, seguramente, yo no estaba preparado para iniciarla, pero, por otro lado, yo no podía rechazarla, porque sería como despreciar la aventura de pensar. Por lo tanto, aunque solo fuera por vergüenza torera, correría el riesgo de responderle el cuestionario. Le daría mi opinión sobre el mundo judío. Es un riesgo que nadie que se dedica a la filosofía, debería dejar de correr, especialmente si está educado en una tradición intelectual que durante mucho tiempo ha dejado de lado, como es mi caso, la "razón cálida" (Carlos Díaz), hebraica y de raíces profundamente religiosas, para explicar qué somos y dónde vamos.

Quien piensa, como yo, con la limitación de querer solo transmitir conceptos, a veces metáforas elementales, sencillos enunciados fácilmente comprensibles para nuestro interlocutor, que a veces es solo el otro yo que nos acompaña en nuestro pensar, tiene dificultades para entenderse con personas que están poseídas, en el mejor sentido de esta palabra, no sólo por una preocupación trascendente al mundo natural, sino que también están entregadas, comprometidas y empeñadas en pensar un programa filosófico y teológico sobre eso que yo llamo "cuestiones últimas", como Dios y la inmortalidad, y que otros, quizá con más criterio, llamarán "primeras y fundamentales". No me resulta sencillo hablar de filosofía, lo reconozco, con personas que se dedican solo a la filosofía cristiana o a la filosofía judía. Quienes tratamos de utilizar categorías sencillas, expresiones inteligibles, tenemos mil reparos para hablar y enfrentar ese extraordinario mundo sobrenatural del pueblo de Israel. Perdón por el uso del plural y diga "tenemos mil reparos", pero es una manera de esconder o proteger mis miedos a esas preguntas últimas que definen, a pesar de que todo ser humano se las haya hecho alguna vez en su vida, la tradición religiosa y, más tarde, filosófica de Jerusalén.

Pero sea por vergüenza torera, como decía antes, o por deontología profesional, le insistía yo a mi llorado Antonio Escudero, no puedo rehusar acompañarte en tu viaje filosófico; quien se dedica a este extraño saber que llamamos filosofía, a vivir de la filosofía, tiene el deber ineludible de enfrentarse alguna vez en su vida a los pensadores judíos que tratan, por un lado, de descubrir los principios que dan sentido y finalidad al curso de los acontecimientos, y que pudieran ser la fuente intelectual para orientarnos en nuestras vidas cotidianas aquí y ahora, pero, por otro lado, tratan de hacer compatibles esos principios con los designios de Dios que son, siempre en la tradición judía, justos y supremos. La cuestión fundamental que me planteas, querido Antonio, en tu meditado cuestionario, es que trate de razonar, argumentar o justificar cómo concilia un judío, alguien que es de religión judía, la vida del pueblo elegido por Dios, Israel, con la vida del resto de los mortales que han sido, por decirlo contundentemente, dejados de la manos de Dios. La voluntad y los designios de Dios tienen que convivir en armonía con los propósitos y la propia independencia de los hombres. Divinidad y terrenalidad, trascendencia e inmanencia, en fin, lo humano y lo divino se entrelazan como las cuerdas de una guitarra en la larguísima historia del pueblo judío, según derivo de tus preguntas, pero yo, en realidad, todos los entrevistados tenemos que explicar, siguiendo tus indicaciones, o sea tu reflexivo cuestionario, cómo se llevó a cabo ese entrelazamiento.

Hallo apasionante tu propuesta, el reto que lanza un hombre muy religioso, como eres tú, Antonio Escudero, Gabriel Cirene Muriel, o cómo quiera que te hagas llamar en tus múltiples y apasionantes vidas, a los entrevistados sin importarle nada que sean o no religiosos, ateos, agnósticos o, muchísimo peor, indiferentes. Nos pides ni más ni menos que nos definamos ante el debate filosofía y religión, cuando ya muchos creíamos que esa controversia estaba acabada, agotada, sencillamente, porque la había ganado la filosofía. En efecto, la religión hace tiempo que dejó de imponer a la filosofía los temas sobre los que tenía que pensar, ¿quién piensa por ejemplo a Dios?… Seamos sinceros, aunque existan intelectuales que persistan en considerar la categoría de Dios como una de las más racionales de la historia de la filosofía, el Absoluto, Dios, el jorismós, lo separado o como quiera que se llame, no es una cuestión dominante para la filosofía mundialmente hegemónica.

Sin embargo, nadie puede negar que la religión sigue estando ahí. Es un fenómeno público. ¿Cómo dar razón de él? Difícil asunto, pero reconoce, le insistía yo a mi querido Antonio, que esa es la gran cuestión que está debajo de tu brillante cuestionario: tenemos que dar razón de la tradición religiosa de los judíos. Sí, amigo, me pides, ni más ni menos, que dé razones, que haga una filosofía, de la pervivencia de una de las religiones clave que ha dirigido a una parte de la humanidad desde tiempo casi inmemoriales, el judaísmo. Te confieso que me siento incapacitado para abordar esa tarea. Salvo un inconsciente, un loco de atar, o peor, un frívolo, nadie diría que tus preguntas son sencillas de responder. Hablar de los judíos sin tentarse las ropas, como diría un castizo, es una temeridad. Al hablar del judaísmo tenemos que enfrentarnos, dicho sin ambages, a un "pequeño detalle", una dificultad añadida que no sucede con otros pueblos religiosos, a saber, el pueblo de Israel era y es, nada más y nada menos, que "el pueblo de Yahvé". Esta frase recogida en el Cántico de Debora es la mejor expresión y esencia de la nacionalidad israelita. Hablar a la ligera del pueblo de Dios es no sólo una temeridad, sino que también puede ser un suicidio intelectual. ¡Cuántas barbaridades no habremos leído y oido a propósito del pueblo de Israel en relación con otros pueblos y sistemas políticos! ¡Cuidado, pues, con el pueblo elegido, se dice pronto, por Dios!

III. Del Antiguo Testamento a la secularización mestiza del pueblo judío.

Lleno de dudas y precauciones intenté, no sé si con éxito o con un estrepitoso fracaso, responder directamente a uno de los aspectos centrales del planteamiento de mi amigo. Lo formularé casi con simpleza: ¿puede confiar un hombre concreto, por ejemplo, yo, en un judío? Mi respuesta es sencilla: sí, confío absolutamente, o sea no desconfío más de los judíos que de los cristianos. Más aún que los cristianos, y mira que estos son irenistas con otras civilizaciones y formas de pensar, creo que una de las singularidades de los judíos, o mejor, del pueblo de Israel es la conciencia que siempre tuvo de otras culturas. Pasó la época de agarrarse al Antiguo Testamento como único baluarte de la cultura de Israel. No es este grandioso texto la única seña de identidad de Israel. Diré más: hay que reconocer que este Relato, esta gran obra israelita, tuvo grandes influencias externas. Los grandes historiadores del pueblo judío del siglo XX lo han reconocido con erudición e inteligencia: la grandeza de Israel residió en que supo recoger la influencia de otras civilizaciones y culturas, es decir, se enriqueció con el contacto y recepción de la grandeza de otros pueblos. Nunca fue la historia del pueblo de Israel la de un pueblo aislado que se hubiera desarrollado encerrado en sí mismo, sino que fue el resultado de un cruce de caminos del mundo antiguo.

Fue capaz de recoger lo mejor que ese mundo antiguo había elaborado. Los israelitas tomaron de aquí y allá, recogieron lo mejor de todas partes y fueron sensibles a las grandes obras de la humanidad. Fue su gran mérito: supieron estimar, valorar y asumir la creatividad del ser humano cualquiera que fuera su origen. Mas, y esto es lo decisivo, hicieron de todo ello algo propio. Se lo apropiaron, sí, con inteligencia y sensibilidad. O sea lo transformaron. Ahí está el toque, como diría un taurino de la escuela cervantina. Por eso, hoy, un judío puede apropiarse lo mejor del catolicismo. Por eso, precisamente, un judío, como Antonio Escudero, pudo regresar perfectamente al catolicismo sin caer en contradicción… Los judíos, salvo los que se mueven por el espíritu de originalidad de la vieja defensa cerrada del Antiguo Testamento, trabajan constantemente sobre otras culturas y graban en ellas con grandeza su sello judío. El resultado está a la vista: como todos los grandes pueblos, también el judío es mestizo. El pueblo judío es tan español como los españoles son judíos. No se trata de un juego de lenguaje de un profesorcito de retórica, sino una manera de levantar acta de lo evidente, o sea, de hacer filosofía: Antonio Escudero, pacense, es judío, católico y español. ¿A qué no estarías dispuesto a renunciar, le preguntaba irónicamente yo al amigo Antonio, a ninguno de esos atributos? No, porque nadie sensato puede renunciar al sello hebreo de la cultura occidental.

Entonces ¿por qué habría de confiar menos en un judío que en un cristiano? Carece de sentido la pregunta, sencillamente, porque hebrea, sí, es nuestra cultura. Creo que tiene razón el filósofo Carlos Díaz al amonestarnos, al reconvenirnos fraternalmente, por hablar siempre de cultura y civilización occidental olvidando la aportación del pensamiento judío, cuyo concepto de razón es, dice el muy cristiano y personalista Díaz, mucho más completo que el griego. ¿Quién podría desconfiar del hombre judío si lleva inscrito en su ADN una razón más completa que la griega? Salvo los locos o los analfabetos, creo que nadie confiará menos en un judío que en otro tipo de hombre. Todos llevamos a la espalda, querámoslo o no, el hatillo judío de nuestro pasado. Aquí nadie empieza de cero. La creencia mítica de que el mundo se inicia con nosotros es faramalla de Adanes de cartón-piedra. Entonemos, pues, nuestras culpas por haber caído en alguna ocasión en ese mito. Por la parte que me toca, yo reconozco mi falta y acepto la impía objeción que más de una vez me ha repetido Carlos Díaz: no has estudiado como se merece a esa tradición grandiosa que viene de Jerusalén, "tú, que eres razón cálida, raciocordial, sentiente, raciovital, orteguiana y unamuniana, hebrea (hebrea no es judía tan sólo)", tienes que mirar con más sosiego la razón divina, el Dios racional que ha venido del más allá, a la ciudad de Jerusalén. Atenas es incompleta sin Jerusalén.

Y, precisamente, porque no le hemos dedicado la atención debida, pasamos por alto lo decisivo: Jesucristo es la representación del pléroma. Aquí está la clave para que nadie se confunda sobre la grandeza de la civilización judeo-cristiana. Julián Marías nos ha enseñado en España con filosófica paciencia, digna de mejores lectores que los malos profesores de filosofía que por aquí tanto abundan, que "el cristianismo, sobre todo en la medida en que es un condicionamiento de la situación general y significa una forma de visión de la realidad, no se puede aislar del judaísmo. El cristianismo, desde su punto de vista intrínseco, significa el cumplimiento, la plena realización del judaísmo; Cristo representa el pléroma, la plenitud de los tiempos, el cumplimiento de las profecías. El cristianismo tiene su libro religioso propio, el Nuevo Testamento, pero por supuesto parte del Antiguo, cuenta con él, nunca ha renunciado a él; el hecho de que en la práctica de la vida religiosa e incluso en gran parte de la teología se haya preterido y aun olvidado el Antiguo Testamento no quiere decir que esto sea aceptable ni pueda hacerse. Hace ya tiempo que el cristianismo está rectificando esa omisión, el dejar en sombra los antecedentes veterotestamentarios; y, por supuesto, en el judaísmo se encuentran ya elementos que condicionan la visión de la realidad y han sido un factor de transformación de la filosofía".

Y, sin embargo, el antisemitismo, la desconfianza ante el judío persiste en el mundo entero. Estamos comprobándolo en las últimas semanas ante el ataque terrorista de Hamás al Estado de Israel. Lejos de ser denunciado, hemos visto por toda Europa protestas contra Israel en que se corean cantos contra los judíos. En Berlín, sí, en la capital de Alemania se ha llegado a marcar casas de judíos con estrellas de David. En Varsovia, durante una manifestación, se vio una pancarta que mostraba un muñeco arrojando ese mismo símbolo a un cubo de basura con el lema "conservad limpio el mundo". En Londres, no sólo se han ondeado banderas de Al Qaeda, sino que se ha invocado a "los ejércitos del islam". En una manifestación en Italia se ha visto la imagen de Ana Frank llevando al cuello la "kefiyah", el pañuelo que popularizó Yaser Arafat, líder de la OLP. España tampoco se ha librado de esta oleada antisemita. En fin, se han vuelto a repetir escenas antisemitas que ya habíamos visto en nuestro continente.

En esta circunstancia trágica, la sexta pregunta de Antonio Escudero vuelve a su plena actualidad: hay una ambivalencia contradictoria entre las gentes respecto del pueblo judío. Por una parte es un pueblo respetado y temido, por otra parte hay una actitud de rechazo hacia él, que se manifiesta en expresiones populares y despectivas, por ejemplo, "perro judío", "hacer una judiada", "ser un fariseo", el pueblo de Israel ha pasado de ser perseguido a perseguidor, etcétera. A la vista de estos sucesos creo que la pregunta estaba formulada en términos muy optimistas. Sigue prevaleciendo, como en la Alemania de los años treinta, una percepción despectiva del judío. Persiste la mirada sucia o, por lo menos, ambigua sobre el judío en particular y, naturalmente, sobre el Estado de Israel.

En fin, porque la honorabilidad y decencia del pueblo judío aún siguen cuestionadas por unas sociedades que son menos abiertas y plurales de lo que presumen, es necesario releer la tradición judía para mostrar su lado más emancipatorio para el resto de la humanidad. Es en este contexto de difamación y persecución del mundo judío, donde vuelve por sus fueros los peores vicios del antisemitismo de todos los tiempos, pocas escapatorias individuales quedan para los judíos, especialmente para los judíos del Estado de Israel. Sólo queda la lucha política. Es menester reconsiderar, volver a estudiar, los pros y los contras del Estado de Israel en particular, la nación de Israel, y la de aquellos otros judíos que consideraron y siguen pensando que es preferible vivir en la diáspora cosmopolita, situación "natural", según algunos, a la que están destinados todos los grupos étnicos en un mundo libre. La compatibilidad, sí, de esos dos modelos de vida judíos es lo que trataremos en la próxima entrega.

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