Menú
Pedro de Tena

El sanchismo, enfermedad ¿terminal? del felipismo

En realidad, la mayoría de los elementos que caracterizan hoy al PSOE de Pedro Sánchez estaban ya casi todos presentes durante el felipismo.

En realidad, la mayoría de los elementos que caracterizan hoy al PSOE de Pedro Sánchez estaban ya casi todos presentes durante el felipismo.
Zapatero, Felipe González y Pedro Sánchez. | EFE

El sanchismo no es una sorpresa histórica. No es tampoco una novedad radical, ni un desarrollo genial ni siquiera una ocurrencia original. En realidad, la mayoría de los elementos que caracterizan hoy al PSOE de Pedro Sánchez estaban ya casi todos presentes durante el felipismo, esa etapa de la presencia socialista en España que va desde el Congreso de Suresnes en 1974 hasta 1996. Es lo que cabe deducir de la lectura del nuevo libro del afilado y agrio Gregorio Morán, Felipe González. El jugador de billar.

Gregorio Morán es un periodista asturiano de 76 años que podría calificarse de corrosivo, en el sentido de que herrumbra y llaga todo lo que aborda dejando la suciedad y las entrañas que disecciona al aire libre. Nada tiene de extraño que, por ello, y por sus decisiones selectivas de los datos que ofrece, es muchas veces y con intensidad odiado, no pocas veces censurado y siempre temido.

Su penúltima censura la sufrió en su periódico cardinal, La Vanguardia durante 30 años. Fue en 2017 y su "sabatina intempestiva" eliminada se llamaba Los medios del Movimiento Nacional, en este caso, catalán, en la que ponía a parir al separatismo nacionalista, de siempre odiado, hasta ahora, por el marxismo consecuente y estatal.

Morán fue militante comunista en su juventud pero lo dejó en 1976, si bien sus posiciones nunca han estado alejadas del izquierdismo original, lo que explica sus ataques contra la Transición, contra los defensores de aquella voluntad de deducir de la Dictadura una legalidad democrática y, en realidad, contra las imposturas y miserias que encuentra en los personajes que estudia. En realidad, era, tal vez siga siendo, un comunista de antes de la Constitución al que no le gustó una Transición que identificó como una traición al comunismo por parte de Santiago Carrillo y La Pasionaria, de la que llegó a decir que le sorprendió su "crueldad".

Una palabra más sobre el autor. Morán, al que le repugna la derecha, liberal o no, odia si cabe más a la izquierda banal, a la izquierda fantoche, a la izquierda insustancial, a la izquierda traidora a sus orígenes, a la izquierda mentirosa y a la izquierda desclasada que abandona a los parias de la tierra, en los que nunca ha creído aunque él no se haya dado cuenta, y se parece cada vez más a todo el "sistema" que dice despreciar.

Por ello, leerlo con cuidado crítico es una disposición higiénica inteligente. Pero, con todo, siempre aporta elementos nutritivos para el descubrimiento de la verdad. Por ejemplo, en su más que alabado libro (menos por los comunistas de la élite), Miseria y grandeza del Partido Comunista de España (luego se añadió lo de "agonia"). Tras usar los archivos del partido, descubrió luego que habían sido purgados y que muchos documentos fueron destruidos por orden de la superioridad.

En todos sus libros, aporta hechos desconocidos aunque también elude otros, que no valora o no quiere exhibir ni comparar. Aun así muchos de sus libros aportan claridades, sobre todo, en mi opinión, además del recientemente mencionado, El cura y los mandarines. Historia no oficial del bosque de los letrados. Cultura y política en España, un análisis del papel de la intelectualidad, sobre todo de la izquierda en España, del que Planeta quiso eliminar un capítulo: "Ahora tus subalternos se acojonan ante Víctor García de la Concha…", le escribió Morán a José Manuel Lara. Una relación de todos sus libros hasta el que comentamos, puede verse aquí.

Y ahora, vamos al retrato del felipismo político, que no biografía, de Felipe González. No se entiende bien lo del "jugador de billar", salvo en lo que se refiere a la afición del sevillano por el juego de la mesa, el tapete verde y las carambolas (hasta el punto que hizo instalar una mesa en La Moncloa). El juego del billar, tanto el clásico como el americano, no tiene mucho que ver con las carambolas, si se entienden por tal los golpes de suerte o el aprovechamiento de la oportunidad.

El juego del billar, en ciertos niveles, es casi una ciencia, nada que ver con el trilerismo (el trile tiene tres bolitas como el billar francés o clásico), intelectual o político o la suerte de una improvisación. Ortega, al que Morán acusó nada menos que de venderse a Franco por dinero[i], utilizó la metáfora del jugador de billar para referirse a las "bolas" nacionales europeas que no paraban de chocar entre sí pero por ceguera que les impedía ver que pertenecían a una misma civilización.

Pero Morán alude a un juego azaroso y elude las raíces históricas de la izquierda que representó el felipismo. Nada de juego: herencia necesaria y fatal de una ideología de la dominación, algo que alguien que conoció la barbarie del estalinismo debería saber. Las carambolas fortuitas, afortunadas o no, existen, pero se dan con un taco en un tapete, en una mesa y con unas reglas determinadas.

Por eso, dado que estamos dentro del tapete de la izquierda social-comunista que se ha desarrollado desde el siglo XIX y que en España tuvo su aparato máximo desde 1934 a 1939, por cierto siempre unida al separatismo vasco-catalán-gallego, creer que Pedro Sánchez no tiene raíces es un error o una mentira, como lo es pensar que el felipismo fue una sucesión de carambolas sin código genético.

Lo que el libro de Morán sobre el felipismo deja absolutamente claro es que apenas hay cosas en la trayectoria sanchista que no hayan tenido origen, cuando menos un germen o un brote, en el felipismo y asimismo en el socialismo histórico español.

Pero vamos ahora al felipismo. Cuando Felipe González responde "¿Por quién me toma?", a un periodista que le preguntaba si él se habría reunido con Puigdemont, olvidaba demasiadas "carambolas" como le recordó al punto Fernando Palmero en El Mundo y que el libro de Morán certifica.

Por empezar por alguna parte, lo más repetido sobre Pedro Sánchez es que un redomado mentiroso. Y no es que se diga sin más sino que las videotecas como YouTube y las hemerotecas están llenas de pruebas irrefutables de sus embustes y falsedades. Pero las mentiras, tal vez menos descaradas pero mentiras, ya estuvieron presentes en tiempos del felipismo desde el principio.

Cuenta Morán que las dos primeras mentiras electorales de calado fueron el referéndum de la OTAN, de entrada no, "y de salida tampoco", como se dijo, proclama con la que engatusó a toda la izquierda radical hostil a Estados Unidos y a la organización militar que comanda. Bastó una visita a la Casa Blanca con Ronald Reagan de presidente para que "Isidoro" "cambiara de opinión", que ya nos suena, y convocara el referéndum prometido para salir de ella, pero ahora para seguir en ella.

La segunda gran mentira electoral fue envuelta en la promesa de crear 800.000 puestos de trabajo que, finalmente, se convirtieron en 800.000 nuevos parados antes de las elecciones de 1986 en las que, pese a la pérdida de apoyos electorales, volvió a ganar por mayoría absoluta.

El malvado Morán hace gala de su documentación confidencial cuando escribe lo que sigue en relación con la costumbre de mentir:

Ya en la reunión del Comité Federal del partido el 2 de octubre de 1987, un año antes, Felipe González se había descolgado con una intervención que ocultaría durante mucho tiempo. En aquella ocasión se refirió a Nicolás Redondo y la UGT como Seisdedos[ii], porque el sindicato exigía una subida salarial para los funcionarios, entre otras cosas. Indignado y hablando fuerte, el presidente se negó a echar mano de estadísticas y demás embelecos: "No vamos a entrar en guerra de cifras, que son bastante falsas en su inmensa mayoría, y entre los socialistas, como lo sabemos, digamos la verdad. Ya que hemos perdido la capacidad de decírselo a la gente, digámonos la verdad por lo menos entre nosotros, porque sabemos que no es verdad ni siquiera la cifra del paro, y eso lo sabemos todos…".

Tratemos ahora del desdén por las instituciones. Felipe González no necesitó ese desdén despótico en los inicios porque las ocupó prácticamente todas tras obtener 202 escaños en las elecciones de 1982. Sencillamente, aplicaba el rodillo de la mayoría absoluta y santas pascuas. Pero en cuanto necesitó pervertir alguna de ellas, lo hizo. Por ejemplo, en el caso de la sentencia de Rumasa, cuando se forzó "de manera brutal", se ha dicho, el voto de calidad de su presidente para legalizar la expropiación-nacionalización de empresa de Ruiz Mateos considerada inconstitucional por la mayoría de sus miembros (6 a 5).

El desprecio a la separación de poderes y a la independencia del poder judicial tal y como se detallaba en la Constitución, fue mostrada de manera inmediata. El gran esperpéntico, Alfonso Guerra, anunciando la muerte de Montesquieu fue seguida por una Ley del Poder Judicial que desviaba dicha independencia hacia el poder político.

Decía la Constitución que el Consejo General del Poder Judicial "estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado".

Pues bien, en 1985 se aprobó la Ley Orgánica del Poder Judicial en que ya no en los jueces y magistrados sino que "en atención al carácter de representantes del pueblo soberano que ostentan las Cortes Generales, atribuye a éstas la selección de dichos miembros de procedencia judicial del Consejo General", con una mayoría necesaria de 3/5. El PSOE tenía 202 escaños y sólo le faltaban 8 para obtener los 3/5. O sea.

El desprecio por los adversarios de que ha hecho gala siempre Pedro Sánchez, tiene sus antecedentes durante el felipismo. Además de recordar aquello de "Aznar y Anguita son la misma mierda", que profirió González, no hay que escarbar mucho para encontrar los muchos insultos y descalificaciones vertidos contra la oposición incluso desde antes de 1982. El pérfido Morán le adjudica a Guerra, como "cocinero" del maître Felipe, todo lo que sigue:

El mismo que había calificado, jaleado por los suyos, a Adolfo Suárez —general Pavía a caballo, regentador de una whiskería, tahúr del Misisipi—, a Josep Meliá —consumidor de piensos Sanders—, a Gerardo Iglesias —borracho a partir de las seis de la tarde—, a Abril Martorell —toro que dice mu antes de hablar—, y a un largo y garrulo etcétera, el mismo pedía ahora al presidente de la Cámara, Félix Pons, uno de los suyos, que impidiera hacer lo mismo a Federico Trillo, fiel cofrade del Opus Dei y dirigente del PP, atesorador de un cinismo más potente que su fe.

¿Por qué pidió tal respeto, nunca recíproco, Alfonso Guerra? Porque estalló el caso de su hermano, Juan. Ese recato tampoco lo tiene Pedro Sánchez que, como puede comprobarse, ha dicho de Feijóo que era insolvente o ignorante, manipulador, poco patriótico, opositor frenético, desleal con la nación, mucha mala fe, soberbio, calamitoso, faltón…Y en eso, en una sola y única intervención en el Senado . Maestros tuvo, pero no su talento.

Al menosprecio por los adversarios, a los que el socialismo patrio siempre ha opuesto una indemostrada superioridad moral, hay que unir el desaire, cuando no la desconsideración, con los compañeros de partido no del todo afines. Tómese nota de los comportamientos de González con Tierno Galván, Pablo Castellano, Nicolás Redondo, Enrique Múgica y el propio Alfonso Guerra, cuando le llegó su hora, aunque en estos días parezcan haber hecho las paces. Tienen un interés común en diferenciarse de Sánchez para no aparecer como los inspiradores de su gobierno "Frankenstein" y sus consecuencias históricas.

Una de las cosas que cuenta Morán en el libro que nos ocupa es la consideración desdeñosa que Felipe González daba a su antecesor al frente del PSOE histórico, Rodolfo Llopis.

Si había alguna mochila que portara, algún reducto del pasado, en Suresnes había quedado abandonada. El viejo partido que dirigía un modesto profesor de escuela —masón por más señas, como si con eso quisiera emular un pasado radical y republicano— se mostraba como una caricatura del PSOE de los años treinta. Rodolfo Llopis representaba aquello que quedaba del naufragio del socialismo tras la Guerra Civil.

Las escabechinas de Pedro Sánchez han tenido de todo, algunas vistosidad, como las de Susana Díaz (a la que no ha logrado matar del todo), aunque sí a sus ayudantes andaluces a los que ha laminado, Carmen Calvo, Iván Redondo, Tomás Gómez, Nicolás Redondo y Joaquín Leguina, entre tantos y tantos. Otras no tanta publicidad, como las de Ábalos, Miguel Ángel Oliver, Juanma Serrano, Susana Sumelzo, Maritcha Ruiz y tantos otros como el ministro de Justicia, Juan Carlos Campos, al que se hizo responsable, fíjense qué cosa, de los indultos del "procés". Temblando estarán los inductores de la amnistía por si el viento cambia.

De la falta de escrúpulos, apenas se medita un poco, surgen antecedentes por todas partes. El más relevante de González por su gravedad fue el de ser la X de los GAL, según su enemigo mortal Baltasar Garzón hasta que lo aupó al gobierno. Los crímenes de Estado, aunque existen y todo el mundo lo sabe, son oficialmente execrables. Cuando ETA mataba a centenares de personas al año y comenzó a matar a socialistas, la tentación fue servida y nadie duda de que González tuvo que consentir para que la operación se pusiera en marcha.

Lo cuenta así, a toro pasado, Gregorio Morán: "El juicio por el secuestro de Segundo Marey en junio de 1998, con Felipe González fuera de la Moncloa, echaría luz y mucha basura sobre la cúpula institucional del PSOE en el poder, por más que hubieran pasado quince años de los hechos. Pero en 1988 lo evidente era que el PP acababa de recibir un regalo inesperado: el crimen de Estado programado por sus adversarios". Al menos, y de eso calla Morán, el crimen fue causado por combatir a ETA.

Pocos recuerdan que Felipe González pudo gobernar con mayoría absoluta en 1989 porque Herri Batasuna no asistía al Parlamento. Por ello tuvieron que recurrir a un diputado canario, que puso su escaño a disposición del felipismo no sabemos a cambio de qué ni de cuánto. De lo contrario, los batasunos hubieran condicionado el Pleno del Congreso. Poco después, Felipe González gobernaría desde 1993 con los apoyos del xenófobo y ratero Pujol, cosa que ya sabía el entonces dirigente socialista.

Escribe Morán: "Sin embargo, se entiende perfectamente con Jordi Pujol, aún incólume de todo lo que se asemeje a denunciarlo porque controla su territorio como un viejo sátrapa. Si lo sabría él, que había guardado en su cajón el informe sobre la quiebra de Banca Catalana, que ya se debían haber comido los ratones del archivo; porque nunca se llegó a ver, ni a citar siquiera. Cuando Felipe se ve acogotado, echa mano de Pujol. Le manda a (Narcís) Serra, su vicepresidente, a que consolide su entente con la Generalitat, y luego llama al President para confirmar las promesas, nunca conocidas, de su emisario".

¿Cabe alguna extrañeza ante la disposición de pactar con quien sea de que ha hecho gala Pedro Sánchez, de ceder lo que sea y de incumplir lo que haga falta, con tal de seguir en el gobierno? Eso sí, el respeto que González otorgaba a la mayoría electoral –la que tuvo Aznar fue bien exigua de 291.000 votos en 1996—, no ha sido aprendida por el sanchismo que, habiendo perdido las elecciones del 23 de julio ante el PP con una diferencia mayor, 331.000 votos, se ha negado a que gobierne el vencedor.

Lo mismo puede decirse de otros antecedentes como el de las colocaciones a manos llenas en la Administración del Estado. "Ya había más de 500.000 nuevos funcionarios incrustados en las instituciones más variopintas del Estado —contabilizados entre 1982 y 1994—", dice Morán. No digamos nada del enchufismo socialista andaluz, que se ha tragado, por cierto, el PP de Juanma Moreno. Tampoco nos refiramos a la corrupción, cuyo cénit se alcanzó con los últimos gobiernos de González. Ni a otras muchas desviaciones democráticas.

En otra cosa no se encuentran precedentes felipistas en el comportamiento de Sánchez: en su trato preferente con los comunistas. De hecho en 1993, los 17 escaños obtenidos por Julio Anguita hubieran bastado para completar una mayoría suficiente con los 159 logrados por el PSOE. Pero Felipe González prefirió al nacional-separatismo corrupto de Pujol.

De todos modos, leyendo el libro de Gregorio Morán uno puede percibir cómo la línea que va de González a Sánchez es continua, con escasas variaciones. Incluso si se quiere rizar el rizo, cabe decir que los responsables de que esta etapa desastrosa para España que anticipara José Luis Rodríguez Zapatero, no fueron otros que el insuperable histrión Alfonso Guerra y su ahora amigo Felipe González. Tomen nota de Morán:

Tal y como estaba el patio, con una derecha ensoberbecida que no desaprovechaba ocasión para zaherirlo, vio (Felipe González) con buenos ojos la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero, un chico de León con ojos desorbitados. Sin darle apoyo expreso, no hizo nada para evitar el desaire a José Bono —alumno ferviente del Viejo Profesor, Tierno Galván—, cuyas maneras abaciales le provocaban arcadas. Alfonso Guerra, con el que no trataba ni poco ni mucho, preparó una celada para desbancarlo de la secretaría general que Bono ya tenía apalabrada y volcó el puñado de votos que el siempre conspirativo exvicepresidente había designado para la humilde Matilde Fernández. Como en los juegos de manos, se los pasó a Zapatero, dejando a la sindicalista perpleja y abandonada. Venció la joven alternativa gracias a nueve votos que regalaron las huestes de Guerra a Zapatero, "el Maquiavelo de León", según tituló su primer biógrafo, José García Abad

O sea, que sí, que de aquellos polvos felipistas han venido estos lodos sanchistas, si bien, seamos ecuánimes, no tienen que ver del todo con esta ciénaga nacional en que se ha convertido el PSOE de Pedro Sánchez. Hasta ahí no llegó el viejo dúo sevillano, pero sus actos dejaron huella.

La pregunta es si este sanchismo de la rendistencia, de rendición, que no de la resistencia, será la enfermedad terminal del felipismo o si lo será, en realidad, de todo el socialismo en España. Lo que parece seguro es que, tras esta dolencia extrema, nada en el socialismo volverá a ser igual ni España como nación lo volverá a ver con los mismos ojos. El cuento del cambio ha terminado produciéndose el cambio del cuento. Ya veremos qué final nos depara.


[i] Ver Agapito Maestre, Ortega y Gasset, el gran maestro, capítulo 3, "Ortega difamado", donde alude al libro de Moran El maestro en el erial en el que escribe: "Ni él (Ortega) consideraba oportuna su incorporación a la cátedra, ni había nadie autorizado que le propusiera hacerlo. Cobraba y callaba; una situación de disponibilidad que el tiempo convertiría en definitiva hasta la jubilación de 1953….Ahora bien, la sociedad, incluso el sistema, no le parecían tan rechazables e impermeables…"

[ii] No se sabe por qué lo apodó de ese modo. Si por su afán de meter demasiados dedos en el dinero de las arcas del Estado, si por aludir a los radicales libertarios de Casas Viejas (1933) una de cuyas víctimas se apellidaba así por el número de sus dedos o si por otra causa.

Temas

0
comentarios