Se nos dice repetidamente que cuando las mujeres lleguen al poder y gobiernen, el mundo será un lugar mucho mejor. Si además dicha mujer es negra, miel sobre hojuelas. Habrá un arcoíris permanentemente, toda la energía será renovable, los leones se convertirán al veganismo y el público verá con igual fervor la Champions masculina y femenina. Sin embargo, últimamente esa creencia en la supremacía antropológica femenina ha quedado seriamente puesta en cuestión. No me refiero a las habituales sectarias, incompetentes y ultras feministas del gobierno del macho alfa Sánchez, sino que en esta ocasión las protagonistas negativas han sido las presidentas de las muy (hasta ahora) prestigiosas universidades de Harvard, Penn y el MIT. Todas ellas se negaron a comprometerse contra incitaciones al exterminio de los judíos en el seno de sus universidades, en un contexto en el que los ataques antisemitas se están incrementando en todo Occidente por parte de la pinza entre la izquierda y el islamismo. Todas ellas han echado mano de la libertad de expresión para amparar la judefobia, lo que sería aceptable si anteriormente no hubiesen aplicado la censura y el acoso contra aquellos que hubiesen cuestionado sus dogmas del activismo político, además de sobreproteger a determinados grupos étnicos, religiosos y de orientación sexual, dejando expuestos a otros.
El Olimpo, de capa caída
Harvard pertenece al Olimpo de las universidades junto a Oxford, Cambridge y el MIT. Solo siete mil estudiantes pueden vivir y estudiar en su campus pagando una matrícula anual de unos 60.000 dólares. Chicos con suerte y con dinero. Es cierto que muchos de ellos se endeudan, pero en gran parte es una inversión, no un gasto. Conseguir un título de Harvard es como ganar un cheque en blanco. Al menos, hasta ahora. Porque la genuina búsqueda de la verdad que las caracterizaba en tanto que instituciones educativas ha sido sustituida por una agenda partidista y sectaria escorada a la ultraizquierda.
Su gran prestigio venía por la excelencia académica. Estudiar en dichas grandes universidades suponía estar en contacto con los mejores profesores y los investigadores más avanzados. Entre ellas compiten por contratar Premios Nobel y futuros Premios Nobel como el Real Madrid y el Manchester City pujan por Haaland o Bellingham. El grado de exigencia era máximo, acorde con el coste de sus matrículas pero también con la promesa de éxito profesional, ingresos astronómicos y sabiduría existencial. Para ello, naturalmente, se garantizaba un entorno ideológico abonado a los valores liberales con los que von Humboldt diseñó la enseñanza superior moderna: libertad de expresión, pensamiento intempestivo y guerra a los clichés y el statu quo intelectual. En palabras del humanista liberal alemán:
Es obvio que las personas no pueden ser buenos artesanos, comerciantes, soldados o empresarios a menos que, independientemente de su ocupación, sean seres humanos y ciudadanos buenos, íntegros y —según su condición— bien informados.
Wilhelm von Humboldt frente a Judith Butler
Frente al modelo humboldtiano, holista y humanista, el actual modelo de Harvard es particularista y multiculturalista. Ya no hay una esfera común y solidaria de seres humanos y ciudadanos unidos por una naturaleza común, sino tribus de negros o blancos, heteros o gays, imperialistas o decolonizados, genocidas o nativos americanos… diferenciados y enfrentados por categorías que los separan en burbujas inconmensurables, en juegos de suma cero entre verdugos y víctimas, explotadores y explotados, según criterios a priori que únicamente benefician a los caraduras fraudulentos que enmascaran su incompetencia bajo la máscara de una opresión que nunca sufrieron, convirtiéndose así en parásitos de la memoria del sufrimiento auténtico de sus ancestros.
La presidenta de Harvard, Claudine Gay, curriculum escaso, en gran parte plagiado, pero diversa racialmente con un color políticamente correcto, no es nadie ni académica ni profesionalmente para ocupar un cargo como el que detenta, pero sí tiene el perfil ideal para convertirse en la Gran Sacerdotisa del Culto Sectario Progre. Este Culto consiste en que negros de clase media y clase alta como ella se aprovechen del sufrimiento de las clases bajas, sean negros o blancos o azules, para trepar en la escala social a través de privilegios burocráticos que no les corresponden en justicia. Negros honestos, además de brillantes intelectualmente, como Thomas Sowell, han denunciado que el sistema de racismo inverso de los departamentos DEI (diversidad, equidad e igualdad) únicamente sirven para contaminar a los negros con el estigma de las cuotas y, lo que es peor, para que trepas como Claudine Gay se sientan con el derecho de imponerles ideas y conductas. Cuando un negro se sale del rebaño oscuro de la Teoría Racial Crítica es castigado por las Big Sisters orwellianas al estilo de Gay y su esencialismo racial, tan querido a negros como Louis Abdul Farrakhan y blancos como David Duke.
Claudine Gay, en definitiva, es la encarnación paradigmática de este simulacro. Sin curriculum suficiente para dirigir ni una hamburguesería, por no mencionar los plagios en su estrecho bagaje de artículos perfectamente banales, ha sido ampliamente respaldada por la cúpula de Harvard y más de doscientos profesores de la entidad. Al calor del rebaño del gremialismo hay que sumar un código moral más propio de la Mafia. Hay que recordar que hace ahora veinte años tuvo que dimitir de ese mismo puesto Lawrence Summers, uno de los economistas con una trayectoria académica y política más impresionante del mundo, porque planteó que podría haber diferencias genéticas entre hombres y mujeres a la hora de explicar algunas diferencias sociales entre sexos.
Pero mencionar la biología en la academia anglosajona es como reivindicar a Satanás en el Vaticano. Científicos como Edward O. Wilson y Charles Murray han tenido que soportar la violencia física y el acoso académicos por parte de integrantes de la extrema izquierda activista disfrazada de respetabilidad científica. El paleontólogo Stephen Jay Gould y el genetista Richard Lewontin se llevan la palma a la hora de reproducir en los campus norteamericanos los modos del matonismo de la Guardia Roja de Mao en China y Lyssenko en la URSS. Recientemente, el biólogo Richard Dawkins y la novelista J. K. Rowling han enfrentado las iras censoras de la inqueersición por defender que el sexo no es un espectro sino binario.
Harvard contra la libertad de expresión
Hoy día tener un diploma por Harvard está contaminado por la sospecha de que su obtención no tiene nada que ver con méritos personales sino con la adscripción a un sexo, una raza o una ideología radical. Para muestra de la degradación institucional de Harvard, un botón, ¡pero qué botón!: la Foundation for Individual Rights and Expression (FIRE) la ha colocado la última, ¡la última!, en su clasificación sobre libertad de expresión en los campus norteamericanos. De 0 a 100, la Universidad de Harvard promedió ¡-10,69!
DEI, o la inquisición posmoderna
¿Qué pasa entonces en Harvard? Todo coincide, aunque es cualquier cosa menos coincidencia, con que su presidenta tenga un curriculum manifiestamente insuficiente para el cargo, pero que sí posea los tres atributos esenciales para la agenda del progresismo posmoderno: es mujer, negra y lleva gafas de intelectual (según lo que piensan en la revista Vogue que es un intelectual). Mientras dicha presidenta apenas tiene artículos académicos, y los que tiene no cumplen los requisitos contra el plagio de la propia institución, varios profesores han sido sancionados o despedidos por cuestionar dogmas progresistas. ¿Qué es más importante para una universidad de prestigio, guiarse por los principios de excelencia, mérito e innovación que dejó establecidos el blanco, heterosexual y liberal Wilhelm von Humboldt, o los que consagra —segregación por raza, orientación/identidad sexual y victimismo— la izquierda liderada por Judith Butler (mujer, lesbiana, "progre")? La duda ofende. Y nada más peligroso en una universidad norteamericana dominada por el departamento impostado DEI que ofender a los que han convertido la victimología y el narcisismo de la diferencia presuntamente oprimida en un pasaporte hacia obtener una plaza y un título improbables por sus capacidades exclusivamente intelectuales.
Son dos las estrategias que usa la izquierda para acabar con la libertad de expresión académica. Por un lado, evitar que exista comodidad a la hora de expresar ideas que se salgan del marco de lo políticamente correcto. Por otro, el uso de la violencia verbal y física contra aquellos académicos que expresen ideas controvertidas respeto a los dogmas progresistas. Para ello emplean a alumnos que ejercen de matones y de chivatos, interrumpiendo conferencias y manipulando lo dicho por profesores en clase (véase la película TAR, de Todd Haynes, en la que una directora de orquesta, interpretada por Cate Blanchett, cae bajo el rodillo de una manada de estudiantes "progres").
El caso más sangrante fue el Roland Fryer, un economista negro y el más joven profesor en la historia de Harvard, pero que fue perseguido y acosado por haber hecho una investigación según la cual, y contra el dogma establecido, los negros no tienen una probabilidad mayor que los blancos de ser acosados por la policía. Un hecho así destruía la pretensión de que existe un racismo sistémico en las instituciones policiales norteamericanas, lo que llevó a defender a los delincuentes como si fueran víctimas y a demonizar a todos los policías y a las fuerzas del orden. Aunque la causa oficial de su degradación fue una denuncia de acoso sexual, nuevas pruebas establecen que realmente fue el objeto de una caza de brujas al mejor estilo del macartismo, esta vez con el sello indeleble de superioridad moral de la izquierda académica.
Algunos profesores de Harvard, como Steven Pinker, de Psicología, y Janet Halley, de Derecho, tratan de revertir la situación. Halley defiende que:
Estamos en un momento de crisis en este momento. Muchas, muchas personas están siendo amenazadas con sanciones y procesos disciplinarios por su ejercicio de la libertad de expresión y la libertad académica.
Pero estos profesores son renuentes a señalar la fuente del problema: la justificación que ha realizado tradicionalmente la izquierda académica para emplear la violencia física, la intimidación y el acoso contra aquellos que tienen ideas distintas a las suyas. Su manifestación palmaria más evidente en el caso español fue Pablo Iglesias y su secta académica de la Complutense cuando impidió por la fuerza una conferencia de Rosa Díaz. Los mismos que tienen la Facultad de Ciencias Políticas convertida en un basurero de grafitis insultantes y amenazantes. Pero algo empezó a quebrarse hace lustros cuando la izquierda académica se contagió de la idea de Gramsci, Adorno y Foucault de convertir los centros del pensamiento en sectas adoctrinadoras. Pero su raíz está en el ataque irracionalista de la Escuela de Fráncfort contra la Modernidad y la Ilustración, lo que llevó a uno de sus más aplaudidos representantes, Herbert Marcuse, a justificar la intolerancia contra todos los que no se sometiesen al molde marxista-freudiano. Lo llamaba, en un alarde de dialéctica sofística, "tolerancia represiva".
Recientemente, el Tribunal Supremo dictaminó que Harvard, junto a otras universidades que han subordinado la búsqueda de la verdad objetiva y el conocimiento imparcial, había discriminado a miles de estudiantes asiáticos durante años con sus políticas de privilegiar a las "personas del color apropiado" (negros y "latinos") respecto a las personas del color inapropiado (blancos, incluidos judíos, y asiáticos). La respuesta de la presidenta Gay fue pasarse lo dictaminado por su Tribunal Supremo norteamericano por el mismo lugar que Puigdemont se pasaba lo que le ordenaba el Tribunal Constitucional español. En su caso, usando el comodín de la diversidad racial para meter de matute en Harvard la discriminación racistamente correcta: más negros y más "latinos", menos judíos y menos asiáticos, aunque estos últimos tengan mejores calificaciones objetivas y aquellos únicamente puedan aducir indemostrables experiencias subjetivas.
Antisemitismo
Harvard ya no es segura para los judíos. Como ha denunciado el rabino de Harvard, por la noche deben guardar la Menorá, el candelabro sagrado del judaísmo, porque hay riesgo de que lo vandalicen, como ya ha sucedido en el Lago Merritt, sin que la presidenta sea capaz de garantizar su seguridad. Que es una forma de reconocer que es incapaz de garantizar la integridad física e intelectual de los judíos que vayan a Harvard ante el incremento de los antisemitas y la desfachatez de sus proclamas judeofóbicas con la excusa antisionista.
Érase una vez una universidad que era considerada la mejor del mundo. Entonces, fue colonizada por la tribu de la mediocridad con perspectiva de género, de la discriminación con vistas a la raza, del odio basado en buenos sentimientos, de la estupidez autodenominada "progresismo". Harvard, que comenzó siendo un seminario, ha vuelto a ser un seminario teológico pero en la peor posible, una madrasa de adoctrinamiento y persecución ideológica. La esperanza es que en el sistema de competencia de los Estados Unidos es probable que las universidades que mantienen la llama humboldtiana, como Chicago, atraigan a los mejores alumnos, con independencia de su raza y religión, por lo que se impondrá la mano invisible de la competencia. Es decir, de la mano que no es ni negra ni blanca ni azul, solo justa y eficiente.