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Santiago Navajas

Llamadle terrorista: terrorista Ternera

Lo más revelador de la entrevista es sobre lo que ambos pasan de puntillas: la fundamentación ideológica desde el socialismo de la violencia armada.

Lo más revelador de la entrevista es sobre lo que ambos pasan de puntillas: la fundamentación ideológica desde el socialismo de la violencia armada.
Fotograma de la entrevista de Évole a Josu Ternera. | Europa Press

He leído a algunos comentaristas de la entrevista de Jordi Évole al etarra Josu Ternera que los que criticamos su emisión en el Festival de San Sebastián somos una jauría (Antonio Lucas en El Mundo) que debemos disculparnos ante el presentador catalán (Alberto Olmos en El Confidencial). Lucas confunde la censura con la defensa de la dignidad de la esfera pública: que yo sepa nadie pidió la prohibición del documental, sino que no se usase un atril público como el Festival de San Sebastián para su legitimación. En cuanto a pedir perdón a Évole como dice Olmos, veremos si en realidad nos equivocamos al plantear que con su historial no era el comunicador catalán el más indicado para entrevistar al terrorista etarra.

Fotografiados por Paco Amate, tanto Évole como el terrorista aparecen en una penumbra favorecedora. Los insertos de planos bucólicos a través de ventanas bañadas por la luz del ocaso ayudan a provocar una sensación de intimidad. Esta romantización del marco televisivo ya la realizaba Évole en su encuentro con Otegi, entre prados verdes y caseríos que huelen a chimenea antigua. A pesar de que la marca de la casa de Évole es su tono fiscalizador, entre sarcástico y chulo, en la estela de su personaje del Follonero, aquí ha desaparecido totalmente. Tras Macarena Olona, Évole mandó barrer el estudio. Tras Josu Ternera un cartel nos informa de que ETA es la única banda terrorista en la historia que ha cumplido su aviso de que no volvería a matar. Todavía no está claro si debemos pedirle perdón, pero Ternera y compañía sí que deberían darle las gracias por el cumplido.

No solo está Évole con el freno de mano echado, sino que en ocasiones parece estar intimidado, incluso asustado, ante Ternera, que domina los tiempos de la entrevista absolutamente. No me extraña que Évole se muestre acojonado. Ternera nunca reconocerá que hizo el mal aislado por un muro de clichés que le protege de reconocer el daño que hizo y, en consecuencia, aleja cualquier posibilidad de contricción de facto, que no pasa por pedir perdón sino por alejarse de la escena política pública. Además, si no se reconocen las raíces del mal, ¿quién puede asegurar que no se repetirá el ciclo de violencia?

Produce vergüenza ajena ver cómo Évole trata de ponerlo contra las cuerdas a propósito del atentado del Hipercor, solo para que Ternera se consiga fajar con una críptica alusión, que Évole no parece comprender, a que los etarras eran como los judíos cazados mediante redadas tras la invasión de Francia de los nazis. ¡Josu Ternera se presenta a sí mismo como si fuese Anna Frank! Del mismo modo que Jordi Évole se cree Claude Lanzmann. En ambos casos, la percepción es manifiestamente errónea, pero sus protagonistas, envueltos en la niebla del ego y la ideología, jamás lo asumirán.

Ternera se permite emplear la lengua de trapo etarra, adornado con lenguaje posmoderno inclusivo, donde los atentados son "acciones" y los asesinatos de guardias civiles están justificados por el lema "todo por la patria", sin que Évole lo someta a un tercer grado inquisitivo. Todo lo contrario de lo que un maestro de la entrevista a monstruos, como Claude Lanzmann, realizaba al acosar dialécticamente a un oficial nazi en su ensayo fílmico Shoah. Según Olmos, Évole debía tratar al terrorista con guante de seda porque en caso contrario se hubiese levantado de la mesa. Pero un periodista nunca debe someterse a los criterios de los miserables a los que entrevistan, como también hizo Ana Pastor al aceptar ponerse un velo en su encuentro con el típico ayatolá misógino. ¿Habría temido Évole que en una entrevista a un terrorista falangista este se levantase de la mesa ofendido por sus preguntas? Al revés. Pero no llames periodista a Évole porque siempre ha sido un activista y un propagandista al servicio de la ideología de izquierdas. Lo más revelador de la entrevista es sobre lo que ambos pasan de puntillas: la fundamentación ideológica desde el socialismo de la violencia armada. Y la consecuencia política más peligrosa sobre la que el PSOE y su brazo mediático no quiere ni pensar: que, desaparecida ETA, sigue vigente aunque en hibernación la ideología que hizo emerger la violencia. Que Ternera es un cínico asesino ya lo sabíamos antes de la entrevista. Lo que sería de interés sería profundizar en qué es lo que empujó a la generación de Ternera a lo que él y sus secuaces llamarían "insurrección" y el común de los mortales, terrorismo. Pero eso significaría sacar a la luz el fondo de armario ideológico que comparten casi todas las izquierdas socialistas, sean revolucionarias o reformistas, del FRAP del padre de Pablo Iglesias al PSOE de Largo Caballero y Álvarez del Vayo. Y que explica no solo ETA, sino también el GAL.

En su libro de memorias La liebre de la Patagonia Claude Lanzmann relata cómo y por qué uso la cámara oculta en Shoah. Se trataba de captar la crueldad nazi en forma de testimonios directos, como el del SS Franz Suchomel. El cámara William Lubtchansky se hizo pasar ingeniero de sonido simulando que solo grababa su voz mientras explicaba cómo operaban en el campo de exterminio de Treblinka. ¿Es éticamente correcto mentir a un nazi para sacarle la verdad? José Luis Rodríguez Zapatero solo le dijo la verdad a Iñaki Gabilondo en una entrevista ("Necesitamos tensión social", susurró el socialista para justificar que sacase a los perros de la mentira y el odio contra el adversario político) porque no sabía que la cámara seguía grabando. Con los dirigentes políticos habituales una entrevista es solo un simulacro: mienten, saben que mienten, sabemos que nos mienten y saben que sabemos que nos mienten sobre unos temas importantes, pero que no afectan a nuestra esencia como seres humanos. Sin embargo, en el caso de nacional-socialistas como Suchomel o Ternera lo que está en juego es demasiado crucial como para tratarlos con los criterios periodísticos acostumbrados. Lanzmann, a diferencia de Évole, no iba a consentir que un nazi usase el formato de la entrevista para propagar sus mentiras y verdades maquilladas. Tenía que obligarle a decir la verdad aunque fuese mediante el engaño en la grabación y la dureza en la indagación. Que Ternera se hubiese levantado indignado de la entrevista hubiese sido, contra lo que cree Olmos, el mayor triunfo del interrogatorio, el término preciso para describir lo que debe ser un cuestionario a un nazi, que debería haber hecho Évole. A otro de los nazis acosados por Lanzmann, Walter Stier, lo vemos en un oscuro plano, a años luz de la estetizante composición con la que se nos presenta a Ternera. Obnubilado por el éxito mediático de entrevistas a terroristas famosos, Évole deja de lado la deontología periodística fundamental, que exige preferir el silencio a la distorsión enfermiza y criminal de la verdad.

Évole, al usar un formato de entrevista íntima y personal está normalizando a un personaje siniestro: cuida la estética corrompiendo la ética y desintegrando la política. De ahí que esté intimidado. La entrevista de Évole a Ternera es significativa no por lo que se dice sino por lo que se muestra: en el País Vasco el miedo no ha cambiado de bando tras la disolución de la banda ETA, transmutada en una fuerza de control social que los nacionalistas y socialistas legitiman en cada entrevista en la televisión y cada pase en festivales públicos.

Algo que ni Olmos ni Lucas perciben, esa normalización de la monstruosidad terrorista, porque forma parte del aire de nuestra época, un pestilente aroma tan habitual que la mayoría no lo aprecia: el socialismo revolucionario de Ternera y ETA. Sin embargo, a diferencia de la indignación que nos producen los testimonios de curas, estudiantes y gente que pasa por allí, proetarras todos, en el documental de Iñaki Arteta Bajo el silencio, el cinismo del socialismo revolucionario no nos arrebata la indignación moral, el sentimiento moral adecuado, porque Évole torea a distancia al morlaco etarra, dejándole que se adueñe de los terrenos. El periodista dulcemente deja que se le escape viva la fiera, a diferencia del rocoso Lanzmann con Suchomel. Pero, claro, no hay ninguna afinidad entre un oficial nazi y un intelectual judío, todo lo contrario de lo que sucede entre dos socialistas nacionalistas, salvando las distancias, como es el caso de Ternera y Évole. El terrorista mira al periodista con ese gesto de superioridad política con la que los bolcheviques despachaban a los mencheviques.

Allá donde el francés Lanzmann y el vasco Arteta iban desvelando las huellas que el terrorismo nacional-socialista había dejado en Europa en general y en el País Vasco en particular, Évole lo que hace es rellenar dichas huellas con la palabrería tan banal como cruel de Ternera. Explicaba Hannah Arendt al volver a Alemania que se había topado con el "hondo, obstinado y a veces mezquino rechazo a mirar de frente lo sucedido". Es lo mismo que está haciendo Évole en sus retratos maquillados de Otegi y Ternera: velar la profundidad del abismo ideológico de extrema izquierda nacionalista por donde se precipitó buena parte de la sociedad vasca. Un precipicio de donde no han salido, aunque jamás lo reconocerán porque les estropearía la digestión del chuletón a la brasa y el menú tres estrellas Parabellum. Lanzmann, por ejemplo, casi fue vapuleado cuando trataba de recoger de incógnito testimonios de nazis, mientras que Évole se fotografiaba sonriente junto a Otegi. Al final, los líderes del Terror vasco aparecen como abstracciones nacionalistas envueltas en jerga revolucionaria socialista. Este es el material estropeado al que el Festival de San Sebastián ha otorgado su sello de calidad. El siguiente paso será distribuirlo por los colegios e institutos vascos, como hizo Zapatero con el fraude en forma de sermón de Al Gore sobre el cambio climático, donde los adolescentes ya abducidos por la máquina ideológica nacionalista terminarán por idolatrar a estos asesinos miserables convertidos gracias a la fotografía caravaggiana y preguntas periodísticamente adecuadas en unos simples malotes con atractivo cinematográfico.

Solo hay algo que merece la pena de la entrevista de Évole a Ternera y es el testimonio de una de sus víctimas, el policía municipal Francisco Ruiz, que fue tiroteado y herido de gravedad cuando un comando en el que estaba integrado Ternera asesinó al alcalde vasco Víctor Legorburo. Évole le hace la pregunta tonta de rigor sobre qué siente ante el testimonio de Ternera. ¿Qué va a sentir cualquiera que no sea un hipócrita y le corra algo de dignidad moral por las venas? Este lugar común sobre que lo que importa son los sentimientos implica un chantaje emocional sobre las víctimas, a las que se les culpabiliza subliminalmente por sentir odio, el sentimiento moral satanizado por la ideología buenista habitual. Lo del odio, como lo de la venganza, es un cliché que usa la izquierda para tratar de evitar que se haga justicia con los etarras, del mismo modo que la chalanean respecto a los golpistas. Un sano y vivaz odio hacia semejante sociópata a mayor gloria del genocida Lenin (todavía idolatrado por el que llegó a ser vicepresidente de un gobierno español en el siglo XXI, Pablo Iglesias) y el xenófobo Sabino Arana (considerado padre de la patria vasca) es lo que debe sentirse frente a los totalitarios. En este sentido, un periodista de la ultraizquierda nacionalista critica no solo que sienta odio hacia el asesino sino que:

Si bien Ruiz se emociona al principio con la secuencia, acaba reclamando que Urrutikoetxea le pida perdón.

Acabáramos, que las víctimas se atrevan a creerse superiores moral y políticamente a sus verdugos.

En realidad, no hay que considerar la entrevista de Évole como una pieza periodística, sino como uno más de los homenajes a terroristas que se producen sistemáticamente en el País Vasco. En León, Sevilla o Ciudad Real no termina de entenderse que alguien como Ternera pueda salir bien parado de una entrevista así, pero en una cultura de muerte como la que impera en el País Vasco, donde son miles los exiliados y cientos los que siguen a la defensiva por las calles de Bilbao y San Sebastián, Ternera será contemplado como El País describía al líder de Hamás muerto tras la explosión de un misil: un político, un soldado, un intelectual. A pesar de que ETA ya no mata, el prestigio de sus líderes, de Otegi a Ternera, que son entrevistados como si fueran gente con la que razonar, obedece a que forman parte del imaginario colectivo de izquierdas, en el que la violencia es legítima en determinadas circunstancias, las que le conviene ideológicamente. Josu Ternera está en el mismo lado de la historia, para una mente socialista, que Che Guevara, Angela Davis o Toni Negri. Es por esto por lo que en el Festival de San Sebastián se ignora a Iñaki Arteta y se publicita a Jordi Évole: la propaganda según los parámetros que Willy Münzerberg, el Goebbels de la izquierda, estableció cuando organizó aquel aquelarre que fue el Congreso Antifascista formado por los intelectuales de izquierda que justificaban el totalitarismo y sus ingenuos aliados de buena fe y mala capacidad crítica.

No quiere Ternera que nadie le llame Ternera. Y en eso tiene razón, hay que llamarle siempre Terrorista Ternera.

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