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Santiago Navajas

La progresfera

No son ni muy inteligentes ni muy tontos, ni muy cultos ni muy incultos, una mediocridad encantada de conocerse, el "último hombre" según Nietzsche.

No son ni muy inteligentes ni muy tontos, ni muy cultos ni muy incultos, una mediocridad encantada de conocerse, el "último hombre" según Nietzsche.
Pedro Sánchez sonriente en la gala de los Goya. | David Alonso Rincón

En un mundo cada vez más polarizado o eres un facha o un progre. Dado que son los progres los que dominan los medios de comunicación de masas, de Hollywood a Silicon Valley pasando por la mayor parte de los periódicos que deciden los temas globales de conversación, ser facha es fácil: basta con no ser progre. Pero, entonces, ¿qué es ser progre?

Dar una definición es casi imposible porque el progre es como la mujer según el duque de Mantua en Rigoletto. Lo más fácil es describirlo (como él se ve): el progre es guapo pero estudiadamente descuidado; sensible hasta las lágrimas en los emotivos discursos de los Goya; solidario aunque sin dar ni un euro que para eso están el Estado y los impuestos; inteligente y culto, va a obras de teatro aunque Ana Belén sea la intérprete, pero jamás a las corridas de toros ni que toree José Tomás; generoso en el reparto de las subvenciones a sindicatos y ONGs de su cuerda ideológica; bondadoso hasta el indulto y la amnistía a golpistas y terroristas; y, sobre todo, empático sin que ello le impida sentir un odio infinito hacia los fachas (como hemos dicho, cualquiera que no cumpla lo anterior). Sin duda, le ha venido a la cabeza inmediatamente un político español que es el epítome de todo lo anterior, tan guapo como bondadoso, tan generoso como solidario, tan sensible como empático. Y, encima, resiliente.

De todos modos, podemos intentar enumerar varias características del progre que lo definen. La fundamental es su sentimiento de superioridad moral. Como se creen extraordinarios moralmente resultan más intolerantes a las perspectivas éticas diferentes. Cuanto más moralistas, más inmorales. No solo se niegan a escuchar las opiniones contrarias, sino que las censuran. Lo llaman "tolerancia represiva". Un ejemplo es el de una periodista del periódico progre por excelencia que ha escrito que Rafa Nadal ha dejado de ser un mito porque ha cuestionado el dogma del feminismo de género sobre la imposición de la socialista igualdad de resultados en lugar de la liberal igualdad de oportunidades.

Una consecuencia de lo anterior es la hipocresía. La periodista progre mencionada gana infinitamente más que el becario de turno, pero esa desigualdad sí le parecerá justa. Dado que el estándar de la moralidad son ellos mismos, nada de lo que digan o hagan puede estar mal o ser incorrecto por definición. De modo que se permiten a sí mismos defender un día lo blanco y al día siguiente lo negro sin sentirse preocupados por su incoherencia. Son maestros en excusas a las que llaman "justificación". A la contradicción, "cambio de opinión". Y "cabalgan contradicciones", uno de los infinitos clichés marxistoides, como Vinicius y Brahim encadenan regates. Si a Greta Thunberg o Al Gore les preguntan por qué vuelan tanto si les preocupa el cambio climático hasta el pánico se encogerán de hombros mientras estiran las piernas en sus asientos de primera clase.

Pero la hipocresía sería insostenible en el largo plazo si no fuera por otro rasgo característico del progre: el desprecio por la verdad. O, mejor dicho, la verdad para el progre no es lo que se adecua a la realidad, como defendían Aristóteles y Tarski, sino a los intereses espurios de la progresfera, como reclaman los subvencionados del pesebre estatal. Al profesor de Harvard Roland Fryer, la progresfera casi le hunde la carrera y la vida por un artículo en el que demostraba que la policía en EE. UU. no es racista. Le advirtieron que no lo publicase. Igual pensó que por ser negro se libraría de ser "cancelado". Pero la tribu de los no fachas no admite disidentes.

Una de las inquisidoras progres de Fryer, Claudine Gay, llegó a rectora de Harvard, pero tuvo que dimitir tras mostrarse que es una plagiadora (además de una antisemita, otro rasgo de la progresfera, por cierto, que ha sustituido la fascinación hacia los Panteras Negras por la idolatría hacia Hamás). Lo que denota otra de las características de la progresfera: operar como una mafia de contactos, lo que es especialmente grave en la esfera académica y artística. Quien se mueve de lo políticamente correcto en el ámbito universitario y artístico no sale en la foto. Que se lo pregunten al mencionado Roland Fryer o a Charles Murray por sus estudios sobre la inteligencia humana. Cuando un concepto no se adecua a su moralista visión del mundo tratan de borrarlo, ya sea "cociente intelectual" o "sociobiología", no vaya a ser que alguna minoría se ofenda (de esta manera, ofenden a dichas minorías a las que consideran tan cognitivamente inferiores que hay que engañarlas por su bien).

El progre no nace, se deshace. Abonada la progresfera a la intolerancia, el negacionismo científico y tecnológico, la posverdad, la ingeniería social y la polarización entre los que andan por el lado correcto de la historia, ellos, y los inmorales fachas, el resto de nosotros, la herramienta para acabar con la progresfera es promover la educación científica, el diálogo filosófico, el coraje intelectual y los mecanismos de la democracia liberal para que ninguna secta se imponga a las demás mediante la violencia, típica en los grupos ecologistas, independentistas y populistas, o la propaganda, véase el curriculum de la educación pública o el Museo Reina Sofía.

Decía Bertrand Russell que el fascismo empieza fascinando a los tontos y termina amordazando a los inteligentes. El comunismo, añado yo, fascina a los inteligentes y amordaza a los tontos. Al final, tanto el fascismo como el comunismo terminan asesinando a tontos e inteligentes. La progresfera, sin embargo, está formada por aquellos que no son ni muy inteligentes ni muy tontos, ni muy cultos ni muy incultos, una mediocridad encantada de conocerse, el "último hombre" según Nietzsche. Se fascinan a sí mismos en su medianía y tratan de "cancelar" a todos los que nos chapotean en su banalidad del bien que termina desembocando en la radicalidad del mal.

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