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Santiago Navajas

La trampa de la corrupción

No es por casualidad que los países con menos corrupción sean también los países donde los ciudadanos se civilizan con altos estándares éticos.

No es por casualidad que los países con menos corrupción sean también los países donde los ciudadanos se civilizan con altos estándares éticos.
Pedro Sánchez con Francina Armengol en un pleno en el Congreso. | Europa Press

En relación con la corrupción, España (36º en el Índice de Percepción de la Corrupción) es un país "normal". Ni tan angelical como Dinamarca (1º) y Suecia (5º), pero tampoco tan podrido como Argentina (94º) o Rusia (137º). Entre los latinos, de los mejores; entre los europeos, de los peores. Somos el doble de corruptos que los alemanes, pero a años luz de los italianos: nuestros 90.000 millones al año en la industria de la corrupción, a repartir entre cuarenta y siete millones, palidecen al lado de los 237.000 millones de los sesenta y siete millones de italianos. Al fin y al cabo, España es la patria del Lazarillo de Tormes, pero en Italia está ubicado el famoso pueblecito de Corleone.

En Reino Unido (18º) está siendo muy debatido si los fiascos en la contratación de recursos durante la pandemia del COVID-19 fueron consecuencia de la incompetencia o de la corrupción. Los contratos para adquirir material para los hospitales, como mascarillas y equipos de protección individual (EPI), se produjeron de manera que beneficiaba a amigos y colegas de miembros del gobierno. La "colegocracia" se transformó en un "carril vip" para políticos que aprovechaban su posición de privilegio para su enriquecimiento personal o el de sus amigos y conocidos. Un tema a discutir es hasta qué punto la corrupción es un fallo institucional y/o una cuestión de ética personal (y/o cultural).

En una ocasión, un alumno vino a comentarme un libro que no había comprado sino fotocopiado. Le hice ver que le habría costado lo mismo comprarlo en edición de bolsillo que el coste de las fotocopias, pero me contestó que no porque le había salido gratis ya que lo había fotocopiado su padre en el trabajo. Su padre era policía. En las antípodas morales, cuenta la leyenda que el padre de Hans Tietmeyer, el poderoso expresidente del Bundesbank, cuando era funcionario de correos si recibía una carta privada firmaba el conforme con su propio bolígrafo, en vez del de la oficina porque no podía utilizarse la tinta del Estado para fines privados. Alemania (79, 9º) por supuesto, es menos corrupta que España según el Índice de Corrupción Internacional, pero hace veinte años que Hans Leyendecker publicó La trampa de la corrupción. Cómo nuestro país se hunde en los tejemanejes. Lo que recriminaba Leyendecker a su país (corrupción de 100.000 millones anuales para una población de ochenta millones) aplíquenlo a España multiplicado por diez. Se quejaba Leyendecker:

En la clasificación mundial de las repúblicas bananeras, Alemania ocupa ya el puesto 18. En la policía, en la Administración, en las empresas municipales, en los medios o las clínicas, por dondequiera que se lance la mirada: la corrupción se extiende como una metástasis. Se soborna a empleados y funcionarios, los empresarios se meten en sus bolsillos sumas gigantescas y a los políticos se les da aire, como se llama a los untos en la jerga de los iniciados.

Pero los alemanes se horrorizaban de estar perdiendo virtudes de probidad, mientras que ese no es el problema de los españoles ya que tradicionalmente no las hemos tenido. Para colmo de males, a los cínicos, los golfos y gente así, se unieron los economistas positivistas de la Universidad de Chicago, que reducían todo el sistema social a un tosco y simplista economicismo utilitarista, en las antípodas de la mejor tradición liberal de Adam Smith y Tocqueville, del que deducían que la corrupción era poco menos que un grácil lubrificante de la actividad económica. O cuando Milton Friedman se encontró con el Dioni. Forma parte de la ideología positivista de Chicago descalificar el honor y la probidad para fiarlo todo al egoísmo y la búsqueda torticera del interés personal sin ninguna conexión con el bien común y la ética pública, como si Adam Smith no hubiese escrito su obra sobre los sentimientos morales y la necesidad de educar en la imparcialidad, la justicia y la compasión.

Las pequeñas corruptelas están tan a la orden del día en España que son como el aire que respiramos. Por muy contaminado que esté, nos sigue sabiendo a gloria dado el hábito. La pestilencia de la corrupción nos rodea tan frecuentemente y desde hace tanto tiempo que nos hemos acostumbrado a ella. De hecho, ha llegado un momento en el que no solo nos gusta, sino que nos hace gracia y, en un dechado de picaresca, nos parecen incluso héroes los golfos. El chulo, vulgar y prepotente Ábalos, nuestro Torrente de la política hasta ayer, ha sido juzgado y condenado por los suyos en el PSOE como alguien instalado en la tradición picaresca que arranca con el Lazarillo y el héroe-villano de Quevedo en La vida del Buscón. Primo de don Pablos, tío del Lazarillo y socio de honor de la cofradía de pícaros y rufianes en la que militan Rinconete y Cortadillo, Ábalos y su lugarteniente Koldo García fueron clave en el golpe de mano que dio Sánchez en el PSOE, cuando el ahora presidente del gobierno colocó una urna sin control, censo, interventor y entre gritos de "pucherazo".

Hay una corriente "positivista" que trata de entender la corrupción únicamente como el resultado de un fallo del sistema institucional. Como el coste de cumplir la ley es demasiado alto, el corrupto únicamente sería alguien que encuentra una salida "racional" a dicho cumplimiento demasiado alto. La solución a la corrupción pasaría por hacer leyes cuyos beneficios sean mayores que sus costes. Este es el modelo economicista que Friedman y Posner propusieron desde Chicago sobre el modelo del "homo economicus", un ser calculador de costes y beneficios sin sombra de ética, de consideración acerca del bien y del mal. Pero no hace falta ser Max Weber para ver que este análisis, por decirlo suavemente, es tan limitado como sesgado, porque la corrupción no es solo un efecto de una mala economía de la ley. Concurren también factores culturales, educativos e institucionales que hacen que haya personas a las que el coste de la legalidad sea mínimo les importa prácticamente nada porque se han criado en un ambiente cultural de inmoralidad y de celebración del delito. Un sistema legal como el danés, donde no hay corrupción, implantado sin más en una población como la de Somalia (180º) no conduciría automáticamente a que la corrupción desapareciera. Por supuesto, los positivistas tienen la idea de que la moral es subjetiva y niegan que exista la ética como una cuestión objetiva. Pero para este caso no hace falta ser Immanuel Kant para apreciar la pobreza de dicha posición radical y universalmente subjetivista.

De hecho, mal que le pese al cómodo modelo de Chicago, lo cierto es que los homo sapiens sí pueden actuar con objetivos éticos. Y también es cierto que dichas consideraciones éticas fluctúan entre diversas culturas. No es por casualidad que los países con menos corrupción sean también los países donde los ciudadanos se civilizan con altos estándares éticos y, al mismo tiempo, donde hay más prosperidad y riqueza. En un estudio publicado en Science, "Honradez cívica alrededor del mundo", llegaron a conclusiones sorprendentes para el típico utilitarista abonado al análisis económico de la conducta humana. Porque se comprobó que tanto el altruismo como la aversión al robo son universales, pero que hay países donde los ciudadanos son más éticos que en otros. Se trataba el experimento de devolver carteras "perdidas" por la calle y en Suecia, Noruega, Suiza y Dinamarca devolvieron sobre el 80% de las carteras "perdidas" por los experimentadores. En China, Kazajistán y Marruecos, aproximadamente el 14%. Los países latinos alrededor del 50%. El estudio muestra correlaciones más complejas que el modelo exclusivamente economicista de Chicago. Por supuesto, los factores económicos e institucionales afectan a la conducta corrupto-delictiva, pero también los culturales, éticos y educativos en relación con la ejemplaridad: el sistema educativo es importante tanto para aprender matemáticas como valores éticos.

El también chulo, algo menos vulgar pero mucho más prepotente, sin embargo, Pedro Sánchez tiene en corrupción real lo que en Ábalos no es sino corrupción potencial, todavía por demostrar. Sin embargo, en Sánchez la corrupción no solo es evidente sino presumida por los protagonistas. Insiste Transparencia Internacional sobre la necesidad de que exista una aplicación de la ley independiente, transparente y dotada de recursos suficientes. Pero hay que subrayar que para ello se necesitan no solo jueces honrados, sino también políticos honestos y, sobre todo, una población sana desde el punto de vista ético. Lamentablemente, dada la ideología de género en la izquierda y el positivismo economicista en la derecha me temo que la educación en valores éticos y en la formación en una perspectiva objetiva e imparcial no solo no se está llevando a cabo, sino que se está atacando y obviando. En este contexto, lo que dijo Pedro Sánchez el 31 de mayo de 2018: "La corrupción destruye la fe en las instituciones, y más aún en la política, cuando no hay una reacción firme desde el terreno de la ejemplaridad", nos hace parafrasear a Rafael Sánchez Ferlosio: "vendrán más salvapatrias y nos harán más corruptos".

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