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Agapito Maestre

'El hombre, un falsificador.' Del pensar de Manuel Granell.

La entera filosofía de Granell ha paseado por caminos apenas vislumbrados por su maestro, José Ortega y Gasset.

La entera filosofía de Granell ha paseado por caminos apenas vislumbrados por su maestro, José Ortega y Gasset.
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"Nada se contagia más fácilmente que las enfermedades espirituales". He ahí la conclusión más sencilla contenida en la filosofía de Manuel Granell (1906-1993). La obra de este filósofo español es una de las más fascinantes del siglo veinte. La frase citada fue escrita por Manuel Granell en un libro de inolvidable título: El hombre, un falsificador. La entera filosofía de Granell ha paseado por caminos apenas vislumbrados por su maestro, José Ortega y Gasset, la crónica perspicaz que éste llevara a cabo sobre la "irrupción en escena de los bajos fondos anímicos". Si nadie mejor que Ortega ha mostrado, incluso ha narrado con delectación crítica, a la sustituta de la la razón pura, la pura voluntad, pocos filósofos hallaremos, entre los discípulos de Ortega, tan sutiles como Granell a la hora de justificar por vía ontológica ("el hombre es antes hacer que ser") la inevitabilidad y, lo que es peor, la imposibilidad de poner frenos al imperialismo de la voluntad, cuyo pecado más grave se llama violencia.

Pocos filósofos españoles del siglo XX, en verdad, pueden compararse a Granell a la hora de razonar, en fin, de filosofar sobre la involución histórica del hombre. Porque, repitamos, "nada se contagia más fácilmente que las enfermedades espirituales", es posible mantener que la dimensión histórica del hombre puede involucionar, involuciona hoy de hecho; y hay, por tanto, edades, estilos, impulsos, a cuyo ritmo se cumplen ciertos retornos en el tiempo, tanto en los individuos como en la especie". La filosofía de Granell da cumplida razón de ese hecho y, además, lo hace con entera conciencia moral y política. Porque si penoso es hablar sobre la involución del ser humano, aún "más triste y grave sería callarlo. Por lo demás, los deberes del intelectual nada tienen de versallescos; y éticamente hemos de ejercer nuestro oficio, por mucho que desagrade".

Por obligación moral, en realidad, por socrática vocación insiste Granell a lo largo de toda su obra en persuadirnos con múltiples razonamientos, explicaciones y pruebas empíricas, casi me atrevería a llamarlo "sistema filosófico", que el hombre de hoy, en realidad, el bárbaro actual, "es joven ónticamente, cualquiera sea su edad biológica. Es tan joven, incluso, que ya vocea en el umbral de la historia un nuevo bárbaro: el hombre-adolescente. Y porque hoy manda el joven y aspira a mandar el imberbe, el ejercicio del poder sólo se estila compulsiva y violentamente. Hasta hace poco la violencia aún decía fundarse en la utopía. Hoy se ha quitado la máscara. Ya es pura violencia porque sí, caótica explosión de la real gana en la conducta". Cualquier lector de esas líneas escritas en los años sesenta del siglo pasado, podrá encontrar con suma facilidad materiales suficientes en la política española de hoy para ratificarlas. Le bastaría con levantar acta del modo de proceder del presidente del Gobierno.

La filosofía de Granell es genuinamente actual. Es una guía imprescindible para estudiar el proceso de degradación del hombre. Pero, antes de seguir, déjenme que le agradezca a un amigo mi vuelta a este filósofo. La noticia más reciente que tengo sobre Manuel Granell se la debo a Miguel Florian, mientras charlábamos sobre la filosofía como género literario. Si quieres leer un libro de filosofía escrito bellamente, me dijo mi amigo con el tono sincero de su poesía, no dejes de lado el titulado Cartas filosóficas a una mujer. Nada más escuchar esas palabras, me fui directamente a los estantes de mi biblioteca de filósofos españoles; busqué entre los autores que empieza con la G; sobresalen los más de veinte volúmenes de Obras Completas, de José Gaos; cuatro más de las de su maestro Manuel García Morente y también tengo una buena colección de libros de García Bacca, incluidos los tres tomos que el filósofo de Pamplona dedicó a la Antología del pensamiento filosófico venezolano, pero del ovetense Manuel Granell sólo halló tres obras El hombre, un falsificador, La vecindad humana y Del pensar venezolano. Abro al azar el primero y leo mi subrayado de hace mil años: "Nisus spiritus. Esta fórmula condensa mi idea de hombre. No es quieta esencia ni preformado proceso sustancial en el tiempo, sino esfuerzo autocreador."(241) ¡Cómo no relacionar esas palabras con la entera filosofía del hombre excelente de Ortega y Gasset! Imposible no hacerlo.

Granell es, en efecto, un discípulo de Ortega que, como casi todos los que estudiaron con el filósofo, llevaron la filosofía del maestro donde nunca pudo imaginarlo el propio Ortega. Malos discípulos hubieran sido todos los orteguianos, como dijera Nietzsche, si no hubieran superado al maestro. He ahí uno de los argumentos fundamentales para mantener que la filosofía española, en el siglo veinte, es una de las más grandes en cantidad y calidad de toda Europa y América. Granell se declaró reiteradas veces de modo explícito como discípulo de Ortega, e incluso llegó a decir que era su máxima aspiración. Pero su nisus spiritus, o mejor dicho, la explicación de la degradación de esa categoría sitúa al discípulo en rango de maestro. Fue el propio Granell uno de los primeros en utilizar con sentido filosófico la expresión Escuela de Madrid para referirse a los discípulos de Ortega.

"Sentido filosófico", sí, es el que refleja la expresión nisus spiritus, esfuerzo autocreador, que consigue ir más allá del hombre excelente de Ortega, porque consigue enraizar la idea de alienación, nunca pensada por el maestro, "en el brote mismo de lo humano". Es una manera de hacer frente a la trágica fatalidad que contiene el destino: "La alienación en sí es inevitable, pero su carácter de destino es nuestro, de nosotros depende. Y no estará de más repetir que el hombre, quiera o no, responde de ello en la mismísima inmanencia, pues siempre goza o sufre su cosecha de bonanza o tempestades, es decir la sanción que merece" (244). Y, además, esta concepción inmanente del hombre no está, no debe estar reñida, con la apertura a la Trascendencia, porque "viendo al hombre ascender, Dios no puede sentir ira, pues Él mismo le puso en tal coyuntura. Yo diría, incluso, que Dios sonríe complacido ante la pugna promocional" (240).

Emociona la fina y artística argumentación de Granell al considerar que, en cierto modo, la historia de Dios se repite en el hombre. Así como se pasó del demiurgo platónico y del ensimismado motor inmóvil de Aristóteles al Dios cristiano, hacedor supremo, creador ex nihilo, el hombre contemporáneo salta desde la contemplación a la acción. Y de igual modo que el Dios-Razón del siglo XIII pasó a ser en el XIV un Dios-Voluntad, el hombre contemporáneo transformó su razonar en querer. O sea "el alinenarse del nisus spiritus como nisus rationis ha desembocado en otra alienación, la del nisus voluntantis. Y en nuestra mano está, en definitiva, que el hombre siga degradándose por tal vía o de un golpe de timón, cambie su derrotero, retorne al espíritu" (252). Eso, retornar, al espíritu complica el rotundo rechazar la animalitas. La toma de partido por la humanitas muestra la estructura categorial humana, resalta Granell, en su ético ascenso.Cómo ha de lograr el hombre ese ascenso es lo que ha desarrollado Granell en La vecindad humana, en mi opinión, su obra mayor. Sólo haciéndose cargo de los tres existenciarios básicos del hombre, según Granell, puede salir de la doble alienación racionalista y voluntarista. La clave que no la solución está en lo que Granell ha llamado: El "aquí-propio" o carnalidad, es decir, el cuerpo según la poética de Miguel Florián, el "ahí-mostrenco" o nostridad espiritual, el "allí-vocado" u ontológica vocación para ser desde lo posible.

La cuestión, pues, no es la solución sino la clave para hallarla. En fin, si la suerte del futuro, por decirlo con sus propias palabras, depende del hoy, a cada instante, y en veces de la cobardía o del azar, entonces no hay descanso sin tacha para el hombre. La vida, ay, no es posada, sosiego, sino camino y trabajo, actividad incesante. El hombre, a diferencia del animal, ni siquiera tiene habitat. Aunque el hombre por doquier se instale, carece de propia mansión. Nos lo enseñó a los españoles el Padre Gracián, en la novela filosófica más importante escrita en todos los tiempos, El críticón.

Así describe Gracián, dice con verdadera pasión Granell, esa condición ecuménica del hombre sin habitat, eje clave sobre el que gira la filosofía del ovetense, nacionalizado venezolano: "Acabada esta gran fábrica del mundo, cada animal escogió su morada y vivienda como más adecuada y favorable". El hombre desentona en tal concierto, pues toma decisión sorprendente, que suscitará equívocos comentarios. "Dijo —continúa Gracián— que él no se contentaba con menos que con todo el Universo y aún le parecía poco". Obsérvese que nada falta ni sobra en esta frase. Dejando en la sombra —como hace Gracián— esa reserva final, justo es reconocer que el hombre se ha mantenido firme en su voluntad: "Corta la superficie de la tierra… Ocupa y embaraza el aire… Surca los mares y sonda sus más profundos senos… Obliga a todos los elementos". Y ¿qué motiva "tan exorbitante ambición"? ¿Acaso "la grandeza de ánimo"? ¿Quizá la mismísima "ruindad de su cuerpo"? (Vid. La vecindad humana, 45 y ss.).

El hombre, ente sin habitat, no está, viene a concluir Granell, donde debiera estar. Por eso, precisamente, se le califica, a nivel ontológico, de desarraigado en cuanto es peregrino que en lo ajeno mora, según dijera —con locución asombrosamente exacta para su balbuciente lenguaje— el maestro Gonzalo de Berceo: "La fiçanza durable suso la esperamos". Dicho en plata, remacha Granell, el hombre carece de habitat, aunque "obliga a todos los elementos" mediante milicia y malicia —para usar las barrocas expresiones de Baltasar Gracián—.

Tiempo habrá de desarrollar, querido lector, estas citas y notas de Granell para filosofar en nuestro tiempo, para saber que la filosofía española se hizo más grande y holgada que otras europeas, porque supo mostrar al resto del mundo que gracias a Ortega y su escuela, repito, "nada se contagia más fácilmente que las enfermedades espirituales". Y, sobre todo, espero que en una próxima entrega abordemos con cierto rigor el libro que me aconsejó el poeta Florian. Cartas filosóficas a una mujer recuerdan el ambiente de la filosofía en Madrid a finales de los año veinte y comienzo de los treinta. Bajo el nombre de Helena, dicen los manuales de historia de la filosofía española, se "oculta la musa griega que a todo estudioso de filosofía ha apasionado alguna vez. Son páginas líricas y al mismo tiempo precisas, cuyas últimas epístolas —de la XVIII a la XXI— son una especie de documental de lo que se enseñaba, se discutía, se hablaba durante la República en la Facultad madrileña". Estoy convencido de que este libro contiene todo eso. Y algo más. Se lo cuento en otra ocasión.

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