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Santiago Navajas

Por qué la izquierda odia la meritocracia

Lo que proponen, en definitiva, autores como Sandel es sustituir la meritocracia por la parasitocracia.

Lo que proponen, en definitiva, autores como Sandel es sustituir la meritocracia por la parasitocracia.
Michael Sandel. | Archivo

La izquierda, con honrosas excepciones, suele convertir en basura todo lo que toca, de la justicia social al feminismo pasando por el Estado de derecho, la democracia e, incluso, los deportes (véase la discriminación positiva, las mujeres-cuota, Venezuela, Cuba y la polémica entre ignorante y absurda por la equiparación salarial entre hombres y mujeres). Ahora le ha tocado el turno a la meritocracia. Libros como el de Michael Sandel (La tiranía del mérito), Jo Littler (Contra la meritocracia: Cultura, poder y los mitos de la movilidad) y Daniel Markovitz (La Trampa de la Meritocracia: Cómo el Mito Fundacional de América Alimenta la Desigualdad, Desmantela la Clase Media y Devora a la Élite) pretenden hacer creer bajo sus títulos alarmistas y apocalípticos que la misma noción de mérito es injusta, cruel y crea estigmas. En suma, que hay que deconstruir la meritocracia como uno de los símbolos más claros de la sociedad abierta, la democracia liberal y la economía de mercado que combaten y quieren desmantelar. Otros dos conceptos asociados al de mérito que también pretenden aniquilar: excelencia e inteligencia. Mérito, excelencia e inteligencia serían las tres metas de cualquier institución liberal relacionada con la formación de personas completas, profundas y ricas material y espiritualmente, pero a la izquierda hegemónica les parecen conceptos poco menos que "fachas" (véase cómo las pintan en ese precedente del "wokismo" que es El club de los poetas muertos).

Sandel hace una mala presentación de la meritocracia confundiendo el ideal regulativo que es con su realidad factual. El ideal de que cada uno sea juzgado con base a criterios de características personales relacionadas con la excelencia en determinadas circunstancias, y no según criterios espurios relacionados con la clase social, la raza, la religión, el sexo o cualquier otra determinación biológica, cultural o social que se pretenda sobreponer al hecho de ser cada uno, cada uno.

Evidentemente, una meritocracia pura y dura es imposible, pero lo que indica el ideal regulativo es que tenemos el imperativo político-moral de acercarnos hacia él. Para ello es decisivo que se lleven a cabo medidas para que exista una educación mínima para todos, así como una sanidad que cubra los imprevistos de accidentes y enfermedades que crean las mayores inseguridades y miedos. Dos condiciones para la igualdad de oportunidades, fundamento de la meritocracia, que por sí solas legitiman y sostienen la existencia de un Estado, ya que no puede estar al albur de la empatía y la compasión de una sociedad civil que podría estar guiada por criterios alejados de la solidaridad y la fraternidad.

Sandel y otros críticos de la meritocracia no solo sostienen que el Estado está fallando en proveer de una razonable igualdad de oportunidades, sino que su negacionismo de la meritocracia, contra la evidencia de su progreso en sociedades occidentales, le lleva a creer que no es solo una cuestión de hecho, sino de imposibilidad lógica. Por otro lado, Sandel incurre en la falacia del hombre de paja, pretendiendo que la meritocracia incorpora de suyo una actitud narcisista, psicopatológica y maquiavélica porque lleva a creer a los individuos que han conseguido el éxito que este se debe en exclusiva a su propio esfuerzo y a su individual capacidad, olvidando o menospreciando los fundamentos sociales que le han permitido elevarse sobre hombros de gigantes invisibles.

Que haya por parte de algunos un abuso de la meritocracia para culpar a aquellos que no triunfan no es un demérito de la meritocracia, sino una advertencia de que siguen dándose entre nosotros los sesgos y prejuicios asociados al nepotismo y el clasismo. Culpar a la meritocracia de los idiotas que se hayan beneficiado del sistema, y que pretenden manipularlo para crear una burbuja de feudalismo pseudodemocrático, no es razón para criticar la meritocracia sino para pulir y mejorar el sistema. Culpar a la meritocracia por su reverso tenebroso es como culpar a la democracia de que existan Corea del Norte o Cuba.

La hipótesis doblemente falaz de Sandel y otros negadores de la meritocracia ha llevado a que universidades y empresas en EE. UU. hayan relegado los criterios de admisión según el mérito personal para conceder más importancia a factores relacionados con el sexo, la raza, la religión o cualquier otra consideración comunitaria, lo que ha llevado a que individuos hábiles en parasitar instituciones prosperen a costa de los más preparados. Parasitar es un mérito solo en sociedades decadentes. Lo que propone en definitiva Sandel es sustituir la meritocracia por la parasitocracia.

Tuvo que llegar un Tribunal Supremo en el que Trump consiguió eliminar la mayoría de jueces progre para que este decretara que los criterios racistas y sexistas que estaban imponiendo en la Ivy League eran inconstitucionales. Cuando todavía existía esa mayoría progre entre los Supremos, la juez latina Sonia Sotomayor reconocía que había entrado en una universidad de prestigio gracias a las cuotas étnicas, pero a continuación trataba de subirse al barco de la meritocracia indicando que, después de todo, sus notas peores que los otros que no habían conseguido la plaza por no ser de la raza políticamente correcta no eran tan bajas. Los comunitaristas de izquierda como Sandel y Sotomayor creen que la meritocracia impide la diversidad racial, religiosa y sexual. Lo que supone el mayor insulto posible hacia los negros, hispanos, católicos, musulmanes y mujeres, a los que automáticamente se clasifica como discapacitados en competencias en unas instituciones en las que dominase el mérito como criterio de selección. Es cierto que la única diversidad que admite como legítima la meritocracia es la individual concretada en las virtudes y capacidades superiores, por lo que premia la inteligencia, el trabajo duro y eficiente, el ahorro y la inversión, en suma, todo lo que la izquierda descalifica y aborrece. Pero, en un giro paradójico aunque esperable por venir de quien viene, lo que muestran con sus diatribas contra la meritocracia es que no creen que los negros, las mujeres, los musulmanes… puedan llegar por sus propios méritos hacia lo más alto, por lo que necesitan de un empujón paternalista, condescendiente y autoritario de blancos con ojos azules como Sandel que amablemente les sostienen porque, pobres, ellos son incapaces. En esto llegaron los asiáticos y les rompieron sus ensoñaciones socialistas contra la meritocracia asaltando las Facultades de Matemáticas y rompiendo los techos de cristal que presuntamente impedían que las mujeres no blancas accediesen a los mejores puestos y los más altos salarios.

En la meritocracia, por el contrario, se elige en las instituciones académicas y se selecciona para el trabajo a los que manifiestan excelencia en relación con las circunstancias de cada puesto, sin tener que pedir permiso ni sentir vergüenza por premiar a las personas que sean muy inteligentes. Tratando a las personas como individuos y no como miembros de una clase social, un sexo, una religión o una secta… Evitando los estereotipos y los sesgos. Buscando métodos de selección que ignoren las características raciales, sexuales, religiosas, etc. usando los mecanismos de pensamiento liberales al estilo del velo de ignorancia de John Rawls. Por ejemplo, evaluando los curriculum vitae borrando características personales no pertinentes (de nuevo: el sexo, la raza, la religión…) o haciendo audiciones para orquestas tras biombos. Lo que importa, Sandel, no es color de la raza, los genitales o la comunidad de origen, sino el carácter propio, el talento, las habilidades y la ética laboral.

Frente al filósofo comunitarista Sandel, defensor de la parasitocracia y la mediocracia, tenemos las figuras realmente liberales y profundamente ilustradas de Sophie Coignard y Adrian Wooldridge. La primera acaba de publicar en España La tiranía de la mediocridad: Por qué debemos salvar el mérito. El segundo, editor de The Economist, publicó La aristocracia del talento: cómo la meritocracia hizo el mundo moderno. Si la meritocracia está fallando, lo que debemos hacer es mejorarla y promoverla para acercarnos al ideal regulativo que es, en lugar de satanizarla para poner en su lugar un sistema que favorece a los que son hábiles en ocultar su incompetencia, en aprovecharse de los privilegios políticamente correctos (aunque moralmente infames) y, como es el caso de Sandel, dorar la píldora a audiencias masivas estimulando la envidia, el rencor y el resentimiento contra los que han salido triunfantes en un sistema meritocrático.

Por supuesto, cabe pulir, matizar y mejor la meritocracia. Pero ello no pasa por estrategias retóricas como la de Sandel equiparando meritocracia con tiranía. Tampoco relacionando meritocracia con egoísmo, clasismo y nepotismo de ricos. Lo que debemos hacer es reivindicar más y mejor meritocracia. Para lo que es fundamental reorientar el sistema educativo público hacia la excelencia, el trabajo duro y la inversión de dinero y tiempo para que todos puedan alcanzar la mejor educación posible. Algo contra lo que también lucha la izquierda meritocrática que demoniza dichos valores educativos relacionados con la meritocracia, haciendo que los alumnos más vulnerables bajen el nivel, para que no sufran ni tengan ansiedad, y regalándoles unos títulos sin significado real.

¿Por qué la izquierda comunitarista querría acabar con la meritocracia? Sin ella las economías de los países se estancan y la movilidad social disminuye. Y, en consecuencia, aumentan las tensiones sociales, los conflictos entre las comunidades, de las que supuestamente los individuos no pueden salir, y la desconfianza y odio hacia la democracia liberal y la economía de mercado que pretenden socavar. Por supuesto que la meritocracia crea desigualdad, pero es una desigualdad justa porque se basa en criterios a priori que están al alcance de todos. Por eso en los sistemas educativos hay calificaciones y jerarquías basadas en las mismas. Me gustaría saber con cuáles criterios califica Sandel a sus alumnos de Ética en Harvard: ¿el mérito académico, la excelencia deportiva, el dinero que tienen las familias, la belleza, el azar o a todos por igual? Si Sandel establece desigualdad entre sus alumnos según sea su belleza, su color de piel o sus experiencias pasadas, ya sean positivas o negativas, estará siendo injusto. Si no establece ninguna desigualdad y puntúa a todos con la misma calificación independientemente de su trabajo y resultados estará siendo injusto. Si, por el contrario, ordena según una jerarquía guiada por el mérito estará siendo justo. Pero es que Sandel es el último heredero de una tradición de destrucción de las instituciones educativas que empezó precisamente en Harvard en los años 70 cuando los profesores se sometieron a las consignas de estudiantes radicales que pretendía demoler la meritocracia e imponer en su lugar cuotas raciales, epistemología feminista y otros sinsentidos pedagógicos a mayor gloria de un sistema que sustituyese el conocimiento por el adoctrinamiento y el debate de los críticos por el consenso de los necios. La meritocracia es un modo de resumir en un concepto lo que significa la Modernidad, ese combo de ciencia matemático-empírica, democracia liberal y economía de mercado. En suma, de las sociedades abiertas frente a sociedades cerradas al estilo de las feudales, dominadas por las castas y las comunistas, bunkerizadas por las clases. Sandel, que cree que es imposible el pensamiento reflexivo objetivo y autónomo en clave individual, ataca la meritocracia para defender su distopía comunitarista de grupos étnicos cerrados tan inmunes a la crítica como impunes en su parasitado social. Sandel es el rey de la filosofía en EE.UU. Pero como nos mostraron otros reyes de la filosofía, Heidegger consagrado en la Alemania nazi, o Sartre, gurú de la totalitaria Unión Soviética, hay reyes que no se merecen su corona. Eso también nos lo enseña la meritocracia.

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