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La Ilustración Liberal

Una polémica necesaria

La querella entre liberales y conservadores llena buena parte de la historia del siglo XIX; pero apenas lo hace de forma tangencial en el XX y, quizá, de forma aún más débil en lo que va del presente siglo. ¿Qué ha pasado? Pues que la hegemonía social y política del socialismo en sus múltiples variantes colectivistas, desde el fascismo a la actual socialdemocracia, ha ido haciendo que las diferencias entre conservadores y liberales, vistas en perspectiva, sean crecientemente irrelevantes. Pero si esto es así, ¿merece la pena gastar tiempo y esfuerzo en esclarecer unas distinciones que parecen presentarse como meramente eruditas, muy alejadas ya de cualquier plano práctico? Creemos que sí, y no meramente por una razón erudita. Porque si, como es previsible, gracias a su triunfo y hegemonía, el socialismo se halla paradójicamente próximo a su ocaso, la elección de cuáles han de ser las líneas o criterios inspiradores con que los países de Occidente puedan recuperar su civilidad y su gusto por la vida será una labor esencial. Y es desde aquí, desde un presente que encara resueltamente un futuro post-socialista, que la polémica entre conservatismo y liberalismo tiene toda su razón de ser.

En esta búsqueda de lo que puede separar al liberalismo y al conservatismo como alternativas al socialismo me abstendré de considerar a aquellos que en Estados Unidos se denominan a sí mismos liberals, pues es obvio que bajo tal denominación se oculta una forma apenas disimulada de socialdemocracia. Tampoco me detendré en aquellas corrientes del liberalismo que el profesor Dalmacio Negro ha llamado "constructivistas", herederas del más craso racionalismo dieciochesco, y de las que derivan, de hecho, los socialismos en general. Y muy escasamente lo haré respecto de una de las figuras de referencia, y que goza del mayor prestigio, de lo que ha venido en denominarse neoliberalismo, Von Mises: y es que sus posiciones están tan alejadas en puntos esenciales del conservatismo, que no requiere mucho tiempo demostrar sus respectivas naturalezas disyuntivas. Las recurrentes apelaciones de Mises al racionalismo y al utilitarismo más exacerbados le alejan definitivamente de la tradición conservadora, sin que pueda caber confusión alguna. Baste señalar a este respecto cómo, por ejemplo, en su gran obra El socialismo –tan llena de aciertos, por otra parte– recurre una y otra vez a los clásicos prejuicios racionalistas contra la religión. Así, dice: "No pueden convivir la simplicidad de la fe y el racionalismo económico"; o cuando afirma que el liberal sabe que "no es un Dios ni un destino misterioso quien determina el porvenir social del hombre, sino precisamente el hombre y nada más que el hombre" –afirmación respecto de la cual uno puede legítimamente preguntarse cómo Mises ha llegado a este grado de certeza: ¿habrá recibido del Cielo una voz que le ha dicho "No existo"? Porque si no es así, es difícil entenderlo–. Racionalismo, en fin, que no alcanza sólo a la religión, sino a todas las grandes instituciones sociales, incluida la propiedad. Con un estilo que parece sacado del Manifiesto comunista de Marx y Engels, afirma: "La propiedad se consideraba antes como sagrada. El liberalismo ha echado abajo este ídolo, como todos los demás; ha rebajado la propiedad al nivel de la utilidad terrena. No es ya aquélla un valor absoluto, y tiene valor en tanto que es medio, es decir, en razón de su utilidad". Y de ahí que con toda coherencia pueda afirmar: "El socialismo y el liberalismo no se distinguen por el fin que persiguen, sino por los medios que emplean para alcanzarlo". Y un poco antes señala cuál es este fin compartido: la abundancia. Pero desde esta perspectiva puramente utilitarista el racionalismo social, es decir, el socialismo –como certeramente advierte Röpke–, puede convertir el mercado en técnica económica, como parte del sistema y organización social, regido por una gigantesca máquina administrativa.

El autor liberal por excelencia en el que las diferencias entre ambas formas de pensamiento parecen llegar a diluirse es, sin duda, F. A. Hayek. Y quizá sea esta precisamente la razón por la que él mismo se vio urgido a escribir un pequeño escrito con el expresivo título "Por qué no soy conservador", que añadió como epílogo a su magna obra Los fundamentos de la libertad. En las reflexiones que siguen en torno al pensamiento de Hayek y su grado de proximidad con el conservatismo me ceñiré a este pequeño escrito y a la que ha sido su última obra, La fatal arrogancia. Los errores del socialismo, que de alguna manera puede considerarse su testamento intelectual.

La primera razón que Hayek esgrime para rechazar el calificativo de conservador es la incapacidad que esta tradición de pensamiento tiene de asumir los cambios y la naturaleza evolutiva del hombre y de la sociedad. "De ahí que el triste sino del conservador sea ir siempre a remolque de los acontecimientos". De una u otra forma, esta acusación se reitera como principal objeción a lo largo del escrito. Y con ello, es cierto, Hayek toca uno de las grandes dificultades que toda actitud reflexiva está obligada a responder, a saber, si todo es cambio o, por el contrario, hay algo que permanece, y de existir eso que permanece en qué consiste. Un viejo whig, ya que Hayek gusta de esa denominación, Sir Matthew Hale, lo explicaba en relación a la common law inglesa del siguiente modo. Ulises y sus compañeros, en su regreso a la patria, estuvieron años viajando y pasando las más diversas aventuras y peligros. En todo ese tiempo las reparaciones que hubieron de hacer al barco fueron innumerables; con el paso del tiempo debieron sustituir toda la madera podrida o estropeada, y lo mismo con el velamen, de tal modo que cuando llegaron a Ítaca no quedaba una sola de las piezas originales. Y sin embargo se puede decir que el barco no cambió, que era el mismo barco. ¿Por qué? Porque si materialmente el barco había cambiado por entero, su forma permaneció. Sabemos también que el hombre cambia todas sus células cada pocos años, pero es obvio que él sigue siendo el mismo.

Sí, son las viejas categorías aristotélicas de materia y forma. El conservador sabe que todo cambia materialmente hablando, y por ello no busca la inmovilidad. Por lo que lucha el conservador no es, pues, por una inmutabilidad material de las cosas; por lo que lucha es por la pervivencia de la forma, porque sabe que la pérdida de la forma no supone el cambio, lo que supone es la destrucción, la muerte, el final.

Lo que procede ahora es preguntarse cuál es la forma por la que el conservador lucha. Y con ello damos respuesta a la segunda de las objeciones planteadas por Hayek. Observa el pensador austriaco que el conservador, a diferencia del liberal, carece de verdaderas metas por las que luchar. Nada más lejos de la realidad. El conservador, por el contrario, tiene una meta bien precisa, que se traduce en una actitud de vigilia y sacrificio; y esta meta consiste en la necesidad vital de preservar la forma de nuestra civilización, de la civilización cristiana occidental. Preguntarse por esta forma es preguntarse por aquello que los old whigs denominaban ancient constitution. El punto de partida de todo conservador es la asunción consciente de que nuestra civilización, que nació allá por los siglos XI y XII mediante una fusión completamente nueva de elementos germánicos, grecolatinos y cristianos, es, en lo esencial, buena y justa. Que en su origen y en su forma existe, junto a los defectos y carencias propios de toda obra humana, un alto grado de civilidad y de razón, es decir de justicia, belleza y libertad. El conservador cree que, como el barco de Ulises, esta civilización requiere de una labor permanente de renovación, cambio, restauración, corrección, perfeccionamiento, precisamente para que continúe existiendo, para que no pierda su forma originaria, para que conserve su ancient constitution.

Fue por esta forma o ancient constitution por lo que lucharon los viejos whigs y por la que luchó Burke. Forma en la que está, inextricablemente unido y formando un todo, la fe y la religión, el gobierno limitado, las libertades locales y los derechos individuales, los parlamentos y la idea de representación, el respeto a la propiedad y el gobierno de las leyes, y la existencia de un derecho natural y una ley eterna. Todo eso que Montesquieu llamó constitución gótica, y que en su opinión fue "el mejor tipo de gobierno que los hombres hayan podido imaginar" (El espíritu de las leyes XI, 8).

Perfectible sin duda, pero no sustituible. Sólo el conservador es consciente de hasta qué punto, en este momento, la lucha es una lucha por la forma. En esta misma línea de reflexión, es fácil comprobar la incomprensión que Hayek tiene de la verdadera filosofía política de Aristóteles. En La fatal arrogancia, afirma que el Estagirita no ha entendido la sociedad abierta y comercial, lo que él denomina orden extenso. A su juicio, con la cerrada posición de Aristóteles, "pronto se habría convertido su ciudad en una simple aldea"; en cuanto a su ética, sólo sería compatible "con una comunidad estacionaria". Pero aquí confunde Hayek estacionario con equilibrio. Porque el equilibrio de lo vivo es siempre dinámico y tenso. Lo que propone Aristóteles, y todo el pensamiento conservador con él, no es la negación del libre comercio sino su equilibrio. Y no mediante artificios o restricciones burocráticas o estatales, sino mediante la existencia de otros órdenes contiguos coexistentes, como son el político o el religioso. Es decir, que junto con el orden extenso del comercio deben existir órdenes intensos, como en la época de Aristóteles eran las fratrías, la familia o la misma polis.

Esta concepción parte de la constatación de que el desequilibrio y la preponderancia de uno de estos órdenes sobre los otros es una especie de hybris, de desmesura, que más pronto que tarde terminará por destruir no sólo a los elementos menos favorecidos, también al elemento preponderante. Lo que Aristóteles viene a señalar es que el comercio sin contrapesos morales, religiosos y políticos no es que sea destructivo para estos órdenes intensos, sino que es autodestructivo. ¿Acaso no ha nacido el moderno socialismo de una extensión desmesurada de lo económico, sin los contrapesos propios de los órdenes intensos religiosos, familiares y políticos? Acierta, por tanto, Hayek cuando afirma que fue esta filosofía aristotélica la que más influyó en Tomás de Aquino, y con él en la Baja Edad Media. Pero se equivoca sobre su sentido. ¿Cómo si no podría ser que la banca moderna, la letra de cambio, el florecimiento del comercio y de los intercambios, el derecho mercantil, los tribunales especiales para los comerciantes basados en la equidad, la seguridad del tráfico y la rapidez del proceso, el surgimiento y florecimiento de las ciudades basadas en el trabajo propio y no en el esclavismo se dieran precisamente en esa época? ¿Cómo pudo suceder que una época tan religiosa, de tanta influencia de la Iglesia, coincidiese con todo ese resurgir comercial y productivo? La respuesta de que toda esta expansión económica y comercial se produjo a pesar de la Iglesia no parece satisfactoria. La respuesta, más bien, parece encontrarse en la conciliación de los opuestos que tan bien caracteriza a la Iglesia. La realidad fue que la Iglesia, de un lado, estaba a favor del comercio y del crecimiento de la prosperidad en general, pero, de otro, sabía también de su necesaria función de contrapeso, de equilibrio ante la natural tendencia a la desmesura y codicia por parte de los hombres. A la Iglesia le correspondía recordar a los hombres de aquella época, como le corresponde ahora, que el dinero no lo es todo, que el afán de riquezas fuera de ciertos límites es malo, y que la codicia rompe el saco y hace infeliz al hombre.

La civilización occidental se constituyó como una suerte –fuerte y delicada al mismo tiempo– de equilibrios y contrapesos de muy diversa naturaleza. Los conservadores no se opusieron a lo largo del siglo XIX tanto a la expansión industrial y comercial como al desequilibrio, a la hybris, que ésta estaba provocando. Lo delicado de todo orden social, la complejidad y sutilidad de sus equilibrios, la diversidad de elementos que componen su trama, son cosas que al pensador racionalista le suelen pasar inadvertidas. Por su propia mentalidad, éste suele utilizar un paradigma único para juzgar toda la realidad, y en el caso del actual neoliberalismo este paradigma es el mercado. Muy lejos, por tanto, de la forma de pensar de un Burke o un Tocqueville. El propio Hayek buscó toda su vida ir más allá de su inicial posición racionalista, llegar a ser un viejo whig, como así lo confiesa en Por qué no soy conservador, hasta el punto de disgustarle el epíteto de liberal por este motivo.

¿Lo consiguió? ¿Pudo superar Hayek el racionalismo heredado de su maestro Mises? Creemos que no, que no consiguió liberarse del todo de su racionalismo inicial, razón por la cual nunca llegó a entender suficientemente qué es ser conservador y poder así convertirse en uno de ellos.