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Alicia Delibes

El sentimentalismo tóxico

El sentimentalismo se hace verdaderamente dañino cuando es utilizado políticamente por revolucionarios utópicos vendedores de falsas esperanzas.

El sentimentalismo se hace verdaderamente dañino cuando es utilizado políticamente por revolucionarios utópicos vendedores de falsas esperanzas.

"Un sentimental es alguien que simplemente desea disfrutar del lujo de una emoción sin tener que pagar por ello" (Óscar Wilde).

Theodore Dalrymple es el pseudónimo que el escritor británico Anthony Daniels (Londres 1949) ha utilizado en su libro El sentimentalismo tóxico, publicado en España por Alianza en el año 2016. Dalrymple es un autor muy poco conocido en España, este es el primero de sus libros que se ha publicado en nuestro país. De su vida conocemos poco. Su madre, alemana de origen judío, llegó a Londres huyendo de los nazis y su padre, según el propio Daniels ha contado, fue un comunista militante.

Anthony Daniels es médico psiquiatra, ha trabajado en Zimbabue y Tanzania y también en hospitales y prisiones del Reino Unido. Desde que se jubiló, en el año 2005, vive a caballo entre Francia e Inglaterra y se dedica fundamentalmente a escribir. Es autor de varios libros y de muchos artículos. En Inglaterra está considerado como un escritor de ideas conservadoras que huye de la corrección política como de la peste.

Tiene interés señalar que este libro fue publicado en Inglaterra en 2010 con el título Spoilt Rotten: The Toxic Cult of Sentimentality. Spoilt significa en español "mimado, consentido o malcriado", y rotten es "podrido o estropeado", así que Spoilt Rotten se podría haber traducido como Malcriados a conciencia o también Podridos a base de mimo.

Y es que la tesis del libro de Dalrymple es que el sentimentalismo tóxico que hoy domina en la sociedad británica tiene sus orígenes en la pedagogía intuitiva o romántica de admiradores de Rousseau como Pestalozzi, Froebel y, sobre todo, el famoso pedagogo norteamericano John Dewey. Pedagogía romántica, también llamada intuitiva, que se puso de moda en Inglaterra en los años treinta del siglo pasado y que, a partir de los sesenta, se convirtió en dogma de fe en casi todo el mundo occidental. La consecuencia fue una educación sin imposiciones, sin sacrificios, sin disciplina, sin esfuerzo y sin autoridad que, como dice Dalrymple, "ha arruinado las vidas de millones de niños creando una dialéctica de excesiva indulgencia y abandono".

Actualmente, a pesar de que ya existen múltiples estudios que muestran que una gran parte de la población inglesa es incapaz de redactar bien y de hacer cuentas con soltura, los partidarios de las ideas románticas siguen sentimentalmente aferrados a la idea de que, sin la influencia nociva de la sociedad, el hombre es bueno y los niños nacen en estado de gracia.

Y lo más grave, según este escritor británico, es que, como de algo hay que llenar las mentes infantiles, se han sustituido los contenidos de las materias tradicionales de estudio por el adoctrinamiento a base de sentimentalismo. Resulta curioso, dice Dalrymple, que el dióxido de carbono sea el único elemento químico que conocen los escolares, porque es el gas del efecto invernadero, y que "todos los niños quieran salvar el planeta pero ninguno sea capaz de encontrar a China en el mapa o de trazar su contorno".

El sentimentalismo, nos dice el psiquiatra inglés, es algo tan fácil de detectar como difícil de definir. Se podría decir que viene de la expresión exagerada de nuestras emociones en detrimento del uso de la razón.

Una sociedad que se mueve más por las emociones que por la razón puede ser fácilmente manipulada por cualquier demagogo oportunista que carezca de escrúpulos para adular los buenos sentimientos de la gente con el fin de hacerse con el poder.

Un lenguaje sentimental es siempre grandilocuente, utiliza palabras que suenan bien pero que significan muy poco porque, en el fondo, existe la intencionalidad política de ocultar o disimular una verdad. "Los intentos actuales de reformar el lenguaje", dice Dalrymple, "persiguen un fin político, normalmente utópico, y por tanto, romántico y sentimental".

Dalrymple explica con ejemplos cómo ha cambiado la percepción social sobre la expresión pública de las emociones. Por ejemplo, a nosotros, y digo "nosotros" porque pertenezco a la misma generación que el autor del libro, nos educaron de forma que debíamos ser capaces de controlar las lágrimas, ya fueran motivadas por el dolor, la rabia o la ira. Ahora, por el contrario, la falta de lágrimas se interpreta como falta de sentimientos. Hoy, el control de las emociones no es un valor, al contrario, es síntoma de dureza inhumana, es una falta de atención hacia los demás y hasta los psicólogos lo consideran dañino para uno mismo.

En política este cambio de valores se hace mucho más visible. Las lágrimas de un político, ya sea el alcalde del pueblo más pequeño de España o el jefe del Estado, conmueven a la población. La frase "En política hay que venir llorado de casa" ha pasado a la historia. Hoy la gente quiere que sus líderes lloren, y si no les ven llorar consideran que no tienen corazón.

Lo más grave para Dalrymple es que el sentimentalismo se ha convertido en un fenómeno de masas y ejerce un poder coercitivo sobre la población. Hoy hay que ser sentimental desde la cuna hasta la tumba. Aquel que no experimente las emociones de la mayoría se convierte en un enemigo del pueblo.

Otra muestra de este sentimentalismo tóxico es, para el psiquiatra británico, el afán que muestran las sociedades modernas por constituir numerosos y variados colectivos de víctimas. Y como el certificado de víctima lo otorga un determinado grupo social, "los que no forman parte de ese grupo, por definición, no son víctimas y, por tanto, no merecen nuestra simpatía". Una muestra más de cómo el sentimentalismo que Dalrymple llama tóxico puede alcanzar carácter totalitario.

El sentimentalismo se hace verdaderamente dañino cuando es utilizado como instrumento político en manos de revolucionarios utópicos vendedores de falsas esperanzas. La revolución romántica de la segunda mitad del siglo XVIII cuestionó la idea cristiana de que el hombre nace imperfecto y puede y debe esforzarse para alcanzar la perfección. Los discípulos de Rousseau sustituyeron el pecado original por la bondad natural del hombre. "Como la humanidad nacía feliz y bondadosa la infelicidad y el sufrimiento eran pruebas de maltrato y victimización. Por tanto, para devolver al hombre a su estado natural de bondad y felicidad, hacía falta una ingeniería social a gran escala. No es de extrañar entonces", dice Dalrymple, "que la revolución romántica diera paso a una era de grandes matanzas por motivos ideológicos".

El sentimentalismo está en el origen de las revoluciones más violentas. Y es que, nos dice el autor de Spoilt Rotten, se debe desconfiar siempre de quienes, como Rousseau o como Lenin, dicen amar intensamente a la humanidad pero odian cualquier manifestación individual de la misma.

Dalrymple se refiere al cristianismo como freno de las falsas utopías redentoras: "El punto de vista cristiano es menos sentimental que el laico. Los laicos ven víctimas por todas partes, hordas de gente sufriendo que deben ser rescatadas de la injusticia".

El sentimentalismo no es dañino si permanece en la esfera de lo personal, pero como motor de una política pública es tan perjudicial como frecuente. Trae consigo la tiranía del pensamiento único. Destruye no solo la capacidad de pensar del individuo, sino la conciencia de que pensar por uno mismo es una obligación moral.

Ese cultivo tóxico de lo sentimental que Dalrymple denuncia en Inglaterra se encuentra en todas las sociedades occidentales. Fernanado Savater ha dicho de este libro que se debería leer para entender lo que está pasando en España y en Europa. Yo diría que también se debe leer para comprender la forma de hacer política del partido Podemos y de su sucursal madrileña, Ahora Madrid. El lenguaje grandilocuente y sensiblero, la hipocresía, la victimización, la utilización política del sufrimiento ajeno, todo lo que Dalrymple denuncia en este libro y califica como sentimentalismo tóxico está presente en el quehacer político diario del gobierno que encabeza Manuela Carmena.

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