Menú
Alicia Delibes

La quinta esquina

En la URSS, un prisionero podía ser arrojado a una habitación cuadrada de muy pequeñas dimensiones con la orden de buscar una inexistente "quinta esquina": hasta que la encontrara o confesara su crimen, no saldría de allí.

En la URSS, un prisionero podía ser arrojado a una habitación cuadrada de muy pequeñas dimensiones con la orden de buscar una inexistente "quinta esquina": hasta que la encontrara o confesara su crimen, no saldría de allí.
Edvard Munch: 'El Grito' | Wikipedia

Los detenidos en la Rusia de Stalin sufrían largos interrogatorios en los que los agentes de la KGB pretendían hacerles confesar delitos que, generalmente, no habían cometido. Cuando el prisionero se negaba a aceptar las mentiras inventadas por el agente de turno de la policía secreta, tras ser torturado cruelmente, era arrojado a una habitación cuadrada de muy pequeñas dimensiones con la orden de buscar una inexistente "quinta esquina" de su celda;porque, se le decía, hasta que la encontrara o confesara su crimen no saldría de allí.

La quinta esquina es el título que el escritor ucraniano Izraíl Métter (1909-1996) escogió para una sus novelas, publicada recientemente en España por Libros del Asteroide. Métter es un autor poco conocido en España. Pertenece a la generación de escritores que, como el ucraniano Vasili Grossman (1906-1969), la rusa Lidia Chukósvkaia (1907-1996), el alemán Sebastian Haffner (1907-1999) o el húngaro Arthur Koestler (1905-1983), vivieron de niños la Primera Guerra Mundial y sobrevivieron a los regímenes totalitarios que engendró la Europa del siglo XX.

Izraíl Métter nació en la ciudad ucraniana de Járkov, en el seno de una familia de pequeños comerciantes judíos. Durante los años de entreguerras se ganó la vida como profesor de matemáticas, después de tener una formación autodidacta, pues su condición de pequeñoburgués, perteneciente a una familia de comerciantes y artesanos, le había cerrado la posibilidad de acceder a estudios superiores en el nuevo régimen soviético.

En La quinta esquina, Métter crea un personaje, Boria, cuya biografía podía ser la suya propia, que al final de los años sesenta repasa los años vividos bajo la dictadura de Stalin. Boria relata sus frustrados intentos por acceder a los estudios superiores, sus experiencias como profesor de matemáticas, la muerte de su padre, su amor imposible por la bella Katia, sus matrimonios fracasados, el sitio de Leningrado, y, finalmente, el reencuentro con los pocos conocidos que, como él, sobrevivieron milagrosamente a las purgas de Stalin y a la Segunda Guerra Mundial.

Podría decirse que el principal argumento de la novela es el gran e imposible amor entre Boria y Katia. El adolescente desaliñado que era Boria en los años veinte fue contratado por la hija única de un médico de éxito de Járkov para que le ayudara a preparar sus exámenes de secundaria. De aquellas clases surgirá la historia de una extraña relación que marcará la vida del protagonista y que terminará con la detención de Katia en 1949 y su suicidio en una celda cuadrada de la que no iban a permitirle salir hasta que no encontrara "la quinta esquina".

Sin embargo, el principal argumento de la novela de Izraíl Métter es el doloroso examen de conciencia que hace el autor sobre su propia vida y la de toda su generación: "Examino mi vida como se examina el trigo", dice Boria, "poniéndolo en la palma de la mano para encontrar las semillas malas". Y en este examen de conciencia se pregunta:

¿Y qué hacer con las ilusiones perdidas? ¿Qué hacer con aquello en lo que creía? ¿Qué hacer conmigo mismo, con aquello que quise decir y hacer y no hice ni dije? Y no porque no hubiera tenido tiempo. Lo tuve. Tuve tiempo de reflexionar. Y llegué a conclusiones que me asustaron.

Al repasar los años su juventud, el protagonista de La quinta esquina trata de comprender lo que ocurrió y explicar cómo fue posible que cientos de miles de ciudadanos (entre los que se contaban niños empujados por sus maestros a espiar y denunciar a sus propios padres) participaran en el perverso juego de las delaciones arbitrarias e injustas sin ser conscientes de que a causa de ellas sus propios familiares y amigos podrían ser detenidos.

Así, escribe Métter, se iba extendiendo en la sociedad el miedo y la desconfianza de todos hacia todos:

Con diligencia sospechábamos la traición de nuestro amigo, pero tomábamos vodka con él; los maestros sentían temor de sus alumnos. Los alumnos de sus maestros. Sintiendo terror y repugnancia por la delación, la gente se apresuraba a ser la primera en delatar, para adelantarse a los otros.

Y así fue cómo la locura se apoderó de una sociedad en la que, a las dificultades para alimentarse y sobrevivir, se añadía la inseguridad, la sospecha y el terror:

La sospecha de todos contra todos se arraigaba en el cerebro, irradiaba los genes, cambiando su código; la sospecha ya era hereditaria (…) Esa época mostró que el ser humano no conoce límites para sus capacidades, ni para el heroísmo, ni para la bajeza.

Una anécdota que resultaría intrascendente en la sociedad libre en la que ahora vivimos hizo a Boria cómplice de aquella locura colectiva. Ocurre en 1930. Boria es profesor en la universidad comunista para adultos de los Urales y pone a prueba sus dotes de pedagogo al tratar de explicar a sus alumnos, por medio de las matemáticas, todas las situaciones de la vida.

Me parecía indiscutible que incluso los acontecimientos políticos pudieran ser vistos desde un punto de vista matemático. (…) Había inventado incluso problemas que abordaban el "sabotaje" y las "desviaciones en el interior del partido".

Un día Boria cuenta a sus colegas que está preparando la edición de un libro con este tipo de problemas. El rector de la Universidad cometió la osadía de reírse de él y calificar su intento de "vulgar y ramplón". Boria, profundamente herido, decidió vengarse y en su libro incluyó un ingenioso problema en el que con unas cuantas cifras se demostraba que el buen rector era "un enemigo del pueblo". "Yo, lo demostré; a él, le fusilaron".

Izraíl Métter encuentra una explicación para aquella locura colectiva que recuerda al ensayo El Anticristo que el austríaco Joseph Roth escribió desde el exilio, en 1934:

La fe del hombre ignorante en Dios se ha ido acumulando durante milenios; se transmitía de generación en generación. La hipocresía de la religión era relativa: no prometía el reino de Dios en la Tierra. Mentía hablando de la hojarasca del paraíso. El concepto de Dios era especulativo. Mejor dicho, a medida que iba aumentando la cultura de la humanidad, se volvía cada vez más especulativo.

Y, de repente, Dios se encontró junto a nosotros. Apareció en un país que se había vuelto casi completamente antirreligioso. Ese dios era concreto. Llevaba unas botas altas relucientes de puro limpias, una guerrera y una gorra de aspecto semimilitar. Los iconos de su imagen se editaban en tirajes de millones de ejemplares.

Incluso las habitaciones de los pisos comunales se convirtieron en casas de oración.

Las asambleas generales comenzaron a parecerse a las reuniones de los flagelantes.

Los sectarios se martirizaban ante los ojos de sus correligionarios.

Era un dios cruel. No castigaba en el otro mundo, sino en este. Y cuanto más castigaba, con mayor exaltación creían en él.

(…)

Desde el nacimiento del cristianismo hasta el momento en que millones de personas tuvieron fe en Cristo, pasaron siglos. El nuevo dios apareció después de la muerte de Lenin, y la fe en él, temblorosa y ciega, se apoderó de cientos de millones de personas en el transcurso de 15 o 17 años."

(…) Él lo veía y lo oía todo con los ojos y los oídos de los delatores. De ser una ocupación secreta y vergonzosa, la delación pasó a convertirse en un honorable deber cívico.

Izraíl Métter, como Vasili Grossman, como Sebastian Haffner, o como otros escritores que quisieron explicarse cómo pudo ocurrir lo que ocurrió, ya sea en la Rusia estalinista o en la Alemania nazi, es consciente de que una sociedad "colectivizada" está preparada para renunciar a la libertad individual. El personaje creado por Métter reflexiona sobre la sociedad en la que le ha tocado vivir y se da cuenta de que como persona es prácticamente inexistente. En el mundo planificado y burocratizado de la Rusia soviética, los individuos no cuentan:

Los cuadros lo deciden todo, dijo Stalin. Él no hubiera podido operar con la fórmula "las personas lo deciden todo", porque el concepto personas era para él superfluo e incluso embarazoso".

Izraíl Métter terminó de escribir La quinta esquina en 1969 pero no pudo publicarla hasta 1989.


NOTA: La versión original de este texto apareció en primer lugar en el blog de la autora.

Temas

0
comentarios