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Agapito Maestre

Ortega y Gasset, el gran maestro

Creo que la filosofía de Ortega ofrece todavía energías para saber vivir en el fracaso. Sí, aún hay filosofía en Europa para sobreponerse al fracaso.

Creo que la filosofía de Ortega ofrece todavía energías para saber vivir en el fracaso. Sí, aún hay filosofía en Europa para sobreponerse al fracaso.
José Ortega y Gasset | Cordon Press

Leemos a Ortega por placer y para comprender lo incomprensible, la vida. Leemos a Ortega para entender nuestro tiempo. Leemos a Ortega y pensamos con alegría. Es una obra jovial que apenas necesita actualización. No existe asunto importante en España sobre el que Ortega no haya dicho algo decisivo. Imposible pensar en España y en Europa, quizá en el mundo, sin contar con la obra de Ortega. Metáfora e idea, creatividad y definición, vida y razón, España y Europa, persona y especie, viajan cogidas de la mano en la obra de este pensador. Estoy, estamos, ante el filósofo más grande de España en el siglo XX.

Da vida cualquiera de sus páginas y muestra a cada paso la existencia de un tipo de amor imprescindible para vivir con dignidad: sin amor a los nuestros, a nosotros, a los que vivimos en una comunidad nacional, no hay vida democrática. Aunque devaluado por obtusos y terroristas, sin patriotismo desaparece la dignidad democrática. La nación, como dijera Antonio Machado en la estela de la razón vital de Ortega, no es un mito. Su idea de nación democrática jamás cayó en el tradicionalismo nacionalista, porque pensó España a partir de una característica común de todos los pueblos occidentales: su "forma dual de vida". Es imposible la comprensión de España, o de cualquier otro pueblo europeo, sin el "repertorio común de ideas, maneras y entusiasmos" que entre esos pueblos se iban creando, mientras cada uno de ellos desarrollaba "su genio peculiar". La filosofía de Ortega critica con precisión que es un anacronismo defender que la nacionalidad es la "forma más perfecta de vida colectiva." Europa, la Unidad Europea, es cada vez más necesaria para comprender a los pueblos surgidos de las ruinas del mundo antiguo. Por aquí la vigencia del genio de Ortega está a la vista; empieza a ser opinión común, o sea política, que la crisis actual de la Unión Europea obedece al dominante afán de beneficio de cada uno de sus socios. Esa voluntad de dominio de los Estados-Nación sobre la propia Unión estaría desvirtuando el propio ideal de una Europa Unida: la superación de las identidades nacionales en un Estado Supranacional.

Eran certeros el diagnóstico y el pronóstico del filósofo español, uno de los más grandes padres espirituales de una Europa unida, ofrecido en pleno proceso de reconstrucción de Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, en un Berlín dividido en cuatro zonas. Entonces, como ahora, los máximos responsables de no haber conseguido ese salto cualitativo en la política mundial, es decir, transitar del Estado-Nación al Estado Supranacional tuvo un nombre: "las minorías políticas dirigentes". Tampoco en esto se equivocó. La baja calidad de los dirigentes políticos no ha conseguido hacer creíble la UE para sus propios ciudadanos. Las élites políticas han sido incapaces de hacerse cargo del destino de los pueblos de Europa que, según Ortega, "les hacia, a la par, progresivamente homogéneos y progresivamente diversos" de modo superlativamente paradójico. Han sido incapaces de explicar a la ciudadanía los problemas y las ventajas de un proceso, sin duda alguna apasionante, que debería habernos conducido a los europeos desde las nacionalidades clásicas a una identidad colectiva de carácter supranacional. Por desgracia, ese proceso está detenido por culpa de una casta política cada vez más envilecida por los falsos apetitos de las masas. Nuestros políticos han preferido ser antes dirigidos que dirigentes. No han sabido fortalecer las nuevas formas de identidad política surgidas de la UE y, además, han deteriorado, cuando no destruido, identidades colectivas de carácter nacional, que parecían fuertes y seguras. Los dirigentes políticos europeos han fracasado a la hora de explicar las bondades y sacrificios de la Unión.

Por eso, para que nadie se llame a engaño, habrá que volver a la filosofía. Porque la capacidad de autoengaño es infinita entre los humanos, especialmente si están maleducados en las consecuencias perversas del idealismo, o peor, en el tradicionalismo nacionalista, es menester volver a pensar Europa con la razón histórica de Ortega. Más acá del respetable deseo de creación de un futuro Estado Supranacional europeo, Europa hoy no es, por desgracia, creíble para sus propios ciudadanos, porque no sabemos quién ejerce el poder y tampoco tenemos grandes filósofos que nos iluminen sobre las posibles salidas. Mas, ¿queda aún pensamiento para convertir la frustración en logro? Creo que la filosofía de Ortega ofrece todavía energías para saber vivir en el fracaso. Sí, aún hay filosofía en Europa para sobreponerse al fracaso. Para quienes estamos educados en la lectura de los clásicos, para quienes sabemos valorar la conducta de aquellos que hacen de la necesidad virtud, para quienes intentamos vivir con dignidad entre ruinas, para quienes nos sentimos cosmopolitas, o sea, individuos que sabemos que lejos de nuestro país existen otros hombres, otros pueblos, con los que podemos convivir, es innecesario explicar por qué acogemos siempre con expectación la filosofía de Ortega.

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Regresemos a esa filosofía. Regresemos al racio-vitalismo. Regresemos a un pensamiento exacto de lo inexacto. Volvamos a Ortega porque ha superado con un triple salto mortal, como los acróbatas más valientes, el número más difícil del circo filosófico. Ha logrado rebasar la mayor prueba de la filosofía en todos los tiempos: escribir para todos los públicos. Es fácil hacer filosofía para los expertos, lo difícil es componer, crear e inventar filosofía para el profano. Eso solo está al alcance de los grandes. Ortega es uno de ellos. A reivindicar esta grandeza del pensamiento de Ortega dedico este libro. El apartado político de su filosofía me interesa sobremanera. Nuestro filósofo pensó la política, toda su vida hizo política y, además, reflexionó sobre su propia filosofía y acción políticas. Es menester levantar acta de esas tres obviedades de la vida y obra de Ortega para que nadie se llame a engaño. No nos pidan que demostremos lo evidente. Pero, si algún académico de mala fe insistiera en la búsqueda de demostraciones, quizá para atisbar una alevosa objeción contra el comportamiento del filósofo antes, durante y después de la Guerra Civil española, lea directamente en los libros de Ortega y, luego, recapacite sobre esas tres evidencias. Mas nadie crea que saldrá de la lectura de Ortega igual que entró; quien lea sin prejuicios en sus libros, cosa difícil en un país fanatizado por ideologías guerra-civilistas o comportamientos políticamente correctos, saldrá transformado: los inteligentes reforzarán su libertad, mientras que los estultos, lectores a palos de su bellísima prosa, saldrán más depravados. Nadie en nuestro país ha pensado, en el siglo XX, lo político con el rigor que lo hizo Ortega: tuvo una idea del Estado democrático dentro de una Nación a la par que criticó la deriva totalitaria del Estado y la sociedad. Estudió de modo preciso la génesis de esa deriva, que él llamó politicismo integral o democracia morbosa, vinculada al pensamiento idealista y la acción revolucionaria.

Ortega hizo y pensó la política toda su vida bajo la sencilla fórmula que él mismo acuñó: "El que no se ocupa de política es un hombre inmoral, pero el que sólo se ocupa de política y todo lo ve políticamente es un majadero." Esta distinción es necesaria para no confundir un sistema democrático con un régimen de politicismo integral, que es la principal puerta de entrada a los regímenes políticos de carácter totalitario. No todo es político, aunque todo pudiera ser politizado; toda vida humana pudiera ser susceptible de ser politizada, pero no todos los ámbitos de la vida son políticos; entre lo politizable y lo político tiene que haber siempre una distancia, un espacio espiritual inviolable, que pertenece únicamente al individuo; si el Estado se apropiara de ese territorio, propiedad única y exclusiva del individuo, la intimidad de la persona quedaría lesionada y la política fracturada. La defensa de ese recinto anímico, personal e intransferible, es vital para que subjetividad y política puedan vivir juntas, o sea, convivir. Sólo en los regímenes totalitarios desaparecen la una y la otra. Y solo los regímenes democráticos, genuinamente liberales, respetan esa distancia; por eso, precisamente, Ortega se aleja de Nietzsche y su crítica radical de la política. La retirada a lo privado y el silencio, que cultivó Ortega durante una larga etapa de su vida, nunca fue compatible con el dictum nietzscheano: "Si es público, entonces no es bueno"; por el contrario, el silencio de Ortega nos enseña que la genuina política está cultivada en el respeto a la intimidad de los individuos. Lo público no solo puede ser bueno sino que puede hacer al ser genuinamente humano si, y solo si, se concilia con la privacidad de los individuos.

La filosofía de Ortega enseña con precisión y belleza que sin una tajante separación, a la par que una correcta relación, entre lo público y lo privado del individuo desaparece la democracia y queda lesionada la dignidad de la persona. Quien viola esa distancia entre la privacidad y la esfera de la publicidad, está ganándose el epíteto de hombre-masa. Nadie como él ha desmontado con tanta sagacidad que el origen de esa confusión procede de la filosofía idealista europea. Las perversidades vitales que alberga en su seno el racionalismo han dado lugar a una razón revolucionaria, razón total, que termina negando al individuo al que debería servir. El estudio de la génesis y comprensión, jamás justificación, de la razón revolucionaria es su contribución clave a la filosofía política contemporánea. Uno de los frutos más sabrosos de su razón vital es su crítica al politicismo integral, a la democracia morbosa, la rebelión de las masas, en fin, al totalitarismo envuelto en la identificación perversa de lo privado y lo público por un lado, y la confusión permanente del ámbito del poder público con las esferas del derecho y el saber por otro. Esas aportaciones son irreductibles a cualquier otra filosofía de su tiempo o del nuestro. La originalidad de Ortega es fácil de cifrar: tiene una filosofía propia.

Quien no tenga capacidad, generosidad e imaginación para penetrar en la singularidad de esa filosofía, cuyo eje central es la crítica de Ortega a la razón idealista, revolucionaria, no comprenderá la grandeza de Ortega en la historia de la filosofía contemporánea. Esta elaborada crítica de Ortega a la vinculación del idealismo con la revolución contiene los capítulos decisivos de La aurora de la razón histórica. Ésta es la gran obra de Ortega que sólo le faltó escribir, o mejor dicho, haberle puesto un prólogo y un epílogo, porque en realidad las Obras Completas de Ortega, en la versión de los doce volúmenes que agavilló con delicadeza Paulino Garagorri, o en la de los diez tomos de la nueva edición, podrían titularse así: "La aurora de la razón histórica". Es un camino de salvación de la circunstancia totalitaria que determina al hombre-masa en las sociedades actuales. Su idea de Estado-Nación para España dentro de Europa, junto a su crítica a la revolución, en general, y a las experiencias totalitarias de los nacionalismos, especialmente los fascistas y comunistas, en particular, son aún actuales. Filosóficas.

De esa actualidad, de esa filosofía, trata este libro, que no puede avanzar sin mostrar, señalar e identificar a quienes la han rechazado. Critica a quienes han hecho del desprecio sistemático de la obra de Ortega una forma de existencia. Somete a estudio una parte de la filosofía "académica" que ha leído a Ortega en términos ideológicos, o peor, resentidos ante la excelencia de una de las prosas más perfectas del siglo XX. Esa gente se ha comportando con Ortega como los esclavos de la caverna de Platón; prefirieron seguir viviendo en la obscuridad antes que ser liberados por un filósofo español. Han tratado de eliminarlo para seguir sobreviviendo en un submundo de sombras, resentimientos y vanas especulaciones. Han renunciado a seguir el camino que les marca la luz del mediodía. Han preferido las brumas oscuras del antro a la claridad del día. Se arrastran por la caverna de la Academia y buscan el momento más oportuno para asestarle el golpe mortal al filósofo español. Allá ellos. Han perdido muchas veces la batalla. Y volverán a ser derrotados.

NOTA. Este texto es la introducción de Ortega y Gasset. El gran maestro, que acaba de publicar la editorial Almuzara.

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