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Santiago Navajas

Trump y el fascismo

Llamemos a los 'antifascistas' de extrema izquierda lo que han sido siempre: totalitarios.

Enfrentamientos en Charlottesville | EFE

"¡Qué bello predicar la no violencia! ¡Ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos! (...) Ninguna dulzura borrará las señales de la violencia; sólo la violencia puede destruirlas". Jean Paul Sartre.

¿Quién no se declara antifascista? El fascismo es sinónimo del mal radical, de la infamia absoluta. El mundo se divide entre fascistas y personas, como rezaba un titular a propósito de Charlottesville. La dignidad y la decencia de una parte, el odio y la vileza de la otra. En una confrontación entre fascistas y antifascistas no caben matices ni equidistancias. En la Edad Media, el símbolo de la Bestia era el número 666; actualmente, es una esvástica. Y aliado del fascismo es el racismo, el crimen por antonomasia tras el genocidio judío urdido por los nazis y la ominosa institución de la esclavitud que constituye el pecado original de los Estados Unidos. Pero una cosa es declararse antifascista y otra serlo.

Algunos de los declarados antifascistas son violentos, pero ¿acaso no está justificada la violencia cuando se trata de defenderse contra la plaga fascista? Del mismo modo que no es posible curar un cáncer sin cirugía, quimioterapia u otros procedimientos agresivos, sería peor que un crimen, un error, andarse con chiquitas contra los que son objetivamente violentos. El Washington Post, un referente del periodismo de izquierdas que acabó con Nixon y ahora trata de destruir a Trump, publica artículos (o este otro) en los que se comprende la violencia ejercida por los antifascistas de extrema izquierda (comunistas y anarquistas de distinto pelaje), ya que al enfrentar los horrores de la esclavitud y el Holocausto estaría éticamente justificada y sería estratégicamente efectiva. El autor del artículo cita como enemigos de los antifascistas a Hitler, Mussolini y Franco.

Pero olvida mencionar que el movimiento antifascista de extrema izquierda estuvo manipulado desde el inicio por Lenin, en primer lugar, y por Stalin más tarde. Y siempre bajo la genial y ominosa figura de Willy Münzenberg, el equivalente bolchevique de Goebbels. En el VII Congreso de la III Internacional (Comunista o Komintern) de 1935, Stalin explicó a los asambleístas que se iniciaba un periodo de formación de Frentes Populares, en el que los comunistas debían aliarse con los antifascistas no comunistas, los detestados socialistas, para luchar contra los todavía más odiados fascistas. Pero esta unión con los socialistas, "lacayos del capitalismo", era solo una mentira estratégica y la cooperación sería solo momentánea. Hasta que en 1939, en un ¿insospechado? giro de guión, Stalin se alió con Hitler para derrotar al enemigo común: los sistemas democráticos liberales y capitalistas. Hitler era un fascista y Stalin era un antifascista (a partir de aquí, ojo a las cursivas). ¿Cómo resolver la paradoja? Asumiendo que hay un antifascismo tan totalitario como el fascismo contra el que lucha. La fusión contranatura entre diversos antifascismos, el totalitario y el democrático, era un caballo de Troya estalinista que serviría para destruir desde dentro a la izquierda civilizada, aniquilar a la derecha y hacer triunfar a la ultraizquierda.

Algo semejante está sucediendo hoy en día en los Estados Unidos, donde la reacción instintiva contra Trump ha hecho que la izquierda ejerza la ceguera voluntaria respecto de la violencia de sus extremistas para poder meter el dedo en el ojo al presidente que ha rechazado tanto los actos violentos tanto de los grupos xenófobos de extrema derecha como de los grupos identitarios de extrema izquierda. Lo que no es sino sentido común y decencia política –la denuncia de la violencia en nombre de la raza, la clase social o el género–, la izquierda lo ha transformado en una equidistancia entre fascistas y antifascistas, multiplicando las imágenes de banderas nazis y antorchas con aire de familia con el KKK mientras ocultan a los enmascarados anarcoides y las agresiones contra los manifestantes de la derecha alternativa (o contra cualquiera, también centristas y liberales, que ose debatir sus postulados). No cabe olvidar que gran parte de los manifestantes de Charlottesville simplemente se manifestaban contra la retirada de la estatura del general Lee, una reivindicación que fue manipulada por los extremistas de derechas para sus delirios supremacistas. Lo que a su vez fue aprovechado por la izquierda radical o alt left. La diferencia reside en que Trump se resistió a la demonización de todos los manifestantes de un lado, mientras que la izquierda asumió a sus radicales violentos en su campaña de las de no hacer prisioneros contra Trump.

Trump es el epítome de lo políticamente incorrecto y de la personalidad que no se amedrenta ante los dogmas de la tribu, como el de que la violencia de la extrema izquierda es rechazable pero cabe justificarla en cierta medida (lo que ha llevado a que en nuestro país alguien como Otegi sea tildado como "hombre de paz" y se le hagan entrevistas televisivas en las que se blanquea su pasado terrorista).

El colmo de la infamia de la izquierda americana ha consistido en equiparar a las tribus violentas de radicales de extrema izquierda con los soldados norteamericanos que lucharon contra el nazismo. En todo caso, cabría compararlos con el Ejército de la URSS, que tras vencer a los nazis impuso el Terror comunista en los países del Este. El equivalente, salvando las distancias, de Trump en aquellos días en los que el marxismo era el horizonte de la época serían los pocos que se atrevieron a equiparar la violencia fascista y la antifascista. En la magnífica novela gráfica Logicomix, sobre la vida de Bertrand Russell, unos exaltados de izquierda gritan "¡fascista!" al filósofo inglés porque se declara a favor de la guerra contra Hitler, contra la manipulación frentepopulista del antifascismo estalinista. Antes señálabamos que el símbolo ominoso del totalitarismo es la esvástica. Pero también la hoz y el martillo. Sin embargo, mientras en los países que han sufrido a nazis y comunistas –de Polonia a Hungría, pasando por Chequia– ambos símbolos están irremisiblemente contaminados, en Occidente todavía existe una asimetría entre los crímenes perpetrados en nombre de dichas ideologías sangrientas. A Trump lo comparan con Hitler a pesar de que jamás ha reivindicado ninguna herencia ideológica fascista, mientras que en el Ayuntamiento de Madrid varios concejales vitorean a Lenin y el golpe de Estado bolchevique de 1917 sin que nadie en la izquierda se rasgue las vestiduras, todo lo contrario.

Mientras Trump condena "la violencia de ambos lados", y lamenta el asesinato de la joven activista que militaba entre los que sí se manifestaban pacíficamente contra la extrema derecha, no hay noticias del equivalente en la izquierda.No me consta que ni Obama ni Clinton hayan denunciado una sola vez los ataques de la extrema izquierda en la Universidad norteamericana. Eso sí, el expresidente demócrata tuitea como si fuera Paulo Coelho, encadenando una cita de Nelson Mandela con una fotografía propia en la que aparece junto con unos niños de diversas razas:

Nadie nace odiando a otros a causa del color de su piel, su origen o su religión…

Sin embargo, Obama no se plantó contra la cultura de la violencia que está arraigada en la comunidad afroamericana y que hace que un negro tenga una probabilidad mucho mayor de ser asesinado por otro negro que por un policía o un neonazi, los únicos señalados por el movimiento supremacista negro del Black Lives Matter. Enfrentarse a la verdad en lugar de tuitear como un alma bella es la diferencia entre montar un caballo salvaje o un unicornio.

La campaña contra Trump se desliza por la pendiente resbaladiza que va de la crítica legítima a su talante desaforado o su proteccionismo mercantilista a la demonización y la amenaza física. Trump es casi el único que desafía la hegemonía cultural del "pensamiento Alicia" que denunció Gustavo Bueno, reflejado en mensajes infantiloides como el del tuit de Obama. Si el expresidente representa la quintaesencia de la ideología de la dictadura moralista (que ha instaurado una caza de brujas contra los que piensan en clave liberal) y el político prefabricado según los clichés del marketing diseñado por ingenieros sociales con ínfulas de Big Brother tecnocrático, Trump es el epítome de lo políticamente incorrecto y de la personalidad que no se amedrenta ante los dogmas de la tribu, como el de que la violencia de la extrema izquierda es rechazable pero cabe justificarla en cierta medida (lo que ha llevado a que en nuestro país alguien como Otegi sea tildado como "hombre de paz" y se le hagan entrevistas televisivas en las que se blanquea su pasado terrorista). Del mismo modo que Münzenberg inventó las conferencias culturales como un instrumento de propaganda en las élites, hoy son medios como Washington Post, CNN o New Yorker los que ejercen esa misión de evangelización ideológica y de asalto al poder.

Los panaderos españoles han iniciado una campaña para que nadie pueda decir: "Pan con pan, comida de tontos", demostrando empíricamente que demasiado contacto con el pan puede ser malo para la inteligencia. Hay otro refrán que querría eliminar la izquierda políticamente correcta: "Al pan, pan; y al vino, vino". Ni caso. Llamemos a los antifascistas de extrema izquierda lo que han sido siempre: totalitarios. De esta forma cobra sentido lo que dijo Trump de rechazar la violencia de los "hunos y los hotros" (Unamuno).

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