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Santiago Navajas

Guerra en el campus

A quien hay que escuchar no es a quien más sepa, sino quien se queje mejor.

A quien hay que escuchar no es a quien más sepa, sino quien se queje mejor.
El Pensador de Rodin | aconcagua (talk)/Wikipedia

El último escándalo académico en EEUU ha venido de la mano de un intento de reproducir la tomadura de pelo de Alan Sokal a una revista posmoderna... pero multiplicada en varios órdenes de magnitud. Tres científicos sociales escribieron unos veinte artículos para "estudiar, comprender y exponer la realidad de los estudios del agravio" (academic grievance studies), que están "corrompiendo la investigación académica".

Los artículos son auténtica basura. Pero basura hecha aposta. Si, a pesar de la pestilencia de sus resultados y sus metodologías, conseguían no ser detectados por el olfato de los sabuesos académicos, y que los publicaran revistas de prestigio en el ámbito de las ciencias sociales de extrema izquierda (una combinación de anticapitalismo subvencionado, posmodernismo nihilista y feminismo andrófobo), sus autores darían un pequeño paso hacia la destrucción de sus propias carreras académicas pero un gran salto en la denuncia de este entramado ideológico radical con pretensiones académicas.

Uno de los textos no era sino un refrito de citas de Adolf Hitler... presentadas como si fuesen obra de una feminista radical. En otro se estudiaba la "cultura de la violación" en los perros que pasean por los parques. Y así hasta el 80% de los engendros fueron admitidos para revisión. No hace mucho otro bromista con ganas de hacer de niño impertinente señalando que el rey posmoderno está desnudo fabricó un artículo sobre "el pene conceptual como constructo social".

Esta broma gigantesca tiene un propósito muy serio: llamar la atención sobre la frivolidad, la banalidad y la estulticia que se esconde tras "gran parte de los estudios de género, la teoría crítica de la raza, la teoría poscolonial y otros campos teóricos de las Humanidades y las Ciencias Sociales, especialmente en la Sociología y la Antropología, con el fin de separar las disciplinas y los estudiosos que producen conocimiento de los generadores de sofística constructivista".

A los españoles, sin embargo, todo este escándalo nos parece la ya habitual histeria anglosajona por detalles sin apenas importancia. Que las Humanidades y las Ciencias Sociales son, por decirlo de una forma suave, relajadas con los criterios de rigor, objetividad y verdad es algo que sabemos de sobra gracias a las tesis doctorales y de máster que ha perpetrado el actual Gobierno socialista, ya que si malo es que la ministra Montón y el presidente Sánchez copiasen, peor es la calidad de sus tesis. El trabajo de fin de máster en "Estudios Interdisciplinares de Género" de la exministra socialista se titula Reproducción asistida, ¿una liberación o un retroceso en la igualdad? La pregunta es retórica porque, en lugar de hacer un análisis académico de la cuestión, Montón elabora una serie de prejuicios contra la reproducción asistida desde una posición política de izquierda reaccionaria. Eso no es una tesis sino un panfleto. Y el tribunal que la aprobó, a pesar de los plagios y el sermón, no era sino una panda de amigos jugando una pachanga pseudoacadémica.

Lo de los penes como constructos sociales, Hitler en clave feminista, los arrebatos contra la reproducción asistida que harían feliz al obispo más carpetovetónico: la clave de lo que está pasando en los departamentos de Humanidades y Ciencias Sociales reside en el traslado de la dimensión académica a la trinchera política. Pero ¿cuándo se jodió el campus norteamericano? O, dicho a la manera de los autores de los artículos del escándalo, ¿cuándo se corrompió la Academia?

La respuesta es que fue en algún momento alrededor de 1966. Un poco antes, en 1964, se produjo una revolución beneficiosa en las universidades norteamericanas, el Free Speech Movement. Pero esta revolución liberal de ampliación de las libertades fue secuestrada por los elementos más radicalizados de la izquierda, que lo convirtieron en un movimiento totalitario para imponer una agenda política censora, en paralelo a la Gran Revolución Cultural Proletaria que estaban llevando a cabo en China Mao Zedong y su Guardia Roja (v. descrita su tenebrosa forma de actuar la novela de Cixin Liu El problema de los tres cuerpos).

Hay explicaciones de todo tipo para la guerra cultural que se está librando en los campus. De las psicológicas a las sociológicas, pasando por las políticas: que si los estudiantes están en la fase edípica de rebelión contra los padres; que si la permisividad que ha impuesto la teoría del apego en la crianza; que si el neoludismo, que lleva a las nuevas generaciones a sentir la emergencia robótica como una amenaza laboral e incluso existencial; que si la sensación de que, siendo todavía jóvenes, son ya una especie de jubilados a la espera de recibir el maná de la renta básica (o la subvención estatal por el duro hecho de simplemente existir). En fin...

Pero, dado mi sesgo profesional, me gustaría resaltar la filosófica, por el empleo que los tres investigadores protagonistas del affaireHelen Pluckrose, James A. Lindsay y Peter Boghossian– hacen del término sofística, como un insulto. Y es que en el fondo lo que está en juego va más allá de la lucha de clases, la lucha de naciones, la lucha de géneros, la lucha de razas y todas las otras luchas con que la mentalidad maniqueo-marxista fagocita el pensamiento de izquierdas. La clave está en el enfrentamiento entre aquellos, digamos los filósofos, que creen que la verdad, el rigor, la objetividad, la consistencia y la coherencia son valores epistemológicos que vale la pena mantener, pulir y hacer cada vez más complejos, y la tropa sofista que niega que haya valores universales que poner en relación con una realidad externa, lo que nos dejaría flotando en el éter de la subjetividad y el relativismo.

El movimiento #MeToo, por ejemplo, es un buen ejemplo –dada su tremenda difusión– de cómo la sofistería ha parasitado el feminismo, arrastrándolo hacia una epistemología caprichosa y superficial según la cual hay que creer a un colectivo determinado, por ejemplo el de las mujeres, porque algunos miembros de ese colectivo han sido violentados. Así se extiende la sombra de la sospecha y la certidumbre de la culpabilidad contra los que no pertenecen a dicha tribu.

Los dos más célebres sofistas griegos fueron Protágoras y Gorgias. No nos han quedado muchos textos suyos, pero sí de sus enemigos declarados, Platón y Aristóteles, por lo que la visión que tenemos de ellos suele estar sesgada. De Protágoras nos ha llegado su afirmación de que "el hombre es la medida de todas las cosas". De Gorgias: "Nada existe; si algo existiese, no podría ser conocido; si pudiese ser conocido, no podría ser expresado". Veinticinco siglos después, los seguidores de Protágoras y Gorgias pueblan los departamentos de Humanidades y Ciencias Sociales de todas las universidades del mundo, especialmente en lo que ha venido a denominarse estudios de género.

Para los relativistas contemporáneos la ciencia no es más que un relato más entre otros muchos. Un ejemplo: es verdad que, de acuerdo a la teoría científica, los seres humanos llegamos a América desde Asia a través del Estrecho de Bering. Pero los indígenas norteamericanos tienen su propia teoría: que son los descendientes de espíritus sobrenaturales que emergieron de las profundidades para preparar el terreno a los primeros hombres. Para los antropólogos relativistas, priorizar el relato científico sobre el de los nativos supone un crimen de leso logocentrismo colonialista, opresor de las diferencias culturales.

Es decir, que la verdad no importa, únicamente se trata de dar voz a los que han sido víctimas históricas de unos privilegiados. La verdad está en relación no con los hechos, más o menos evidentes, sino con los agravios, más o menos imaginarios. Y a quien hay que escuchar no es a quien sabe más y mejor, sino a quien se queja más y mejor. Por todo ello, tanto la genial broma de Sokal como el desenmascaramiento llevado a cabo por Lindsay, Pluckrose y Boghossian no tratan realmente de refutar sistemática y lógicamente todo el entramado de intereses creados e ideologías espurias relacionadas con el relativismo y el multiculturalismo, sino ganar adeptos en la guerra cultural entre sofistas y filósofos, que se viene librando desde que Platón y Aristóteles trataran de defender la ciudadela de la racionalidad frente al ataque irracionalista de la tribu sofista.

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