Menú
Marcelo Wio

La división como método y como fin

Si no hay ni proyecto, ni excelencia ni dignidad, al menos siempre queda el recurso de ladear el nivel de flotación de la sociedad (de escorarla, vamos).

Si no hay ni proyecto, ni excelencia ni dignidad, al menos siempre queda el recurso de ladear el nivel de flotación de la sociedad (de escorarla, vamos).
Pedro Sánchez. | EFE

Si no hay ni proyecto, ni excelencia ni dignidad, al menos siempre queda el recurso de ladear, para un lado u otro, el nivel de flotación de la sociedad (de escorarla, vamos). Cuando todo aquello falta, pues, se reducen los argumentos y la razón a la emoción: todos tienen, y es relativamente fácil de conducir convenientemente.

Dicho de otra manera, cuando se adolece de mérito y escrúpulos no hay mejor método que rebajarlo todo a la creencia, a la división de unos contra otros, y todos cada vez más separados del centro de gravedad del criterio común: el que asegura a las personas a la decencia –sobre todo, consigo mismas, lejos del embrutecimiento de los sentimientos primitivos, tan fáciles de ejercer; sentimientos estimulados por alguna peregrina excepcionalidad cultural o social, que convierte a esas mismas emociones en una norma o argumento ya no sólo válido, sino imbatible.

El negocio de los que adolecen de capacidad –y que suplen esta falta con lo que, pretenden, es astucia o pragmatismo– pasa por desvalorizar la verdad (la mentira es verdad, o una verdad que ha perdido actualidad, en el mejor de los casos), el juicio, la moral; convertirlo todo en una domesticada sublevación contra las razones del otro y, sobre todo, contra la realidad, contra los hechos.

Contra los hechos, sobre todo. Porque el imperio de los sentimientos no admite que ni el presente ni la historia se dobleguen al decreto de sus necesidades amaestradas: "Lo que siento, es", es el dogma sencillo de esta fe sin escatología, sin más paraíso que la inexistente brevedad de creer que el intestino segrega razón, superioridad moral. Todo debe migrar del cerebro al tracto digestivo –ni siquiera al corazón ya–, todo muy cerca de la región donde la nutrición se acaba y comienza la jurisdicción la excreción.

Así puede erigirse la moral en el acto vulgar y simplón de la moralización que reduce la moral a una etiqueta, que funciona como insulto y como distinción (negativa) del otro, lejos del pensamiento moral y su preocupación sobre las decisiones y su justificación, como indicaba Thomas Nagel (The Last Word). Ahora la moral es un remedo de descripción (fraudulenta, pueril, del otro). La superioridad moral queda, entonces, al alcance de cualquiera con medios suficientes para que sea repetida esa supuesta excelencia. Las manifestaciones multitudinarias (o no tanto) se transforman en ceremonias donde, descartado lo reivindicativo (tantas promovidas por el propio Gobierno), son una escenificación de la diferencia (moral) entre ‘nosotros’ y los ‘otros’ aplicada desde el punto de vista de la "causa justa".

Es que, parafraseando a Yuri Slezkine (The House of Government), la parte más importante de ser un progresista es, según palabras de Alexander Voronsky, "el hábito de dividir en dos campos: nosotros y ellos". "Ellos", claro está, como un obstáculo para la realización de las tantas benevolencias que proponen los líderes benefactores.

Por ello mismo, Slezkine citaba también a Aron Solts –"el mayor experto en ética del Partido" Bolchevique–, quien decía:

Lo correcto, lo ético y lo bueno es lo que nos ayuda a alcanzar los requisitos de nuestra meta, a aplastar a nuestros enemigos de clase... Lo incorrecto, lo no ético y lo inadmisible es lo que perjudica esto.

Y, alumnos aventajados –ya sea por afinidad ideológica o porque es este un método sencillo, que no precisa del concurso de la brillantez, para alcanzar y conservar el poder: es decir, para acceder y retener los privilegios ambicionados: it’s the sinecure, stupid– los populistas se han aplicado a reproducirlo casi al pie de la letra.

‘Clientes’ cautivos

Esta tajante fragmentación de la sociedad permite que al menos buena parte de ella acepte, hasta gustosamente, el sacrificio del presente por el pretendido bien del futuro. Un futuro que no está nada claro que cobije a quienes lo anhelan desde el hoy transitorio. Es, en definitiva, la esclavitud de la moral a que se somete a los votantes, a los seguidores, a los que se les ofrece una ofrenda que, en realidad, no es tal, sino una trampa más: los onerosos beneficios del clientelismo, que no hace otra cosa que asegurar (atrapar) fieles y, sobre todo, hacer crecer su número.

La condición necesaria, pero no la única, para establecer una relación clientelar es la pauperización del país: conducir a una precarización no sólo económica sino social, una situación de vulnerabilidad. La dependencia del Estado (o de un Gobierno dado) de sectores crecientes de la población pasa no sólo a ser el recurso administrativo primordial, sino el argumento político de quienes, no teniendo nada que ofrecer, crean pobreza para poder hacer que hacen algo para para paliarla, en un bucle sin fin, remedando ayudas y demás estrategias que garantizan más pobreza que socorro: un atroz y fatal negocio redondo para unos pocos. Instalados en esa lógica, se trata pues de diferir la debacle; es decir, de propiciarla y mantenerse en ella culpando al ‘otro’ de la situación y fingiendo laboriosidad para revertir la situación que les es tan favorable.

Y si hay decepción –inevitable–, se ajusta ¿la política…? No, claro que no, se ajusta la promesa o, mejor aún, se promueve otra etiqueta para el otro, o se filtra alguna miseria baladí (real o fabricada) ajena a los medios de comunicación. Apelación a las emociones, my friend. O, como Vladímir Putin, se porfía que se ha cumplido el plan, que ahora sólo resta concluir el trabajo sobre algunos elementos menores, casi anecdóticos; o que en este momento reclama la atención otro asunto que se ha revelado más acuciante para el bienestar general. De una forma u otra, siempre se presentará "lo necesario como inevitable, y lo que es inevitable es deseable".

Y ahí andan, decidiendo a cada momento qué es necesario para que sus deseos particulares sean tenidos por forzosos. De tal manera que, a golpe de cálculos inmediatos, van ultrajando la democracia y corrompiendo la sociedad: hoy toca que la filosofía salga de las aulas –para construir una (des)educación para "todes"– y mañana ya se verá de qué otra manera puede podarse aún más la razón, el escepticismo. Porque el populista precisa obediencia, no duda. Para ello hay que elevar al sentimiento (en realidad, el capricho y la sensiblería hiperbólica) por sobre la razón. La educación debe convertirse en adoctrinamiento: en la implantación de obediencias y, sobre todo, de incapacidades frente a la realidad. Entonces, el tuerto será rey absoluto sobre el "patrioterismo de la moralina".

0
comentarios