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Oscar Elía Mañú

El peor 11-S es el 11-S cultural

Un proceso aún incipiente en 2001 se ha acelerado en nuestros días: el asalto a la cultura norteamericana por parte de las ideologías posmodernas.

Un proceso aún incipiente en 2001 se ha acelerado en nuestros días: el asalto a la cultura norteamericana por parte de las ideologías posmodernas.
Destrozos provocados por el movimiento Antifa | LD

11-S: cuando todo cambió…a medias

Los hombres, situados en el devenir de la historia y atrapados por nuestra perspectiva temporal, calibramos mal el alcance de los acontecimientos. No siempre captamos la trascendencia de aquellos hechos que son realmente importantes, y a veces magnificamos acontecimientos cuya importancia histórica se muestra relativa y limitada.

En los meses que siguieron al brutal ataque contra Nueva York y Washington todos creíamos que el 11 de septiembre lo había cambiado todo. Y era cierto. A medias…Ciertamente, el secuestro de aviones y su transformación en armas rompía los esquemas del transporte aéreo y no aéreo; mostraba la vulnerabilidad de las fronteras y el lado oscuro de la globalización; arrojaba impedimentos importantes al desarrollo económico de nuestras sociedades; introducía nuevas divisiones diplomáticas entre países, y sospechas entre culturas y civilizaciones; y significaba, en términos militares, la aparición de lo que creíamos nuevas formas de guerra, que han hecho las delicias de los especialistas militares y expertos en defensa.

Pero con cierta perspectiva, hoy podemos concluir que al mismo tiempo que el mundo se tambaleaba, se tambaleaba poco: los Estados Unidos seguían siendo la gran potencia mundial vencedora de la Guerra Fría, y mostraron al mundo una fuerza militar capaz de sostener dos grandes guerras en lugares distantes; los países europeos mostraban —con altibajos y debilidades— un alineamiento estable con el gigante atacado, y redescubrían su comunidad con él; la OTAN y la Unión Europea siguieron con la evolución o deriva; la economía se recuperó pronto del shock, y habría que esperar unos años para asistir a una verdadera crisis provocada por causas muy diferentes. En fin, Osama bin Laden fue cazado finalmente en 2011, y tras él sus lugartenientes han ido siendo eliminados.

Las costumbres cambiaron, algo; los comportamientos variaron, un poco. El orden internacional se modificó ligeramente, y los Estados Unidos se recobraron de ese golpe con su acostumbrada vitalidad. La Generación Z no vive de manera muy distinta a la de sus padres, y en lo que ha cambiado, ha sido por razones muy distintas a Bin Laden.

Y sin embargo hoy cuando miramos a Estados Unidos, todavía tractor económico y moral del mundo libre, encontramos un país muy diferente al que sufrió, reaccionó y se recobró del atentado terrorista de septiembre de 2001. Nos cuesta reconocer aquel país, y nos cuesta reconocernos a nosotros mismos en relación con él.

El 11S cultural

Como todo atentado terrorista, el impacto del 11S fue moral, no físico. El Pentágono fue arreglado en meses, un edificio aún mas alto sustituyó a las Torres Gemelas y en poco tiempo la economía norteamericana volvió a su dinamismo. En términos materiales, los ataques de Al Qaeda fueron casi imperceptibles. El impacto fue moral y psicológico: nadie pensaba que alguien fuese capaz de utilizar los viajes en avión, lo normal, lo cotidiano y lo próspero para acabar con la normalidad, la cotidianidad y la prosperidad. Cuando llegamos a pensar esa posibilidad era ya demasiado tarde, y el humo llenaba de cenizas Manhattan.

De la misma manera que nadie jamás pensó en 1993 (Mogadiscio), 1998 (Tanzania) o 2000 (Yemen) que un avión lleno de pasajeros inocentes pudiese utilizarse como un arma letal, nadie en 2001 pensaba que las propias instituciones políticas y sociales norteamericanas pudiesen volverse contra sí mismas y contra el alma del país. Y es esto precisamente lo que ha ocurrido durante las dos décadas que nos separan del 11-S, de manera que es imposible en 2022 mirar a Estados Unidos y no ver de nuevo humo.

Un proceso aún incipiente en 2001 se ha acelerado hasta llegar a nuestros días: el asalto a la cultura norteamericana por parte de las ideologías posmodernas, que coloquialmente llamamos hoy movimiento woke: la educación y las universidades, los medios de comunicación, Hollywood o Syilicon Valey. Cierto, el proceso venía de largo y estaba a la vista de todos. Pero al igual que el radicalismo islamista tejía redes criminales sin que a nadie pareciese importarle o nadie se atreviese a afrontarlo, los movimientos Antifa, Black Lives Matter o LGTB han ido ocupando posiciones en la sociedad norteamericana destinadas a cambiar para siempre esa nación: ni siquiera Al Qaeda, que buscaba prevenir por la fuerza que Estados Unidos interviniese en Oriente Medio, buscaba cambiar el país.

Hoy Estados Unidos es el país de la censura de conferencias, charlas y cursos; de tijeretazos a películas, series y novelas; de la defensa de la desigualdad entre razas, sexos o religiones; del rechazo a la ley, a las fuerzas del orden y a la Constitución.

Nadie nunca jamás pensó que las grandes universidades, los grandes medios y empresas o el mundo de la cultura, pilares del éxito y del sueño norteamericano, pudiesen volverse contra él. Hasta que fue demasiado tarde. De igual manera que la mañana del 11-S era ya tarde para parar los aviones que se dirigían contra los edificios, hoy parece que es también tarde para frenar los ataques contra el alma norteamericana y evitar la ruptura de un país: ¿qué hacer cuando la propia Casa Blanca participa de esas políticas, e incluso el Presidente llama criminales a 72 millones de votantes de su oponente?

De la seguridad a la supervivencia

Uno de los errores de Bin Laden fue suponer que Estados Unidos no reaccionaría como lo hizo ante un atentado que era una humillación. Los norteamericanos expulsaron del poder a sus patrocinadores, bien que estos han acabado regresando; iniciaron una caza que ha terminado al fin con la organización, aunque no con el islamismo; y han evitado grandes atentados, bien que no todos. Las cuestiones relacionadas con la seguridad, siempre complicadas, no son a la larga imposibles de gestionar.

El terrorismo cultural es, desde luego, otra cosa, aunque solo sea porque es propio e interno y afecta a todas las áreas de la sociedad, desde el gobierno hasta el arte, la educación o el deporte. El 11-S cultural sólo puede ser respondido de igual manera, y por cierto no sólo al otro lado del Atlántico: desde el interior de los propios Estados Unidos y atendiendo a la amplitud del peligro. Dejemos hueco al optimismo: en las últimas décadas hemos asistido a reacciones importantes. Subrayo tres intentos de frenar la decadencia norteamericana, de volver a la senda constitucional norteamericana y por tanto de evitar la consumación del 11S cultural.

La primera es la revuelta del Tea Party del año 2009, dirigida primero contra la política intervencionista del propio George Bush y posteriormente contra el impulso socialdemócrata de Obama. La defensa de la propiedad y de la familia, y el rechazo a la tendencia oligárquica del establishment dieron sentido a este movimiento a partir de cuestiones económicas y fiscales.

La segunda es el fenómeno del Trumpismo a partir de 2016, que hunde sus raíces y su fortaleza no tanto en la personalidad apabullante del expresidente, sino en la movilización popular a través de todo el territorio norteamericano. Tengo para mí que los analistas no entienden el movimiento MAGA porque lo explican a partir de Trump, y no éste como catalizador de una respuesta al terrorismo cultural woke. El movimiento trumpista es, entre otras cosas, una reacción a la tendencia liberticida y versallesca de las oligarquías norteamericanas e internacionales.

La tercera es una evolución de las otras dos: la revuelta educativa y cultural que en los últimos meses moviliza a familias enteras por todo el país. En este nuevo movimiento se unen tres cuestiones: la cuestión de la propiedad y del rechazo al Estado omnipresente impulsada por Obama y Biden; el rechazo de los padres al adoctrinamiento y la defensa de la familia contra la agresión woke; y la defensa de la libertad de opinión y de expresión frente a la agresividad ideológica contemporánea.

Con la perspectiva de más de dos décadas, podemos concluir que aquel 11-S terrorista y criminal ocultaba un 11-S que es aún pacífico, pero más grave en su alcance y consecuencias: el 11-S cultural. Más grave porque tiene su origen dentro mismo de la sociedad y de la cultura norteamericanas, y porque lejos de ser un problema de seguridad, constituye un problema existencial. Y sobre todo porque, con perspectiva histórica, sí amenaza con cambiar la naturaleza de los Estados Unidos o, simplemente de acabar con ella: no es seguridad, es supervivencia. Eso sí, a diferencia del 11-S de 2001, el 11-S cultural puede ser aún evitado.

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