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Oscar Elía Mañú

Entre un orden internacional y otro

El mundo que terminó en 1989 poseía características bien definidas que marcaban las reglas del juego. ¿Siguen siendo relevantes?

El mundo que terminó en 1989 poseía características bien definidas que marcaban las reglas del juego. ¿Siguen siendo relevantes?
Convoy de misiles nucleares rusos Topol-M | Archivo

Es ya famoso el discurso de 2005 de Vladimir Putin en el que calificaba la desaparición de la Unión Soviética en 1991 como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX. Para Rusia había otras dos fechas contemporáneas esenciales, la caída del Imperio Ruso en 1917 o la guerra nacional de 1941 contra la invasión hitleriana. Pero Putin prefirió reivindicar, no la tradición y la cultura, no el patriotismo heroico, sino el momento de mayor poder ruso, el soviético: el del partido único, la ideología oficial y la ocupación roja del este de Europa.

Tres décadas han pasado desde el desmoronamiento soviético que angustia a Putin. Treinta años antes de esa desaparición de la Unión Soviética, el mundo se enfrentó por primera vez al fantasma de un enfrentamiento nuclear entre las dos superpotencias vencedoras en 1945. La instalación de misiles en Cuba, el ultimátum norteamericano, la navegación de los barcos rusos hasta la mismísima línea roja... El episodio en 1962 de la crisis de los misiles mostró los peligros de una escalada nuclear, sí, pero también la capacidad mundial rusa y su reconocimiento por parte de todos los demás actores, empezando por Estados Unidos. Para los rusos, el sistema internacional de la Guerra Fría era peligroso, pero también fiable y glorioso. Good Old Times, que dicen los anglosajones.

Hoy, treinta años después de la caída del Muro, la reunificación europea y la borrachera democrática de los años noventa, las cosas parecen muy distintas. Putin amenaza abierta y explícitamente con el uso de armas nucleares, al tiempo que su régimen es abiertamente desafiado y desestabilizado desde dentro y desde fuera, y Rusia está camino de perder no sólo una guerra (¿quién no la ha perdido?), sino su gran guerra, buscada y elegida por el Kremlin como el gran esfuerzo de la nación. Y todo el mundo contiene la respiración pensando que, como afirmaba Toynbee, "history is on the move again": el sistema internacional nacido en 1945 y modificado parcialmente a partir de 1989 está a punto de dar paso a otro diferente.

El mundo que terminó en 1989 poseía características bien definidas que marcaban las reglas del juego. ¿Siguen siendo relevantes? La Guerra Fría, añorada por Putin, presentaba tres aspectos: en primer lugar, se trataba de un equilibrio bipolar con dos potencias bien definidas, cada una de las cuales encabezando un bloque más o menos homogéneo enfrentado al otro, bloques ante los que el resto del mundo debía, quisiese o no, posicionarse. La política mundial, entonces aún no global, se definía por y en relación con ellas. La paz, la guerra y las fronteras dependían de los dos gigantes, de sus relaciones, acuerdos y desacuerdos.

En segundo lugar, el orden internacional desaparecido en los años noventa era un orden basado en la hostilidad ideológica: no sólo se enfrentaban dos superpotencias, sino dos ideologías distintas, dos formas diferentes de ver al hombre, de ver la sociedad, de ver la política. La derrota de uno de los dos contendientes implicaría necesariamente la derrota de su ideología, al menos en cuanto a su prestigio y viabilidad. Democracia liberal y comunismo se jugaban su prestigio a través del enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

En tercer lugar, el equilibrio que se establecía ante las dos superpotencias no era un equilibrio cualquiera: era un equilibrio nuclear con todo lo que ello conlleva. Eso significaba el reconocimiento mutuo de las dos potencias como las únicas capaces de causar daños irreparables la una a la otra y, juntas, al planeta. El arma nuclear, arma definitiva en la jerarquía de influencia, marcaba la gran diferencia entre unos países y otros, y establecía entonces derechos, obligaciones y responsabilidades.

Tres décadas después, ¿siguen siendo válidas estas consideraciones? Si atendemos al primer criterio, lo primero que salta a la vista es que ya no nos encontramos ante un sistema bipolar. Uno de los dos contendientes ha desaparecido y, sea cual sea la capacidad de influencia internacional del Kremlin, es evidente que dista mucho de la que poseía hace medio siglo. De la gran pugna bipolar salieron victoriosos los Estados Unidos, que durante tres décadas han disfrutado de una preeminencia no absoluta pero sí relativa en relación con el resto de grandes potencias. ¿Nos encontramos hoy, por el contrario, en un orden multipolar? Me cuidaría mucho de dar una respuesta afirmativa absoluta a la cuestión. Es cierto que el orden internacional ya no lo dibujan dos únicos países, y otras potencias pugnan por ejercer influencia en él. El país que en los últimos tres años ha emergido como potencia de influencia mundial es China, pero ni por cultura ni por persuasión política ni capacidad militar es un país capaz de ejercer un liderazgo verdaderamente mundial. Los países europeos, que por separado antaño protagonizaron el orden multipolar, hoy son más débiles juntos que cuando ejercían su soberanía por separado, y la Unión Europea es un pálido reflejo de lo que sus responsables afirman que es. Por su parte, los Estados Unidos continúan manteniendo su capacidad de influencia, aunque con menor ventaja económica, tecnológica y militar que la que poseían hace medio siglo. Estamos a las puertas de un orden multipolar, pero no sabemos si homogéneo o heterogéneo en la división del poder.

En segundo lugar, el sistema internacional actual tiende a aparecer desideologizado, si por ideología entendemos un completo y complejo sistema de interpretación del hombre de la sociedad y de la política. Uno de los hechos más sorprendentes para nuestros contemporáneos es la progresiva pérdida de confianza de los norteamericanos en el ideal del excepcionalismo estadounidense, la pérdida de confianza en unos ideales netamente plasmada en las presidencias de Obama de Trump y de Biden. El régimen político chino mantiene las peores tradiciones del colectivismo comunista, mezcladas con elementos del nacionalismo chino, de la tecnocracia y del propio capitalismo más voraz. El caso europeo es quizá el más tragicómico, con unas élites entregadas con fervor al ecologismo, al feminismo, al estatismo y a otro tipo de ideologías posmodernas, que desorientan y enfrentan a sus propias sociedades. Solamente el islamismo en sus distintas variables mantiene aún cierta pureza ideológica con capacidad política dentro y fuera de sus países, aunque los crecientes problemas por los que atraviesa la dictadura de Irán hacen pensar que tampoco eso podemos darlo por seguro.

Desaparecidas o en trance de desaparición, las ideologías, tan vivas, de los últimos treinta años, quedan sobre la mesa tres posiciones: las interpretaciones de la política en términos de poder del más fuerte y de creación de espacios políticos, que vemos en la Rusia de Putin y que resucitan la peor tradición del realismo político; el globalismo tecnocrático, verdadera pesadilla orwelliana que reduce al hombre a pura materia biológica no distinta a la del mundo que lo rodea; y la mezcla de psicología y autoridad new age, propia de culturas en crisis. Ninguna de ellas puede, en el fondo, crear un orden político duradero, pero pueden generar desorden.

Donde no cabe ninguna duda es en la democratización progresiva del arma nuclear. Hace tres décadas ésta era patrimonio casi exclusivo de las dos superpotencias: conocían ambas las reglas de la disuasión, del entendimiento y del equilibrio, como observamos en 1962.

Hoy, sin embargo, vemos que el club nuclear amenaza con extenderse de manera desproporcionada. Corea del Norte e Irán suponen el eslabón actual entre un club nuclear reducido y una expansión indefinida de la bomba por todo el mundo. La posesión de armas nucleares por parte de países que no poseen ni la complejidad técnica ni organizativa tradicional, o la posibilidad de que grupos o actores no estatales se hagan con la bomba, son aspectos que ponen sobre la mesa la posibilidad real de que las generación actuales sean las primeras que en la historia de la humanidad que presencien el estallido de una guerra nuclear, mayor o menor, entre uno o más actores.

Así las cosas, no podemos más que hacer conjeturas. La guerra, según la fórmula de Hegel, es la partera de la historia, y las experiencias de 1870, 1914, 1945 le dan la razón. El mejor escenario posible para la mitad del siglo XXI se corresponde con un orden multipolar en el cual Estados Unidos y Occidente continúen siendo, si no los actores todopoderosos que han sido en el pasado, sí los actores más relevantes. Es un escenario en el cual los occidentales recuperen la confianza en sí mismos, en sus logros como civilización y en la bondad de la democracia parlamentaria como mejor régimen político posible. Y es un mundo donde la proliferación nuclear sea frenada y se reduzca el número de miembros del club nuclear a unos pocos, ya demasiados. Por el contrario, el peor escenario es aquel en el que el orden multipolar está dominado por potencias totalitarias como China, o esté tan fraccionado que asistamos a un rosario de conflictos continuos en las distintas regiones del mundo que, vía contagio, puedan extenderse más allá de sus confines, peligro típico de un orden multipolar. El peor escenario es también aquel en el que los europeos, cansados de su propia tradición política y cultural, se entreguen al globalismo, a la tecnocracia, a la decadencia. El peor escenario, en fin, es aquel en el que cualquier tipo de país con dinero suficiente posea una o varias cabezas nucleares capaces de golpear a cualquiera de sus enemigos y susceptibles de ser utilizadas en cualquier momento y en cualquier lugar.

Óscar Elía Mañú es director del Grado en Filosofía, Política y Economía de la UFV.

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