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Agapito Maestre

Leer por libre a José Vasconcelos

Quizá sea un autor demasiado grande para una sociedad enajenada todavía por el triunfo de la revolución, del totalitarismo revolucionario.

Quizá sea un autor demasiado grande para una sociedad enajenada todavía por el triunfo de la revolución, del totalitarismo revolucionario.
José Vasconcelos. | Archivo

Me dicen que escriba sobre el placer de la lectura. Y obedezco al instante. Repito y recreo mi experiencia lectora. Leo por libre e insisto: es imposible una genuina educación, una verdadera paideia, sin lectura. Más todavía, no hay educación sin el placer de la lectura. ¿Qué cosa sea el placer de la lectura? Es algo que no puede definirse sin haber pasado previamente por su experiencia. Quien no haya experimentado alguna vez en su vida el sacrificio, la brutalidad, que supone tener que abandonar o suspender la lectura de un libro cuando más estamos metidos en él, nunca sabrá qué es el placer de la lectura. Es una experiencia común a todos los seres genuinamente humanos ese tipo de felicidad que, alguna vez en nuestras vidas, hemos sentido ante la lectura de un texto. Este placer es grandioso, un sueño casi inalcanzable dice Gabriel Zaid: "Mi sueño es desmesurado. Tener todo el tiempo del mundo para leer sin que me interrumpan".

Nada hay, en verdad, más brutal que tener que interrumpir la lectura de un libro. Es un ataque a la felicidad. Es un golpe bajo a esa gloriosa coincidencia de nuestros deseos con la realidad, que así es como María Moliner define la felicidad. Es difícil hallar un placer comparable al de la lectura. Te da todo sin arriesgar nada. Yo formo parte de ese grupo de lectores que disfruta con sólo imaginar los libros que me esperan en mi biblioteca para ser leídos... Es el mismo placer primario, animado y animal, que uno siente ante un manjar exquisito, cuando lo contempla.

Leer un libro es, antes que nada, una forma de vivirlo. De gozarlo. Delicioso es siempre el placer de la lectura. Nos da vida. Vivimos otras vidas. El lector que vive el libro, lo lee, y luego recuerda su goce, es el arquetipo buscado por quien lo escribe. Gracias al libro vivimos en la imaginación, el sentimiento primero, y en la razón y el diálogo después, otros mundos, otras vidas, tan reales o ficticias como la nuestra. El doblez del ser humano, que otros llaman la dualidad del hombre, es satisfecho por ese doble placer que produce la lectura. Satisface con holgura tanto nuestra parte de ser animal como de ser racional.

El filósofo José Gaos explica ese proceso con relativa sencillez: la forma primaria de vivir un amor es sentirlo y proceder en consecuencia; la de vivir a Dios o con Dios, creer en Él y rendirle culto; la de vivir un paisaje o un cuadro, contemplarlo; la de vivir un libro, leerlo. Esta lectura animada por nuestra forma perceptiva y primaria de vivir nos introduce en un mundo que impide distinguir entre fuera y dentro; lo virtual es real y viceversa. Es la lectura que nos atrapa sin saber distinguir la realidad de la ficción. Vivimos el libro de forma irracional, o sea leemos sin plantearnos pregunta alguna sobre el texto de la lectura. Vivimos y leemos sin preocuparnos "si somos lo que leemos" o, por el contrario, "leemos lo que somos". Esas preguntas son ajenas a la singularidad vital de la lectura.

Leer es como respirar. La vitalidad de la lectura es única. Empieza por el detenimiento y la concentración que nos impone leer. Es como si tuviéramos que concentrar todas las fuerzas del cuerpo en la actividad, en realidad, en la entrega de ser otros. Es como si el cuerpo cediera toda su fuerza a la imaginación. Quien sigue leyendo, o sea, quien sigue empeñándose en imaginar otras vidas está doblando y hasta centuplicando la suya propia. La lectura se ofrece a todo el mundo como participación en una vida más grande. La lectura se sale del libro. Te da vida. Leer, pues, es vivir más. He ahí la grandeza de la lectura para una educación de calidad. Don Quijote lo dijo con claridad y distinción: "El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho".

Me encuentro estos días enfrascado en la relectura de Vasconcelos. Es un placer grandioso leer por libre a este autor. Su literatura memorialista me sigue fascinando. No se ha escrito nada mejor en el México del siglo XX. Y, además, contiene una grandiosa filosofía, una genuina reflexión, una propuesta conceptual sobre el porvenir de la cultura hispana para el desarrollo político, económico y social de todos los países de la comunidad Hispanoamérica, incluidos naturalmente Portugal y España. Cada vez que lo releo, me pregunto: "¿Por qué no ha calado la obra de Vasconcelos en la sociedad mexicana?". No tengo respuesta. Quizá sea un autor demasiado grande para una sociedad enajenada todavía por el triunfo de la revolución, del totalitarismo revolucionario, que confunde el poder con el saber y con el derecho. Creo que esa terrible identificación, base del totalitarismo contemporáneo, surgió en la revolución mexicana que Vasconcelos hizo y, después, criticó de modo ejemplar.

La inteligencia mexicana no ha sabido mirar limpiamente la obra entera de Vasconcelos. Las élites intelectuales mexicanas, casi siempre dependientes del poder, no han tenido valor para ilustrarse con la obra literaria, filosófica, moral y política de Vasconcelos. Solo vieron al revolucionario y despreciaron al crítico. La desproporción, la distancia, entre el pensamiento y la acción de Vasconcelos por un lado, y los receptores de esa obra por otro lado, es tan grande que sus lectores y críticos quedan al poco tiempo fuera de juego o al borde del abismo. La cumbre es tan alta que los pocos autores mexicanos que lograron superar los primeros escollos de la montaña se asustaron y desistieron de seguir hasta la cima. Tuvieron miedo de que la luz de la cúspide los pudiera cegar. Tuvieron miedo de abandonar los clichés y empezar a pensar contracorriente de lo políticamente correcto. Esos cobardes abandonaron la tarea de pensar y optaron por la ideología, primero, revolucionaria y, luego, la sustitución de la realidad por nombres huecos y ciegos, mala y barata ideología.

El crítico más grande de la revolución mexicana, en verdad, de la barbarie, apenas ha tenido seguidores entre la inteligencia y los partidos mexicanos. En México, pocos, tan pocos que podrían contarse con los dedos de una sola mano, han sido capaces de comprender la coherencia de un discurso liberal que surge de una crítica implacable a la revolución y, sobre todo, de un análisis a la manera de Tocqueville, que muestra con claridad y contundencia cómo el antiguo régimen, la revolución de 1913, ha dado lugar a uno de los sistemas antidemocráticos más ineficaces y crueles del siglo XX y del XXI. La revolución, según se desprende del pensamiento de Vasconcelos, no sólo no ha permitido el desarrollo de los individuos como ciudadanos, sino que incluso les ha hecho sentir vergüenza de su verdadero ser, especialmente de su origen y pasado hispano. El mexicano, cuyas señas de identidad "nacional", o sea, lengua, costumbres, idiosincracia, en fin, sus rasgos decisivos, que están a la vista de todos, han sido sin embargo negados. El mexicano es, según proclama el discurso revolucionario vigente por todas partes en el México del siglo XXI, cualquier cosa, tolteca, azteca, maya, otomí, etc., salvo occidental. He ahí el primer fracaso de Vasconcelos, o mejor, la primera aportación de Vasconcelos al pensamiento contemporáneo que es despreciada por la mayoría de la élite intelectual y política mexicana y, por supuesto, desconocida por el común de los mexicanos.

El totalitarismo ideológico mexicano es de tal ferocidad que pone en cuestión qué es un mexicano. La barbarie revolucionaria quiso crear un hombre partiendo de cero como los animales. En vez de reconocer lo obvio, el mestizaje de nuestra raza y nuestra cultura, la revolución prefirió romper con todo lo que le daba vida; la revolución no sólo se apropiaba del que tenía una casa, sino que después de saquearla también la quemaba. Destrucción sobre destrucción. La barbarie revolucionaria no opta entre el indígena o el mestizo, entre el gachupín o el criollo, sino que niega a todos por su pasado hispano. La revolución busca en un pasado prehispánico algo inexistente: la identidad del mexicano. Todo es crueldad ideológica para ocultar lo evidente: una lengua, una tradición y una civilización imposible de entender sin Occidente. Y, como viera con nitidez Vasconcelos, sin el catolicismo.

Quizá ésa sea la gran aportación de Vasconcelos que menos eco ha tenido, por no decir que ha sido un absoluto fracaso, entre las elites intelectuales y políticas mexicanas. Su propia obra memorialista, construcción literaria y filosófica sin parangón en el resto de Hispanoamérica, es la manifestación más sobresaliente de ese fracaso, porque apenas nadie ha leído esa obra destacando, en efecto, ese hilo subterráneo que recorre todo el pensamiento de Vasconcelos desde Ulises Criollo hasta La Flama, pasando por La tormenta, El desastre y El proconsulado. La novela más grande de la América española, compuesta por esos cinco títulos, no ha sido leída con mirada limpia por las elites intelectuales mexicanas. Éstas han despreciado lo más evidente, todo aquello que contienen sus libros de verdadera literatura, de novela, capaz de mostrar la tragedia real de una sociedad a través de la ficción literaria. Vasconcelos, en verdad, es el primero y, quizá también el último, novelista del siglo XX mexicano que nos ha hecho sentir, tocar y razonar que la literatura es un saber clave para construir bienes en común, racionalidad pública. Vasconcelos ha conseguido algo casi inédito en las sociedades donde la barbarie y la decadencia, la impunidad y el crimen, imperan sobre la justicia y la civilización: crear una grandiosa obra literaria llena de filosofía. A Vasconcelos es menester aplicarle sus propias palabras: "El novelista moderno tiene la misión de recoger las voces dispersas de la indignación pública, encarnándolas en personajes cuyo discurso tendrá más fuerza mientras más cerca se halle el personaje imaginario de la verdad que expresó el personaje real de la historia. La novela también a menudo sirve para advertir al público y prevenirlo contra la historia oficial que pagan los malvados creyendo que es posible conquistar por el engaño, el futuro".

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