Menú
Agapito Maestre

Los toros, el espectáculo más culto y refinado del mundo

La fiesta de los toros, se mire por donde se mire, ha convertido el problema de la muerte en un asunto plástico antes que ético.

La fiesta de los toros, se mire por donde se mire, ha convertido el problema de la muerte en un asunto plástico antes que ético.
Toro reducido a su esencia, por Picasso. | Archivo

Las creencias y las ideas sobre los toros conforman uno de los patrimonios culturales más ricos de la humanidad. Filosofía, poesía, narrativa, pintura, escultura, fotografía, cine y otras mil fantasías, saberes que no sirven para nada que no sea la creatividad, se han alimentado de este ritual convertido en un arte para sociedades que pasan por primitivas y salvajes, bárbaras y sanguinarias, o, por todo lo contrario, muy refinadas. Los toros son, nadie se equivoque, un asunto demasiado culto y sutil, barroco al máximo, o sea vital, de nuestra civilización. Más aún, gracias a los toros la entera cultura occidental puede medir su grado de civilización. La fiesta de los toros, se mire por donde se mire, ha convertido el problema de la muerte en un asunto plástico antes que ético. España y todos los países taurinos ostentan el privilegio, sí, de pasarse la muerte por la cintura para demostrar sencillamente que la muerte es antes un problema estético que ético. ¡Casi nada!

Es duro acercarse a la parca por esos caminos. Pero, por fortuna, nuestra gran literatura reconoció esa dureza a la par que mostró su grandeza. Quevedo, Góngora, Cervantes, Calderón y otros de sus estilos no pudieron dejar de plantearse cómo amar la estética de la muerte, pero lo resolvieron con solvencia literaria. Se lidia tanto en la plaza como en la vida cotidiana, lo dijo Calderón en un verso inmortal: "Lo que nos queda es lo que no nos queda". He ahí el fundamento de lo que Bergamín llamó el Arte de Birlibirloque. Visto y no visto. Prodigioso. Maravilloso. Milagroso. Mágico. Aunque falso sería no reconocerlo, muchos en la historia de España han odiado este planteamiento, por ejemplo, casi toda la Generación del 98, pero también aquí fueron derrotados los ilusos Unamunos y sus seguidores. Normal.

Pronto el destino de la Generación del 27 acabo con los sollozos y lamentos históricos de sus mayores. Sí, es menester volver a citar a la generación de García Lorca. Nos ha enseñado a amar este grandioso espectáculo. "El toreo", dijo el poeta granadino, "es probablemente la riqueza poética y vital de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas, debido principalmente a una falsa educación pedagógica que nos han dado y que hemos sido los hombres de mi generación los primeros en rechazar. Creo que los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo". Cierto. Y es que, cuando uno va a los toros acompañado por poetas como Lorca, Gerardo Diego, Alberti, Machado, Bergamín, Aleixandre, Dámaso Alonso, Altolaguirre, Juan Ramón Jiménez y Jorge Guillen la vida y la muerte se ven de otro modo. Uno empieza a entender un poco más eso de "jugarse la vida" ante un toro. Nadie mejor que la citada Conchita Cintrón, torera y escritora, para ayudar a quien se atreva a saber, en realidad, a vivir el misterio de uno entre la vida y la muerte: "La fiesta tiene sus raíces, como toda flor, en el lodo abonado de las miserias, pero éstas dispuestas están para quienes miran hacia abajo, y en la vida hay que mirar hacia arriba. ¡Siempre hacia arriba! Negar belleza por reconocer miseria sería negar el cielo por existir el infierno".

Todo es culto, en efecto, en los toros. Tiendo a pensar que es el espectáculo más refinado de la historia de las artes plásticas. Pero nadie confunda esta opinión con la discusión sociológica, o peor, con la consciencia histórica adquirida por muchos aficionados a los toros a la hora de defender el espectáculo. El debate es comprensible, pero no seré yo quién discuta mis preferencias estéticas con un ignorante. Jamás perderé un minuto de mi vida alabando los toros para justificar mi presencia en una corrida de toros. Voy a los toros despreocupadamente a disfrutar del festejo. No voy por defender ninguna esencia "nacional" de su desaparición. Que traten ese asunto los sociólogos y los historiadores. Pero yo paso de eso, cuando voy a los toros. Solo me interesa el arte. La estética. Que el toro muera y el torero sobreviva con arte es mi mayor ocupación. Más aún, amo la belleza de la geometría taurina, porque jamás arruina el estremecimiento contenido en el pase del torero. Por perfecto que sea ese pase nunca logra superar el fino hilo de inquietud, un alevoso y tenue gesto de terror, una vaga crispación, ante la fiera.

Sí, todo pase por impecable que sea va unido a la inquietud provocada por el miedo ante el mítico animal, hecho, fabricado o, simplemente, cuidado para matar a todo lo que se le ponga por delante. La leve imperfección contenida en la geometría taurina muestra el límite de la estética ante la ética, o mejor, ante lo religioso, porque el toreo quizá sea una reliquia del rito sacrificial, según René Girard, de las religiones paganas, empezando por la veneración del animal sacrificado: nadie ama más al toro antes, durante y después de la corrida, que el aficionado a los toros. Y nadie mejor que los poetas ha cantado su suerte durante la lidia. Un poema de Rafael Morales ilustra mi apreciación:

¡Oh qué templado lance, qué revuelo,

qué embite tan feroz y tan valiente

bajo el trapo fugaz que el toro siente

imitando en el aire un breve cielo!

¡Oh cuánta furia, cuánto desconsuelo

en el toro que embiste nuevamente,

hecho negro relámpago caliente

que puebla el rumor ardiente el suelo!

Mas el ansia tenaz y desbordada

del fiero corazón que va burlado

no saciarás jamás, ¡triste porfía!

Que tiene ya en tu carne estocada

y vas hacia la muerte derrotado,

acornalando el aire en la agonía.

Imitemos, pues, a los seres más desarrollados moral y artísticamente de nuestra sociedad, a los poetas, y acerquémonos con el máximo respeto a la estética de un genuino ritual pagano. Asistamos con humildad a la representación plástica del miedo, del terror, del estremecimiento de un hombre ante una fiera mítica: el toro de lidia. Grandioso. Del angustioso miedo a la muerte va esta fiesta. Se trata de matar al toro con inteligencia. Y arte. Transformar el miedo en belleza. Esconder el valor y mostrar la jindama con pases bellos. El miedo lo domina todo. El miedo a la muerte está presente, aunque se oculte de mil maneras, en todos los que asisten al ritual. La inteligencia disfrazada de torero, una sacerdotisa revestida de bellos ropajes, que otros llaman taleguilla, sacrificará al instinto, la fuerza y la violencia de un animal extremadamente feroz. No hay animal que se equipare en dignidad y fiereza al toro. Verlo salir de lo chiqueros y su reacción en una plaza de toros es un espectáculo único. Singular. El toro en un coso no tiene parangón con ninguna otro espectáculo en el mundo. ¡Hay que verlo! Entonces, nos haremos una pregunta que jamás cerraremos: ¿qué es una corrida de toros? La respuesta es inmediata: la relación esencial entre el toro, el torero y público. El resto, lo que no forma parte de esos vínculos, son problemas religiosos, morales y sociológicos. Están ahí, pero no forman parte de la corrida de toros. No son, en efecto, asuntos estéticos, pero hay que mencionarlos.

¿Cómo no citar el problema de la "salvación" de los toros? La autoridad de la Iglesia católica siempre puso reticencias a los toros. Pero la cosa fue resuelta por Felipe II que plantó cara al Papa Sixto V. La respuesta del rey prudente a las prohibitivas bulas del sucesor de San Pedro, en Roma, fue definitiva: "La afición a los toros era costumbre tan antigua en España, que se podía considerar como parte de su misma sangre". Resuelto el problema religioso, quedaba pendiente el teológico, o sea, el del sentido de los toros, del juego de los toros, toreros y públicos. Desde el siglo XVIII hasta hoy, la cuestión del significado de esta fiesta está vigente. Es una cuestión genuinamente filosófica. Relevante es la teología, o sea, las mil razones sobre esta religión pagana y su ancestral ritual. No cabe duda de que esta teología es compleja, rica y solo al alcance de personas con una refinada experiencia estética y conocimientos sobre el juego entre la vida y la muerte. Es un tema, sí, para filósofos, incluidos en esta categoría los grandes místicos, esas personas que no sólo explican la búsqueda del Absoluto, sino que también nos narran, o cuentan en versos, su identificación con Él. El Encuentro también en un ritual pagano deslumbra. A través de ese acontecimiento visual puede hallarse la Fe. Nos aturde un instante, pero nos permite ver el bien. Y la belleza. Lo Absoluto.

Las tradiciones, las escuelas y las academias surgidas para responder al significado de este festejo tan hispánico, y tan del Mediodía francés, como universal son tantas como ganaderos, veterinarios, toreros, aficionados y gente inteligente asiste al espectáculo de los toros en España, Francia, Portugal y la comunidad de países de Hispanoamérica. Los toros, sí, trascendieron hace siglos el tópico de ser una fiesta nacional. Los toros son internacionales. El espectáculo taurino fue planetario en la prehistoria, y también en tiempo de los tartesos, según nos enseñara el gran poeta y ganadero Fernando Villalón, en su inimitable Taurofilía, y lo sigue siendo en la historia, aunque eso lo saben más y mejor que los españoles nuestros vecinos franceses (de Henry de Montherlant y sus Bestiarios todavía podemos aprender mucho). Pero tampoco entraré en este problema teológico, porque desbordaría el objetivo de esta nota que no era otro que abocetar mi único interés por los toros, a saber, el estético.

Es a lo máximo que puede aspirar un aficionado al que le faltan lecturas sobre un arte tan refinado como los toros, carece de tiempo para asistir a todas las corridas que desearía ver y, además, no tiene un programa de vida serio y disciplinado para investigar en torno a una bibliografía ingente sobre un asunto, quizá uno de los más serios de la historia de occidente, que tiene que ver nada más y nada menos que sobre el primer y último ritual pagano de la cultura occidental; pues de eso trata la tauromaquia. Inabarcable asunto. Me gustaría tener todo el tiempo del mundo para leer en los famosos libros de Cossío, o en las deliciosas historias de la tauromaquia, por ejemplo, la de Néstor Luján, o en los libros de estéticas de toreros de ayer y de hoy, en fin, disfruto leyendo a los cronistas taurinos de todos los tiempos, aunque ahora dirijo mis gustos taurinos por las escritas por Inés Montano… A muchos nos gustaría, claro que sí, dedicarnos a estos asuntos, pero, por desgracia, el destino nos ha deparado otros oficios y profesiones… Nos consolamos con ir de vez en cuando a la plaza y leer lo que podemos.

0
comentarios