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Pedro de Tena

Una peregrinación a Tierra Santa vivida por un descreído

Quien crea que peregrinar a los lugares originales de nuestra civilización es algo exclusivo para creyentes, no es consciente de lo extraviado que está.

Quien crea que peregrinar a los lugares originales de nuestra civilización es algo exclusivo para creyentes, no es consciente de lo extraviado que está.
jerusalén, muro de las lamentaciones, templo | Pixabay/CC/Ri_Ya

Hay tanto ruido fuera que resulta heroico escucharse por dentro. Hay tanta bulla a nuestro alrededor, que el silencio es un acto de valor. Hay tanta circunstancia impropia que advertirse como un yo personal y auténtico es una proeza. Hay tanto tiempo despeñándose hacia la esterilidad que resistir una hora de reflexión fértil e íntima es casi un milagro. Lleno todo de ídolos y dioses con respuestas fútiles, hacerse una pregunta con sentido y por el sentido es audaz e incluso peligroso.

Si alguien cree que peregrinar a los lugares originales de nuestra civilización occidental es algo exclusivo para religiosos creyentes, es que no es consciente de lo extraviado que está. Todo euroamericano que se tenga un poco de respeto biográfico debería proponerse peregrinar, al menos una vez en la vida, a las tierras de las que procede su tradición vital: Grecia, Roma, Israel, Palestina, señaladamente. Sobre todo, para detenerse y desplegar la inteligencia sintiente.

La etimología de "peregrinar" es compleja, pero interesante. Corominas y Pascual la entroncan con perecer, pero, en general, se aplica a andar por y a través de los campos (per-ager) camino de lo que no hemos conocido directamente aunque nos ha conformado. "Pelegrinos" se llamó también desde Alfonso X a tales caminantes hasta Federico García Lorca, cuando los primos "pelegrinitos" fueron a Roma (romeros) a que los casara el Papa.

El primer peregrinaje necesario para reconocernos debe conducirnos a nuestra patria histórica común, como ya sabía Lope de Vega que comenzó su novela El peregrino en su patria en la "plaia de Barcelona". El segundo debe llevarnos a las tierras de las creencias, pensares y cantares que nos han constituido moral, social y culturalmente. Y después, nos queda como destino el resto del mundo para seguir comprendiendo lo inmensas, variadas, hermosas y enriquecedoras que son la geografía, la vida y, pese a todo, la humanidad.

Sólo los bobos poseídos por ideologías simplistas pueden creerse a pie juntillas que lo que es y ha significado el cristianismo en Euroamérica y en el resto del mundo no tiene que ver con ellos ni con su-nuestra forma de pensar y vivir. Atrapados por un desprecio banal e ignorante hacia las religiones, la cristiana en particular, no reparan en que seguramente ellos mismos son fieles devotos de la peor de ellas, la que adora y asume cualquier infradivinidad olvidando que los hombres no somos Dios, hecho contundente.

Hay peregrinos, turistas, viajeros y errantes o vagamundos. El turista consume urgentemente lugares, los registra en su móvil —antes los cultivaba en la Kodak como describía Ramón y Cajal—, pero sabe que volverá al hogar de origen en breve. El errante es indiferente a las tierras que recorre porque su vocación no es mirar ni comprender sino vagar rodando sin meta. El viajero goza de la experiencia del paisaje decidido, humano o no, sin previsiones determinadas ni tiempo tasado. Pero, ¿qué es un peregrino?

Peregrinar es marchar a un lugar que se imagina sagrado o fantástico, en el que sustentan creencias o descreencias vitales decisivas y esperar que de la vivencia directa emerjan nuevos pilares para la conciencia. Para visitar Tierra Santa elegí peregrinar, que siempre es ir con otros e ir con la cabeza clara y la mente abierta. Cuando se me ofreció la opción, acepté ir en grupo bajo la batuta del padre franciscano, fray Teodoro López Díez, una eminencia en Santos Lugares, que nos resumió desde sus vigorosos 82 años y en siete días, el significado religioso de la riqueza creada en los ocho siglos que su Orden lleva custodiándolos.

En el grupo de católicos gaditanos centrados en Rota y de sevillanos varios, yo me sabía un descreído. Como todos ellos y millones de españoles, fui bautizado y durante años mantuve la fe, incluso intensamente en la adolescencia y primera juventud pero, fuese por lo que fuese, lo que se califica como "don de Dios" fue desapareciendo entre los rigores de la vida, de la época y de la filosofía. Para mis demás peregrinos, en su mayoría, se trataba de reconfirmar su esperanza original o, combinando turismo y viaje, recatecumenarse y bautizarse de nuevo en los mismos paisajes donde la tradición sitúa la vida de Jesús.

Nuestro pensador Gustavo Bueno hizo famosa la expresión "ateo católico", que es un ateo nacido, criado y modelado moralmente por las filosofías y los valores civilizadores del cristianismo vertido en el pensamiento clásico, el derecho romano, la ciencia moderna e incluso volcado en las principales ideologías contemporáneas. Un ateo católico es quien no cuestiona la "cristianía" —el poso civil y cultural derivado de siglos de historia y de costumbres cristianas—, que tiene incorporada, aunque no acepte ni el cristianismo ni la cristiandad, por usar la terminología de Raimon Panikkar. Un ateo católico es quien distingue entre el dogma inasequible y la labor, con sus luces y sus sombras, de los cristianos.

Yo, que me eduqué de verdad con don Miguel de Unamuno, aprecio su confesión: "Como ustedes conocen, yo no soy ni un agnóstico ni un místico. Alguno de mis biógrafos dice que no soy más que un atormentado. ¡Atormentado porque quiero saber de dónde vengo, adónde voy, de dónde viene y adónde va todo lo que me rodea y qué significa todo esto! Porque no quiero morirme del todo y quiero saber si he de morirme o no definitivamente!"[i]. No llego a tanto dramatismo, pero sí a la curiosidad, a la preocupación, a la interrogación, a la atención continua. Nada está escrito ni resuelto.

Exquisita y minuciosamente atendidos por Javier López del Cerro, máximo responsable de Seraphic Web Travel y curtido gestor turístico experto en peregrinaciones, llegamos a Nazareth —el árabe, que hubo otro contiguo, judío, creado hace pocos años, Nazareth Illit, que acaba de cambiar de nombre[ii]—, ya anochecido tras aterrizar en la mediterránea y occidental Tel-Aviv. Creía iba a dormir en un pequeño pueblo del norte del actual Israel donde vivió Jesús y me encontré con una compleja y dividida aglomeración urbana de más de 100.000 habitantes, en su gran mayoría árabes, cristianos y musulmanes, y judíos. Es la ciudad más poblada de la zona y una de las más maltratadas por la suciedad, el abandono público y privado y la orfandad política. Maneras de dominar e impedir el florecimiento.

Recuerdo dos villancicos de mi infancia, no ligados a Belén, que cantaba mi madre. Uno sobre el encuentro de María con su prima Santa Isabel a la que visitó recorriendo la larga ruta desde Nazareth a Ein Karem, no lejos de Jerusalén, donde hoy asciende la Iglesia de la Visitación que vimos el último día. El otro recordaba el regreso desde Egipto a Nazareth, tras la huida por la matanza de Herodes. Van los primeros versos de uno y otro:

Mi prima Santa Isabel
está solita en su cuarto
¿Si tú quiere(s), esposo mío,
que la acompañara un rato?"

Por el camino de Egipto del airé
se acercan Santa María, San José
y el niño envuelto en pañales,
huyendo del rey Herodes van los tres
hiriéndose en los zarzales del airé
hiriéndose en los zarzales

Desde Nazareth, donde hay que adentrarse en la Basílica de la Anunciación tras haberse maravillado del color intenso de las granadas (el nombre de la ciudad de Granada era Garnatat Al Yahud, "granada de los judíos") cuyo fruto, del tamaño que sea, dicen que tiene siempre 613 granos y es emblema de su año nuevo. En Nazareth, con el ángel anunciador y la fuente de la Virgen, empezó todo para casi 3.000 millones de cristianos que hay en el mundo. En sus alrededores tuvieron lugar las predicaciones y milagros de Jesús para los creyentes.

Era natural que desde Nazareth se peregrinara a los lugares sagrados, desde el Monte Carmelo en la cordillera desde la que se ve la industrial y universitaria ciudad de Haifa, que reúne las tradiciones del profeta Elías y la Virgen del Carmen (donde se originó la Orden Carmelita desde Stella Maris, a la que pertenecieron Santa Teresa y san Juan de la Cruz, nada menos) a Cafarnaúm, Tiberia, Magdala o el monte Tabor, donde se cree ocurrió la Transfiguración sobre el valle de Esdrelón. Haber estudiado Historia Sagrada en la infancia allanó el trabajo de mi memoria, más fresca de lo que pensaba. Nuestro hijos y nietos lo tendrán mucho más difícil.

Uno de los momentos emotivos de la peregrinación ocurrió en el mar de Galilea, o Lago Tiberíades. El grupo de Rota –así se consagró—, subió a uno de los barcos, tal vez parecidos a los de los antiguos pescadores galileos como San Pedro, para llegar al centro del gran lago de agua dulce, pantano natural que abastece a Israel de agua potable y de riego. Era el mar del milagro de los panes y los peces (Tabgda), del paseo prodigioso sobre las aguas que abdujo a Antonio Machado y del cercano monte de las Bienaventuranzas. Era imposible abarcarlo todo.

Cuando la caló, casi andaluza, nos navegaba de lleno, el "capitán" se percató de que éramos "españoles" e izó la bandera de España que tremoló junto a la de Israel. Casi al mismo tiempo, por los altavoces comenzó a sonar nuestro himno nacional, versión larga, sorprendiendo, y emocionando, a quienes estamos malacostumbrándonos a que se le desdeñe o se elimine en no pocos actos oficiales de algunos gobiernos autonómicos del Estado. Al desembarcar, atronó el famoso Que viva España, de Manolo Escobar. Un marinero listo aquel galileo, que nos donó un pellizco conmovedor por tantas razones.

Renovados compromisos matrimoniales de bastantes parejas peregrinas se ultimaron en Canaán, ahora se dice Caná, con leve cata y venta de vino del lugar de las famosas bodas evangélicas, tras haberse subido al Monte del Precipicio, dicho sin ironías paganas. Desde su modesta altura se observa muy claramente la belleza de las fértiles llanuras del valle de Jerzeel, con sus depósitos de agua embalsada, que oyeron, junto a 40.000 personas, a Benedicto XVI hace unos años (2009) y poco después al patriarca latino de Jerusalén.

Lentamente se iba comprendiendo, y no sólo por las deliciosas y eruditas explicaciones de Fray Teodoro, la trascendencia de los desvelos de la orden franciscana en la dignificación, mantenimiento y propagación de la importancia de unos lugares santos para la Iglesia. No era fe sino historia. Desde la visita del propio San Francisco de Asís en 1219, que se atrevió a convertir sin éxito a un Sultán en tiempos de cruzadas, los franciscanos optaron afortunadamente por la labores de reconstrucción, custodia y guarda de los enclaves cristianos en Tierra Santa que siguen amparando y dando a conocer.

Como en todo viaje compartido por muchos, a veces el caos supera a la voluntad de orden. Ocurrió en el Jordán, un río a medias que usufructúan Israel y Jordania, que genera el Mar de Galilea y sigue camino del Mar Muerto. En sus aguas fija la tradición que Juan bautizó a Jesús. No en el lugar exacto sino en otro más controlable, las pastosas y turbias aguas de este río fueron testigos de centenares de bautismos, algunos de cuerpo completo, como el de los cristianos coptos etíopes, todo un festival de vestidos blancos y negros semblantes. Coger, pescar mejor, una botellita de agua del Jordán fue una aventura que muchos no lograron. Pero se compran, claro.

Tras surcar los inmensos mares de palmeras datileras del oasis de Jericó, con fuego en el cielo (43 grados) y divisar el Monte de las Tentaciones y las ruinas de la vieja ciudad, tal vez la más antigua del mundo, hubo baño en el Mar Muerto de los pobres y las piedras, que el de los ricos está en la orilla jordana. Luego y, por fin, Jerusalén, la ciudad de la "paz", cinco veces destruida totalmente, y otras algunas más aniquilada en parte, por las guerras. Me acordé de El Capitán Trueno, cuyo capitulo primero se desarrollaba en la Palestina de Ricardo Corazón de León.

Desde el monte Scopus sobre la ladera de las lápidas, brillaba la cúpula dorada de la mezquita de la Roca de Abraham –intersección de las tres religiones del libro—, y una sugerente –emotiva para los creyentes– Hora Santa en la Iglesia del Huerto de Getsemaní con olivos milenarios de troncos con secretos y sudores de sangre. Y luego, al día siguiente, nos empapamos de toda la Jerusalén cristiana, de rincones, iglesias y parajes, de la que destacaré sólo tres cosas.

Una, el Vía Crucis de madrugada sobre la misma ruta que Jesús siguió hasta la crucifixión. Dos, la Basílica del Santo Sepulcro y el Calvario, en el que la tradición señala la existencia de la tumba vacía, con estudios en marcha por parte de arqueólogos expertos, de difícil acceso por la multitud que se agolpa y las limitaciones religiosas. En la memoria resuena aquel grito: "Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?". Y tres, el Muro de las Lamentaciones de la vieja muralla, con los rezos nerviosos de los devotos y los cánticos enérgicos de los adolescentes ortodoxos en la víspera del Rosh Hashaná, que se celebraba el 15 de este mes. Y presencia militar juvenil y obligatoria por todas partes. Qué complejidad.

Finalmente, Belén, la de los fabulosos villancicos que hablan de peces en el río cuando no hay río ni peces, aunque sí campanas que, a veces, han luchado con los muecines o almuédanos en las terribles Intifadas. A su alrededor, el muro que el Estado de Israel ha erigido –centenares de kilómetros de cemento y alambres– para blindarse de los posibles ataques enemigos con graves consecuencias para su población árabe y cristiana. Esta última ha descendido a niveles trágicos a pesar de los servicios franciscanos. No hay trabajo, no hay futuro.

En la ciudad, está el santo lugar por excelencia, junto con el Sepulcro de Cristo y toda Galilea, el del portal donde se cree nació Jesús. Y es allí, en esa Iglesia de la Natividad donde uno se da cuenta también de la grandeza histórica de la nación española. En el lugar donde está el pesebre, hay una estrella de plata de 14 puntas[iii], al parecer regalada por España –hay quien afirma que por los Reyes Católicos—, aunque no queda claro el origen.

El padre franciscano Agripino Cabezón, en su libro Belén cuenta que esa estrella actual, que fue hecha de reales de a ocho, lleva la fecha de 1717 pero que, en realidad, no es la original, que fue robada por los ortodoxos griegos en 1847. Fue sustituida por otra idéntica gracias al tesón de un franciscano español, José Llaudaró, que la pagó y logró que el sultán turco Abde-el-Megid consintiera, no sin haber hecho creer antes que era un regalo suyo a la Cristiandad. Renglones torcidos.

Comprimiendo hasta el tuétano, tras una visita a Emaús, donde se testificó la Resurrección según los Evangelios, vuelta a Tel-Aviv, con cerveza carísima, y de allí a Madrid.[iv] Si se quiere viajar de otra manera, pueden leer el libro de Antonio Piñero y Juan Eslava, Viaje a Tierra Santa, ameno y erudito, con toques aventureros y simpáticos pero de un rigor histórico muy estricto. O hacer turismo.

Podrá parecer todo lo paradójico que se quiera proviniendo de un descreído que reconoce el fantástico legado que el cristianismo ha donado a nuestra civilización. Tras esta peregrinación he deducido la existencia de tres milagros. Primero, que el cristianismo haya superado los veinte siglos. Segundo, que la "superioridad del ejemplo" de la que habló Albert Camus, la única admisible para los no creyentes, siga interrogándonos a todos. Tercero, que haya conseguido que me olvide por una semana larga de la nueva tragedia española de cuya inminencia pocos dudan ya.

Me resulta especialmente milagroso que una religión que defendía la divinidad de un hombre y su resurrección después de la muerte, haya superado el escepticismo o el desdén de los areópagos intelectuales de tantos siglos. Que en una pequeña provincia romana, Judea, surgiera una doctrina monoteísta de tal índole y que sus enseñanzas conquistaran el alma de un Imperio convirtiéndose en una potencia moral, intelectual y política evidente y, a pesar de los pesares, fecunda y moderna, es sencillamente portentoso.

Igualmente prodigioso me resulta que de sus entrañas doctrinales haya surgido la maravilla de la afirmación y defensa de cada persona individual y sus derechos y deberes, lo que hoy caracteriza a la democracia liberal y/o social. Repásense las obras de misericordia. El terrible Dios de Israel era el dios de un pueblo elegido, pero sometido, como lo es Alá. Islam es sumisión. Pero el dios de Jesús se presenta como el de toda una humanidad que no está sola, catolicismo, y al tiempo, como el de cada ser humano en la libertad, hasta de condenarse. A pesar de contradicciones, pecados mortales de sus Iglesias y despropósitos, creo que esta consideración es inexpugnable y explica el afán de racionalidad que caracteriza su teología.

Irritantemente mirífica es la ejemplaridad de algunos de los seguidores del Cristo, su tremenda potencia de acción y sacrificio, incluso de la vida. Me refiero tanto a sus mártires por la violencia como a los otros mártires, esas monjas o monjes o seglares que pierden la vida limpiando culos viejos o asistiendo enfermos o lo que sea. Ya he anticipado que Camus, con parte de la misma sangre española que Unamuno, consideraba que nada de lo humano capaz de ser hecho por un cristiano, podía serle ajeno al increyente. Es resultado de un acto de libertad, pero ¿tiene sentido? Para el descreído, ¿tiene todo lo que ocurre algún sentido? ¿Puede tenerlo?

"No creo en Dios, pero no soy ateo", dicen que dijo el existencialista francés que decidió no suicidarse y siguió buscando sentido a la vida. Lo suscribo sólo en parte. Es más sencillo creer en un Dios generador, al estilo de físicos y científicos como Heisenberg, o Bohr, o pensadores como el exateo y neocreyente Antony Flew. Más difícil es creer que un hombre lo fuera y que resucitara. Y mucho más increíble resulta que sus Iglesias derivadas guarden relación con todo ello o que la humanidad tenga salvación alguna. Para que la tenga, debemos convivir y tolerarnos respetuosamente dialogando con fundamento en la condena de todo dolor gratuito y de toda merma de la libertad responsable.

Sí, ha sido necesaria esta peregrinación por lo que ha tenido de viaje a los orígenes de lo que somos y por lo que tiene de esperanza en lo que podemos ser a partir de estas raíces. Y, cómo no, agradecimiento eterno a esta orden franciscana que ha aportado tanto a la historia de España y del mundo desde aquel Palos de la Frontera de donde partió Colón a los Santos Lugares y al resto del mundo. Y gracias, cómo no, a fray Teodoro, que precisamente reside ahora en el monasterio franciscano de Santa María de la Rábida.


[i] Lo encontrado recogido en la obra del socialista y masón Juan-Simeón Vidarte, No queríamos al Rey. Testimonio de un socialista español, Ed. Grijalbo, 1977

[ii] Ahora se llama Nof Hagalil, que se traduce del hebreo como "Vistas de Galilea".

[iii] El numero 14 alude a las generaciones habidas entre Abraham y David, entre David y la deportación a Babilonia y entre ese destierro y Jesús.

[iv] Los que quieran hacer una peregrinación virtual de la mano de Fray Teodoro López y otros franciscanos pueden ver tres capítulos de la serie Pueblo de Dios de febrero de 2013:

1. GALILEA, LA TIERRA DE JESÚS

2. JERUSALÉN,ENTRE EL CIELO Y EL SUELO.

3. CRISTIANOS EN TIERRA SANTA.

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