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Santiago Navajas

Vías democráticas para la denuncia ciudadana

Las manifestaciones ciudadanas son necesarias en una época en España en la que la partidocracia ha sustituido a la democracia legítima.

Las manifestaciones ciudadanas son necesarias en una época en España en la que la partidocracia ha sustituido a la democracia legítima.
Uno de los concentrados frente a la sede del PSOE en Ferraz porta una pancarta con la frase que se hizo viral en la concentración de este lunes en Madrid. | EFE

1976. Muerto Franco y con Juan Carlos I como Jefe del Estado, los sindicatos de izquierdas quieren salir a la calle para celebrar el primer 1 de mayo sin el dictador. Fraga es vicepresidente y ministro de Gobernación de Carlos Arias Navarro. Ni corto ni perezoso ni democrático, prohibió todo tipo de manifestación. Entonces acuñó la famosa frase "la calle es mía" ante las quejas por la prohibición estatal. Pero, ¿de quién eran las calles, del pueblo, de los sindicatos o del ministro que encarnaba al Estado entre Franco y la Constitución? Anticipando el desarrollo del artículo: los ciudadanos tenemos el derecho a hacer propuestas, ya sea en línea o en la calle, ya que el Estado es nuestro.

En una interpelación ante Mariano Rajoy, el entonces líder de la oposición tildó la frase de Fraga de "franquista", a pesar de que el dictador ya había fallecido y Fraga era un ministro de un gobierno nombrado por Juan Carlos I. ¿No habría sido mejor denominarla como "frase fraguista"? En cualquier caso, ahora es el propio Pedro Sánchez el que se comporta de dicha manera fraguista tratando a los ciudadanos que se manifiestan contra su gobierno, aliado de golpistas y filoterroristas, como si fuesen miembros de una conjura judeo-masónica-liberal (no olvidemos que el gobierno español de socialistas y comunistas es el más antisemita de Occidente).

En la expresión "democracia liberal" estamos tan acostumbrados en Occidente a subrayar la separación de poderes, los derechos fundamentales, el imperio de la Ley… que solemos olvidar que el núcleo de la democracia reside en que el poder es la energía del pueblo. Esta energía se vehiculiza a través de diversas instituciones, más o menos conectadas directamente con el pueblo, pero siempre ligado a él de alguna forma, del ejecutivo al judicial pasando por el legislativo, la monarquía y las variadas agencias independientes, del BCE a la Comisión Nacional de la Competencia.

Sin embargo, la energía del pueblo que hace emerger el poder institucional está distribuida originariamente a través de todos y cada uno de los ciudadanos que constituyen ese pueblo. La forma política de llamar al poder es "soberanía". Dicha energía popular si se expresa sin diques de contención degenera en oclocracia, la tiranía de la mayoría. Pero también puede darse el caso de que sea secuestrada por aquellos que la dicen representar: el clásico leitmotiv "a favor del pueblo, pero sin el pueblo". No solo acontece este último en el caso de las monarquías absolutistas, sino que también con la Modernidad ilustrada se llevaron a cabo dictaduras ilustradas que detentaban el poder autoritariamente. Detentar significa ejercer el poder de manera ilegítima. De esta manera, a los monarcas absolutos les sucedieron, por ejemplo, las vanguardias marxistas del proletariado.

Hay, por otro lado, un caso de diques legítimos de esta primigenia energía del pueblo que es el sistema de partidos. En sociedades compuestas por millones de personas, caracterizadas por la división del trabajo y en las que se necesita un alto nivel de especialización y de asesoría por parte de expertos, también necesitamos profesionales del poder. Vulgo, políticos. Ahora bien, cabe que este sistema de partidos degenere en partidocracia, la situación en la que dichos representantes se convierten en una casta hermética a sus propios intereses. Una casta extractiva como la llaman Acemoglu y Robinson en Por qué fracasan los países, profesionales de medrar y el parasitado de las instituciones y los presupuestos públicos. También sucede cuando dicha casta antepone sus delirios ideológicos a los ideales y necesidades del pueblo. Por otra parte, los ciudadanos se sienten cada vez menos involucrados en la gestión de su propio país y están menos dispuestos a asumir responsabilidades y, a la vez, los resultados de la política. Por ello, cuando los políticos, subsumidos en su burbuja de ecos sectarios e intereses espurios, alcanzan soluciones que son evidentemente perjudiciales para el pueblo, este estalla como un volcán, llevándose por delante todo lo que encuentra a su paso.

¿Cuáles son entonces las vías para devolver al pueblo la iniciativa ciudadana? En situaciones extremas, como los totalitarismos nazis y comunistas, los filósofos de la Escuela de Salamanca propusieron como legítimo el tiranicidio, el atentado contra el dictador, aunque restringido a casos extremos de malignidad a la hora de detentar el poder como fueron los casos de Lenin, Stalin, Hitler, Pol Pot… Históricamente, tenemos la más célebre representación de dicha energía del pueblo expresada directamente en la obra de Delacroix La Libertad guiando el pueblo, donde una mujer llamada Marianne lidera a una multitud formada por burgueses y obreros hacia la revolución contra una monarquía absolutista, la de Carlos X, para defender una monarquía constitucional, la de Luis Felipe.

La leyenda decía que la tal Marianne se llamaba así como una traslación del apellido del jesuita liberal español, perteneciente a la Escuela de Salamanca, Juan de Mariana que había puesto los cimientos de la democracia liberal y la economía de mercado, además de justificar el tiranicidio. Carlos, a pesar de su incompetencia y estupidez, no tenía el nivel de tirano necesario para que su asesinato se pudiese justificar como un mal menor, pero sí el suficiente para justificar un cambio de régimen.

Protestar delante de las sedes de los partidos es un derecho. Y un deber cívico. Como decía, no hay que confundir la democracia parlamentaria con la partidocracia. Ni debemos crear una casta parasitaria de privilegiados. También es un deber expulsar de las protestas a la escoria ultra. Por supuesto, la escoria ultra tiene derecho a manifestarse. Pero no están invitados a las manifestaciones democráticas, constitucionales y pacíficas. Que convoquen las suyas, fascistas y comunistas, independentistas y anticonstitucionales, siempre violentas. La propia sociedad civil tiene que asumir su responsabilidad: la prensa, la universidad, las empresas y, fundamentalmente, la calle.

La derecha y la izquierda constitucionales, incluidos muchos socialistas, jueces y fiscales, inspectores de hacienda y de trabajo, abogados del Estado y abogados "civiles", se han lanzado a declarar su oposición al golpe de Estado de facto que implica el pacto entre Sánchez y Puigdemont, que elimina la separación de poderes, además de robar al Estado de Bienestar para financiar a la casta extractiva catalanista y comprarle una poltrona a Sánchez. Los españoles hemos pasado de gritar "Vivan las caenas" a "Rompamos las caenas".

Las manifestaciones ciudadanas son, por tanto, no solo legítimas sino necesarias en una época en España en la que la partidocracia ha sustituido a la democracia legítima. Unas manifestaciones que no apuntan hacia una democracia asamblearia, pero sí participativa. Para evitar llegar a una crisis institucional y una fractura social como la que estamos viviendo es necesario renovar el cauce de la democracia para hacerla más directa. Algunas vías democráticas para que la participación ciudadana no tuvieran que llegar a la denuncia ciudadana son:

Los ciudadanos deberíamos tener el derecho a plantear iniciativas populares y a evitar la entrada en vigor de una ley que haya desarrollado el Parlamento.

Con la iniciativa popular los ciudadanos podríamos proponer una votación popular sobre los temas que quisiéramos. Estas peticiones de referéndums contarían con una serie de filtros, siendo el principal la necesidad de un número mínimo de firmas en la petición.

El espectáculo de una ciudadanía en las calles permite mostrar el hecho de que el poder reside en el pueblo como energía de conceptualización y realización. Es la demostración palpable de que todos nos deberíamos considerar políticos. Es la puesta en escena del poder en acción, evidenciando que, contra lo que quisieran hacer creer los políticos que dejan caer migajas de poder, que el poder reside en el pueblo y que este debe limitar el que tienen los políticos profesionales.

Ello además podría llevar a que más ciudadanos participasen como políticos si en lugar de ser profesionales fuesen "milicianos", es decir, gente que compatibilizase su cargo político con su tarea profesional. Salvo los que rigen las instituciones, un presidente de gobierno o un alcalde, no es necesario que el resto de políticos, de simples parlamentarios a concejales, dediquen más de unas horas a la política efectiva, pudiendo dejar el resto del tiempo para su profesión. Debería haber más personas que fuesen a la vez políticos-dentistas, políticos-profesores, políticos-periodistas, etc.

Deberíamos manifestarnos más, deberíamos votar en más referéndums, deberíamos originar más iniciativas populares. Entre la democracia directa de los griegos y la asamblearia del 15M, por un lado, y la degeneración partitocrática del actual sistema, es posible ampliar las vías democráticas para la participación ciudadana de manera que nuestra democracia no sea directa pero sí participativa y ciudadana. Lo fundamental es que los ciudadanos mantengamos el poder.

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