Ahora que vuelve a estar de moda filosófica sostener que el ser humano está determinado por las leyes de la naturaleza (la física, la química, la biología; incluso, Hegel y Marx mediante, la historia), el nacimiento del niño Jesús adquiere una vez más la dimensión de un escándalo antropológico. Porque lo que simboliza la Navidad es el "milagro" de la novedad absoluta, la reivindicación de que en el ser humano cabe la posibilidad del inicio creador. El nacimiento de Jesús implica el renacimiento de cada uno de nosotros.
El Jesús-Navidad se contrapone dialécticamente a Cristo-Cruz. Entre el nacimiento y la muerte de dios se crea un arco de amor y perdón, libertad e igualdad, afirmación vital y negacionismo del mal. Que María acepta su destino así como Jesús el suyo evidencia que existen otros destinos. Este era el mensaje también de La última tentación de Cristo, la novela-película de Scorsese-Schrader-Kazantzakis. Nada más humano que la tentación. Salvo rechazar la tentación. Caer en la tentación está al alcance de gusanos, leones y, ay, humanos, demasiados humanos. Rechazarla, sin embargo, solo está al alcance de humanos que aspiran a la trascendencia.
En el Jesús-Navidad todavía no tenemos al Salvador. Podría haberse negado a beber el cáliz de su pasión y muerto, sin embargo, eligió beberlo hasta las heces. Podría haberse puesto del lado de Satán en el desierto; sin embargo, prefirió quedarse del lado de amigos y familiares, en el lado correcto de la historia. Hay que imaginarse a María y José mirando a ese pequeño diablo en la cuna tratando de advertir las señales que indicasen un glorioso final o una debacle sin paliativos. Lo que ocurrió era impredecible: una debacle gloriosa.
En Jesús-Navidad, como en cualquier bebé, lo que sí tenemos es la gratuidad creadora. ¿Por qué hizo dios el mundo? O, dicho al modo metafísico, ¿por qué el ser y no más bien la nada? En cada niño que nace hace un nuevo inicio el universo. Se suele decir que la Navidad no es más que la cristianización de la antigua fiesta pagana del solsticio de invierno. Pero no es que sea mucho más que eso, sino que es su negación. En las fiestas del solsticio de invierno se consagraba una visión del tiempo eternamente circular, siguiendo el patrón encadenado de las estaciones del año. La Navidad viene a romper dicho encadenamiento, con una visión lineal y progresiva del tiempo en el que hoy no está sometido al ayer y tampoco causa el mañana.
La Navidad, por tanto, es un tiempo de libertad y perdón. Tanto la libertad como el perdón nos liberan del intervencionismo cerrado de las causas mecánicas abriéndonos a la organización abierta por las razones argumentativas. Jesús libera tanto del despotismo del determinismo como de la arbitrariedad del caos. A su modo religioso, Jesús va a dar razones para hacer lo que hay que hacer. "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra", "dar a dios lo que es de dios, y al César lo que corresponde al César", sintetizan enteros tratados de ética y política, respectivamente. En cualquier caso, Jesús nos anima a pensar por nuestra cuenta, apelando, cierto, a nuestra intuición más sagrada sobre la dignidad del ser humano y lo que constituye su esencia, las facultades innatas conceptuales, lingüísticas y morales. Pero dicha intuición no apela simplemente a la fe, sino que también llama a la razón y la argumentación. En Jesús ya están prefigurados San Agustín y Santo Tomás. Decía San Pablo que solo la resurrección dotaba de sentido al cristianismo, pero aunque se demostrase que Cristo no había sido crucificado seguiría siendo un maestro de lo más importante: la divinidad que existe en cada ser humano, y que hace que cada mortal sea un candidato a tipos definidos de inmortalidad.
Para buscar la trascendencia de la inmortalidad en el ser humano no tenemos que mirar a grandes sino a pequeños milagros. Concretamente a un milagro prodigioso que por cotidiano pasa muchas veces desapercibido: la promesa. El ser humano puede ser definido como el animal que puede prometer y promete. Por eso es tan ignominioso el gesto de Judas, porque una traición es la ruptura de una promesa vinculante. Por ello son tan aborrecibles los políticos que mienten sistemáticamente sobre sus promesas más sólidas. Por este motivo ni siquiera la amistad sobrevive a la ruptura de una promesa. Incumplir con la palabra dada es el reconocimiento de que un ser humano ha caído al nivel de la mera cosa y, por tanto, no puede hacer nada por oponerse al discurrir de los hechos.
Dondequiera que haya determinación no existe el hombre, sino la cosa. Por eso Jesús, para nada un buenista, animaba a romper con las determinaciones en su estilo metafórico habitual:
Cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñitos que creen en mí, mejor le fuera si se le atase una piedra de molino al cuello, y se le arrojase en el mar. Si tu mano te fuere ocasión de caer, córtala; mejor te es entrar en la vida manco, que teniendo dos manos ir al infierno, al fuego que no puede ser apagado, donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga.
Es bueno que un bebé nazca con cinco dedos en cada mano y en cada pie; pero ello no es garantía de que termine su vida con igual número de dedos si es que alguno de ellos le empuja al mal. El ser humano es el único animal en el que la libertad puede ser más fuerte que el mal.
Jesús, como antes María, han dado una promesa (y no hay promesa más sagrada que la que se hace a uno mismo). Y es una promesa que no lo encadena sino que paradójicamente lo libera. Una promesa supone la apertura de un pasillo en el deber ser que se sobrepone sobre la banalidad del ser. El nacimiento del niño Jesús es la apuesta por un futuro que no está escrito. Que puede recaer en lo prosaico del cliché y el statu quo, pero que también cabe abrir nuevas formas de vida. Frente a la visión determinista que el ser humano es fabricado por la naturaleza, el nacimiento de Jesús es nada más y nada menos la advertencia de que somos creados para la creación.
Desde su primera obra, El concepto de amor en San Agustín, a su obra más densa, La condición humana, Hannah Arendt se mostró desde su judaísmo muy cercana a la esencia del cristianismo, en particular a ese judío que encontró mayor eco entre los cristianos, Jesús. Es en La condición humana donde encontramos lo que podría ser el perfecto leitmotiv de la Navidad:
Los humanos, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comenzar.
Una propuesta sobre lo que es la libertad sería, como sostiene Arendt, la capacidad de introducir una novedad en la cadena predeterminada de causas y efectos. Argumentar que dicha novedad no es responsabilidad del ser humano, sino de la propia naturaleza no hace más que trasponer el "misterio" de la novedad a una instancia sobrenatural. Los ateos se vuelven panteístas para no reconocer lo que en el humano hay de divino.
A Jesús-Navidad, por tanto, hay que entenderlo desde una filosofía del nacimiento que se retrotrae a Virgilio y su égloga IV, donde cantaba al nacimiento del niño que lo iba a cambiar todo:
Tú, al ahora naciente niño, por quien la vieja raza de hierro termina y surge en todo el mundo la nueva dorada.