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Agapito Maestre

La tristeza del 11-M y la suplantación de las víctimas

Hurtar el papel de las genuinas víctimas fue el principal afán del Gobierno socialista.

Hurtar el papel de las genuinas víctimas fue el principal afán del Gobierno socialista.
José Luis Rodríguez Zapatero. | Europa Press

El recuerdo crítico del pasado es clave para entender qué pasa ahora en España. Más que pasarle a la historia reciente de España el cepillo a contrapelo, cosa que no descarto, trato de hacer memoria, de repasar mis pensamientos de una época dramática, en torno al 11-M de 2004, para coger un poco oxígeno aquí y ahora. O sea para mantener el pulso del pensamiento sobre un protagonista clave de la historia reciente de España: la víctima del terrorismo. Después de haber recordado en mi artículo anterior, La muerte civil de las víctimas, el trato que les dieron los del cine, o sea, el personal que trajina los Goya a los caídos por el terrorismo, desearía recordar el papel que desempeñó Rodriguez Zapatero, en realidad, todos los políticos del PSOE de la época, en la marginación de la víctima del proceso democrático.

Creo que los del cine y Zapatero coincidían en lo esencial. La gente de la cultura del espectáculo, del cine, nunca entendieron que las víctimas de ETA y las del 11-M eran iguales. Pero tampoco comprendieron que el 11-M inundó España de tristeza. Quisieron taparla con una alegría fingida por la victoria socialista, o haciendo, con el peor cinismo del mundo, como si no hubiera pasado nada. Pero pasó y las consecuencias, después de dos décadas, siguen presentes por todas partes. Había gente el 14-M por la noche que comentaba los resultados electorales, el triunfo socialista, como si la tragedia del 11 de marzo hubiera sido en otro país. Nunca he soportado esa actitud. Recuerdo con dolor que alguien me llamó por teléfono para comentarme los resultados electorales. Habló en un tono indolente y sarcástico sobre la tragedia y las mentiras del gobierno de Aznar. No pude contenerme. Le colgué el teléfono en señal de respeto a los caídos, y también porque sigo queriéndome a mí mismo. Después de tranquilizarme, marqué su número de teléfono; pensó que lo llamaba para disculparme, pero, en realidad, volví a insultarlo. Entonces me sentí vivo. Creo que había recuperado mi amor propio. Sin él no podría haber escrito nada sobre la tristeza que envolvía a Madrid en esa época.

¡De qué alegría hablaban los sectarios acompañantes de Rodríguez Zapatero en la campaña electoral de 2008! La indefinible tristeza de Madrid del 11-M de 2004 estuvo por todas partes el 14 y, si me apuran, esa tristeza aún nos persigue. Está aquí. Nos acompaña por todas partes. Cargamos todos con ese día como una losa, pero sobre todo perseguirá a quienes no lo recuerden con dolor, a quienes no hayan guardado duelo por las víctimas, y a quienes manipularon electoralmente la tragedia.

Todos los socialistas, nacionalistas y gentes de su entorno lo pagarán. Nada es gratuito en la patria del dolor. Los salvajes, que ejecutaron a cientos de seres humanos, los enfermos cerebros, que planificaron la muerte masiva a dos días de unas elecciones, y los ladrones, que nos robaron hasta el fracaso de la humanidad torturada en Madrid el día 11 de marzo para ganar votos, nos hicieron ver la nada, nada, nada. Esa que describiera San Juan de la Cruz, en La noche oscura, que, más que horror y miedo, nos sume en la pena, la melancolía y la tristeza. No sabría decir qué es exactamente la tristeza, pero yo la he sentido por todas partes en las calles de Madrid. Palpé su mano helada en esa fría primavera madrileña. Su aroma de ciprés viejo inundaba las plazas y calles de la ciudad más abierta de España. Todo era triste. El mundo era triste. Tristeza generalizada, sí, pero vivida personal e intransferiblemente. Imposible de socializarse porque pertenece a los terrenos de la intimidad. Lejos de ser una enfermedad mental, la tristeza es un estado del alma. No es un síndrome depresivo sino la desilusión de la que fluye el afecto sin pretensiones. La tristeza no es nada sin haber atravesado la noche oscura del espíritu.

Tristeza, pena y melancolía fueron y son los sentimientos de todos los españoles de bien, después de la masacre de Madrid; y amargura, rabia y desprecio es lo que sentimos hacia aquellos que manipularon la tragedia hasta el punto de considerar que estas víctimas, así como las de ETA, podrían ser comparadas a las de la Guerra Civil. Esa equiparación oscura y truculenta, que aún no ha terminado, no tiene otra finalidad que borrar de la vida pública a todas las víctimas. Bajo una supuesta compasión universal por todos los muertos, se trata de volver a matar civilmente a la víctima del terrorismo. Están muertas, por lo tanto, nada pueden decirnos. La comparación de Rodríguez Zapatero entre su abuelo, el capitán Lozano, muerto en la Guerra Civil, y las víctimas del terrorismo no sólo tenía por objeto buscar cierta legitimidad en la historia de la Segunda República, sino sobre todo borrar el sufrimiento de las víctimas de la democracia española como una referencia moral de nuestro sistema político.

La crueldad de esa operación ha sido contada ya muchas veces y, seguramente, será narrada por los futuros historiadores de España. Y es que el desprecio del Gobierno con la víctima se puso en práctica nada más tomar posesión de la presidencia del Gobierno Rodríguez Zapatero. Recordemos en aquel contexto la renuncia del gobierno de España a celebrar una Cumbre Europea en Madrid por el atentado del 11-M. Fue instructivo ese rechazo para saber qué vendría después. Fue el primer desprecio explícito del presidente del Gobierno a la víctima del terrorismo. El presidente del Gobierno quería pasar página del 11-M y prefirió Roma por Madrid. La Unión Europea había querido que el Gobierno de Zapatero fuera el invitado de honor del nuevo proceso democrático que se había abierto sobre la Constitución Europea, y para ello propuso que esa cumbre del 2004 se celebrase en Madrid. Europa nos quiso compensar de tanta vileza terrorista con un homenaje a la memoria de las víctimas. Más aún, la Europa democrática quiso, como muestra de que todavía tiene sentido saber vivir en el fracaso, convertir a Madrid en capital doliente del mundo civilizado.

Sin embargo, Rodríguez Zapatero nada quiso saber de esa lógica democrática. Peor que débiles, las explicaciones que se dieron de esa renuncia fueron injustas. ¡La decisión fue incomprensible y cruel con las víctimas caídas el 11-M! Por otro lado, esta decisión logró en los gobiernos europeos el efecto contrario de lo que pretendía. Si antes había existido alguna duda, ahora había quedado despejada: ya no había gobierno en Europa, o mejor, en el mundo, que no relacionase el ascenso del PSOE al poder con los actos terroristas del 11-M. Situándose en la lógica del Gobierno, era comprensible que Rodríguez Zapatero quisiera desligar su victoria electoral del 14-M de cualquier referencia a los actos terroristas. Pues que a nadie le gustaría asociar su poder, sancionado por las urnas, a la muerte de cientos de inocentes. Sería como reconocer que su poder estaba falto de algún tipo de "legitimación".

Las víctimas había que situarlas lejos de la vida política, reducidas a personas sin posibilidad de voz ciudadana, porque si no traerían graves problemas de legitimación. Había que utilizarlas retóricamente y nada más. Cualquier cosa sería aceptable para el Gobierno, mientras mantuviese lejos a las víctimas que recordaban a muchos que "los terroristas habían conseguido su objetivo de influir en la política española". Era normal que a Zapatero le desagradase todo aquello que vinculase su triunfo al terrorismo internacional. Zapatero no estuvo jamás dispuesto a asumir esa vinculación de terrorismo a poder democrático que fue hecha por todos los gobiernos del mundo. Nunca quiso reconocer que esa deuda política, o quizá moral, sólo podría pagarse con más democracia y transparencia, con una lógica democrática integradora de la oposición que, cuando había formado Gobierno, fue golpeada con saña por el terrorismo. El ciudadano esperaba que el Gobierno fuera capaz de crear puentes entre todos los españoles para cerrar el camino al terrorismo, para contestar al mundo que, en efecto, el terror no había conseguido torcer el brazo a una nación milenaria.

Hizo todo lo contrario. La actitud nihilista que, posteriormente, adoptó Rodríguez Zapatero para combatir de boquilla el terrorismo estaba dentro de esa misma lógica. Me refiero a las simplezas ideológicas defendidas por el presidente del Gobierno, en distintos foros internacionales, acerca de la vinculación entre el terrorismo y la pobreza. Fueron famosos su discurso de la ONU y las declaraciones a la revista Time. La mejor fórmula, la única, que tenía Rodríguez Zapatero, si se excluye la peregrina idea de la alianza de civilizaciones, para combatir el terrorismo era acabar con la pobreza. "El terror desaparecerá", decía de modo tajante Rodríguez Zapatero, "cuando terminemos con el hambre." Esa afirmación era peor que un razonamiento peligroso. Era falsa. Primero, porque la asociación mental de terroristas y pobres es un insulto a todos los pobres. Muy inmoral es quien considera que la pobreza, ser pobre, es la condición clave para ser terrorista. Segundo, porque es conocido que el reclutamiento de terroristas se lleva a cabo entre individuos cultos y familias acomodadas. Por cierto, ¿cuántos son los terroristas de ETA que estaban en la indigencia? Tercero, mientras luchamos por la más que necesaria extinción de la pobreza en el mundo, los terroristas pueden acabar tanto con pobres como ricos, pues ellos no parece que hagan muchas distinciones a la hora de matar.

Ese tópico, sin embargo, puede que sea falso, pero no vacío. Digo esto porque corremos el riesgo, entre tanta palabrería populista, de despreciar estos tópicos y no combatirlos. Con lo cual estaríamos cayendo en el mismo error que estamos criticando: haber sido vencidos en el terreno de las ideas antes de entrar en combate. O sea, que traer a la memoria las declaraciones de Zapatero no es tanto para ironizar sobre ellas como para combatirlas. En todo caso, después de la retirada de las tropas españolas de Irak, la renuncia del gobierno de España a cambiar Roma por Madrid fue su segunda gran decisión. Pronto comprendí que esa actitud no era tanto una forma de alejarse de la víctima como una forma de alejarla del proceso político. El terror de ETA, primero, y el de sus colegas islamistas después, habían sembrado de sangre y dolor a España en general, y a Madrid en particular.

Los gobiernos europeos conscientes de que éramos, y somos, el país más castigado de Europa por la vileza terrorista quisieron homenajear a las víctimas del 11-M eligiendo Madrid, la capital doliente del mundo occidental, para firmar la Constitución Europea. La UE quería que la cumbre fuera un acto de solidaridad con España para recordar a las víctimas del terrorismo del 11-M, pero Zapatero de la noche a la mañana y sin encomendarse a Dios ni al Diablo, o quizá muy bien encomendado, renunció, reitero, a ese acto de homenaje.

Nunca he dejado de indagar sobre las causas profundas de esa renuncia. Pero hoy, después de dos décadas de la invitación de la UE, sigo creyendo que el presidente del Gobierno no consideraba a Madrid digna de esa invitación, en realidad, no se lo merecía, porque había alojado al llamado "Cuarteto de Madrid (EEUU, UE, ONU y Rusia)" que, según Zapatero, no habían movilizado suficientemente su fuerza política y moral para acabar con el hambre y el terrorismo en el mundo. ¡Para llorar! No fue la única perla que soltó en aquella época el jefe de Gobierno sobre el terrorismo. Hubo alguna más que cualquier persona sensata olvidaría al instante, por ejemplo, "la igualdad de sexos es mucho más efectiva contra el terrorismo que la fuerza militar".

Esa marginación de la víctima del terrorismo, sin embargo, no era viable sin un proyecto populista que ocupase el lugar de la víctima real. El Gobierno llevó a cabo esa operación con timidez primero, y con descaro después, porque le iba en ello su perdurabilidad. El Gobierno tenía que borrar por todos los medios la secuencia que va del atentado terrorista más salvaje de nuestra historia, el 11-M de 2004, después de haber pasado por una campaña de agitación y propaganda antidemocrática liderada por el PSOE contra el gobierno del PP, hasta su triunfo el 14-M.

Había que ocultar lo que era un grito a voces. Las grandes agencias intelectuales del planeta lo vieron con precisión: el terrorismo había obtenido un triunfo aplastante en España. Un adversario político de Estados Unidos, alguien que despreció a la bandera de la primera democracia del planeta, Rodríguez Zapatero, alcanzó el poder en un país de la Unión Europea, después de que el terrorismo atentara en Madrid. Aunque es obvio, debemos repetir las veces que haga falta, que el PSOE no tenía nada que ver con el atentado del 11-M, pero fue el gran beneficiado. Sin el 11-M, según han reconocido los grandes analistas políticos, el PSOE no habría ganado las elecciones. El asunto fundamental que le había dado la victoria la PSOE era evidente. Ocultarlo implicaría una perversidad política.

En El Mundo del 22 de marzo de 2004, mostré las maldades que se derivaría de ese ocultamiento. En primer lugar, se crearía una brecha entre ciudadanos y políticos. Mientras que los primeros intentarían aprender de la tragedia del 11-M, los segundos harían todo lo posible para poner tierra de por medio. El político en el poder querría olvidar, y quizá negar la tragedia, para empezar de cero como los simios. El hombre-masa, en sus versiones de político-profesional, o de intelectual al servicio del poder, se esforzara por construir estereotipos para destruir la realidad que no puede comprender. El hombre-masa, en ese ámbito de lo políticamente correcto, aún no ha sido superado por el ciudadano, por el hombre comprometido con la verdad, que intenta comprender las fuerzas de la historia y de la sociedad, aunque éstas sean destructivas, para convertirlas en potencias al servicio de las personas. Los propagandistas de los ganadores, y pronto los ideólogos de los perdedores por otros motivos, procurarían olvidar el atentado para adquirir la legitimidad que no habían conseguido durante años de actividad política. Así es de infame el poder, la ideología, cuando se carece de pensamiento político.

Lo cierto es que ese ocultamiento, independientemente de la perspectiva que adoptemos para analizar esa acción gubernamental, implicaba la negación de la víctima. Esta operación política era el peaje que pagaba el PSOE a sus nuevos socios nacionalistas e independentistas, que siempre vieron a las víctimas no como tales sino como una parte del problema. La víctima del terrorismo fue la primera prenda pagada por los socialistas a los secesionistas; más tarde, cómo ponerlo en duda, vendrían la reforma de los Estatutos. Fue el segundo gran fraude a la nación. El proceso de marginación de la víctima, o mejor, la ocupación de su lugar por el PSOE, no se entiende con nitidez sin repasar el populismo victimista del socialismo de Rodríguez Zapatero. El ambiente crispado y violento creado por el PSOE, que tuvo su origen en toda una narrativa del odio al final de la legislatura del último gobierno de Aznar, era toda una prefiguración de lo que vendría más tarde. Populismo y más populismo. Reducción de la ciudadanía a barriga.

En 2006, después de haber pasado año y medio de la llegada del PSOE al poder, constaté otra vez con unas cuantas anotaciones politológicas, en el diario El Mundo, cuáles eran las principales señas de identidad de lo que yo había llamado varias veces el renacimiento populista del gobierno socialista. No sin antes reconocer que, en un ambiente político que excluía a la principal fuerza de la oposición, malos tiempos corrían para la democracia. La ideología lo ocupaba todo, incluso el propio Gobierno aparecía a veces deslegitimado por su voracidad para devorar todo aquello que no fuera susceptible de ser sometido a sus tópicos populistas. El PP, al año y medio de su desalojo del poder, estaba fuera de juego, porque no había conseguido parar el proceso de reforma de Estatutos, auténtico caballo de Troya socialista para acabar con la nación, ni tampoco había conseguido detener el proceso de negociación del Gobierno con ETA. En su primer año en el poder el PSOE no sólo había conseguido marginar a la oposición sino que había eliminado cualquier idea política vinculada a una cierta noción de fiabilidad en el adversario político. La generación de confianza para solucionar problemas entre fuerzas políticas diferentes, o conseguir acuerdos entre todos los actores implicados en la sociedad democrática, eran incompatibles con la perseverante estigmatización que el gobierno de Zapatero hacia del PP. He ahí una de las peores consecuencias políticas del 11-M: la democracia empezó a desaparecer, cuando el Gobierno hizo de la persecución de la oposición su único y fundamental objetivo. El déficit democrático, derivado de esa actitud, fue y es, hoy en 2024, el riesgo más grave de la nación democrática. Sánchez ha llevado hasta sus últimas consecuencias la negación de la Oposición, incluso al precio de la desaparición de España como Nación. El Gobierno estigmatizó, primero, y después negó a la Oposición cualquier legitimidad para actuar en ese proceso político que ha puesto en grave riesgo las bases de la nación. Sin la superación de esa perversa actitud, que no sólo convierte al adversario en enemigo sino que lo "deslegitima" por procedimientos totalitarios, siempre nos hallaremos al borde de la desaparición del sistema democrático. De España.

La técnica, a todas luces populista, utilizada por el Gobierno contra la Oposición fue la misma que utilizaron los nacionalistas contra la nación española: el victimismo. ¿Victimismo? Sí, no hallo otra palabra mejor que "victimismo" para explicar la crisis de legitimación democrática de este Gobierno. La intempestiva táctica del populismo más rancio regresó a España, cuando creíamos que todos nuestros horrores guerracivilistas habían sido superados. Victimismo, sí, es la categoría clave para comprender algunas acciones del gobierno de Rodríguez Zapatero. Victimismo, una vez más, fue y es la triste aportación española para "desmontar" el fundamento de la democracia moderna. Unas palabras de Peces-Barba, en un homenaje a Santiago Carrillo, sintetizan magníficamente ese cínico hacerse la víctima de los socialistas: "Los buenos están con Carrillo o no son". El Alto Comisionado para las Víctimas del Terrorismo no podía dejar más claro su inmoralidad y la del gobierno que lo había nombrado. En España sólo hay buenos y malos. Los socialistas, naturalmente, más los nacionalistas y los separatistas son los buenos, mientras que los demócratas del PP son los malos. Naturalmente, los buenos no serían nada si no asumiesen el rol de ser, según diría algún sociólogo pedante, las principales víctimas-acusadoras de los malos, o sea de los horribles verdugos. Hurtar el papel de las genuinas víctimas fue el principal afán del Gobierno socialista. El resentimiento, o sea, el odio a la ejemplaridad de la genuina víctima de la democracia española ha sido una de las motivaciones más inmorales de la acción del Gobierno. Seguramente, en esta honda vinculación de victimismo y resentimiento, sea menester circunstanciar el ataque sistemático y programado de Rodríguez Zapatero a las víctimas del terrorismo.

Paz, ciudadanía y talante, la tríada utópica con la que podríamos resumir la tarea ideológica de Rodríguez Zapatero al frente del Ejecutivo, no son, sin embargo, plausibles sin sus tres contrarios reales: victimismo, movilización y propaganda. El victimismo del PSOE, tanto en su etapa en los últimos años que pasó en la Oposición como en el Gobierno, es la esencia de su proceder antipolítico. Además, fue la base de la movilización para ocupar la calle y las instituciones llevada a cabo por el PSOE durante los últimos años de Aznar. Para este partido la movilización fue todo. En la Oposición y en el Gobierno lo decisivo para el PSOE fue mantener movilizada a la ciudadanía. Tensa. Enfrentada. Al borde de la violencia. No importaban los motivos. Todo valía, si la población estaba en tensión y dispuesta a culpar al "otro" de todos su males. Lo decisivo era y es que la "ciudadanía" quede reducida a masa estabulada en dogmas y, naturalmente, seguidora de las consignas del PSOE.

Castro y Chávez, los fieles aliados de Zapatero en el exterior, fueron aprendices al lado de la "movilización total" al que los socialistas españoles sometieron a la población. Ésta no puede entender su acción en la vida pública, sino es movilizada, naturalmente, contra alguien o algo. Primero, fue contra Aznar (responsable del hundimiento de un barco petrolero, de la caída de un avión que transportaba militares, del mal humor y la cólera del español sentado, etc.); después, había que movilizar contra Bush y Aznar (por la guerra de Irak…); y, finalmente, contra el PP (por ser heredero de todas las perversiones de la humanidad). Antes, en la Oposición, el PSOE movilizaba para desalojar al Gobierno del poder sin imponerse ninguna autolimitación. Por ejemplo, nunca ha pedido perdón por las agresiones salvajes a las sedes de los populares ni tampoco ha rectificado su comportamiento sectario en el día de reflexión previo a las elecciones del 14-M. Y, después, cuando el PSOE llevaba un año en el Gobierno, esta institución fue antes utilizada para movilizar, y mantenerse por vías populistas en el poder, que para gobernar. O sea, lo mismo que ahora. Parece que, entre 2004 y 2024, no hubiera pasado nada en los mecanismos de movilización de los gobiernos socialistas: victimismo y resentimiento. A nadie inteligente se le escapa que, detrás de esa técnica antipolítica, el PSOE no tiene otro objetivo que hacer regresar a su partido a una situación prepolítica, o sea de guerra civil permanente.

Los ejemplos de victimismo ocuparían un libro, pero hay algunos en el año 2005 que producían espanto. Entre la celebración del cumpleaños de Carrillo y la retirada de la estatua ecuestre de Franco, por un lado, y los comentarios del representante del PSOE, Álvaro Cuesta, en la Comisión parlamentaria del 11-M, por otro lado, no sabría decir cuál de ellos fueron más extraños al proceder democrático. Mientras que el primer acto fue más espectacular, el segundo era más grave, porque el Alto Comisionado del PSOE había llegado a decir que la Comisión se ha visto acosada por la colaboración entre la gentuza que trafica con explosivos y el PP. El Gobierno, los representantes socialistas y todos sus socios serían, pues, "víctimas" de los malvados dirigentes del PP. Por fortuna, según Álvaro Cuesta, la Comisión habría demostrado que el PP era un peligro. Era necesario aislarlo como si fuera un perro rabioso. El PSOE y otros grupos minoritarios del Parlamento (separatistas y comunistas) tenían que cerrar filas contra el poderoso verdugo de los ejemplares gobernantes de España. Una vez que el PP había sido descubierto como el poderoso opresor, había que competir por presentarse como la más sufrida víctima. Era la forma más adecuada para destruir cualquier esfuerzo que tendiese a construir un proyecto político común. Era la mejor fórmula para destruir la posibilidad de generar confianza y compromiso mutuos, o sea, de generar sentido común con el otro partido, que representaba a casi la mitad de la población.

Presentarse como víctima de todo (del pasado, del presente y del futuro) aseguraba al PSOE su mantenimiento en el poder. A sus dirigentes no les preocupaba que los llamaran mentirosos, si previamente habían conseguido que algún incauto los considerase víctimas… Por ejemplo, cuando un político del PP es atacado, agredido o amenazado, nunca denuncia de modo contundente al atacante sino que, al final, concluye que era una treta del atacado, de la víctima, para desestabilizar al Gobierno socialista... Lo decisivo era negar el intercambio franco y sin tapujos entre fuerzas políticas en condiciones de igualdad. El PSOE consiguió con esta simple técnica esterilizar cualquier debate público de carácter democrático. Reservarse para sí mismo el papel de victima-acusadora le ha reportado al PSOE importantes beneficios, pero ha dañado seriamente nuestro frágil tejido democrático. Si el PSOE es la victima-acusadora y el PP, el opresor-acusado, jamás podrá haber comunicación entre iguales, sino un tráfico uni-direccional, con un objetivo preciso: el acusado deberá terminar reconociendo su culpa. Más aún, y en esto el liderazgo de Rodríguez Zapatero fue implacable, el PP debería dar muestras de constricción e, incluso, tendría que ofrecer una reparación de daños.

Esa técnica totalitaria para ocupar todo el espacio público nos permite comprender el indecente victimismo practicado por Peces-Barba, como Alto Comisionado de las Víctimas del Terrorismo, o el de los distintos ministros culpando a sus predecesores en el cargo cuando algo va mal. También nos ayudó a explicar que el talante de Zapatero no era nada más que una técnica para demonizar al otro haciéndose pasar por víctima. El talante era la astuta y seductora utopía de Rodríguez Zapatero que proponía, como casi todas las utopías, lo contrario de lo que en realidad apuntaba.

Trágico camino fue el iniciado por el PSOE de Zapatero. Primero, porque ponía en cuestión a la oposición, pieza insustituible en cualquier democracia; de hecho, sin ésta es imposible comprender el tejido democrático construido desde la muerte de Franco hasta hoy. Y, segundo, porque destruía la base de la democracia, que no es otra que la "colaboración genuina" de fuerzas políticas diferentes en el marco de una empresa común libre de víctimas y verdugos. Bien sé que no hay soluciones fáciles. Ni fórmulas universales que garanticen el funcionamiento de la democracia. Pero, mientras alguien invente otro fundamento de la convivencia democrática, yo propongo una sencilla plegaria: "No humilles a nadie". O sea, el poder democrático es autolimitado o no es.

Gracias al estudio de este proceso de humillación sistemático del adversario político, que ha llevado a cabo el PSOE a través del mecanismo de la victimización, podemos entender no sólo su ataque al PP, a la oposición, sino también a la víctima del terrorismo, que en España debería haber sido, reitero, el principal horizonte de referencia moral para el desarrollo de la democracia. La victimización del Gobierno, ese obsesivo hacerse la víctima de Rodríguez Zapatero, pretendió marginar a la genuina victima del terrorismo del proceso público político, pero, por fortuna, Rodríguez Zapatero no lo consiguió del todo. Mas el intento de arrinconarla dio paso a una forma de odio y rencor, difíciles de superar por los mecanismos políticos establecidos. Sí, el odio de hoy, 2024, procede de ayer. El odio es un animal salvaje que recorre España. Es el odio, hoy, un sentimiento bien visto por los políticos gobernantes y, por supuesto, por la chusma. Porque, sin dejar su marchamo de naturalidad, el odio en España parece justificado racional e históricamente. La gente odia como si fuera su forma primigenia de vida. Su respiración. Es como si algún tipo de razón o experiencia, que sólo existen en sus flacas meninges, les dieran un salvoconducto para odiar sin ningún remordimiento. Sin conciencia. Sin conciencia nacional, naturalmente, el salvajismo determina la conducta de las mayorías. No será fácil zafarse de este animal. El odio nos cerca por todas partes. El odio, disfrazado de rencor, o peor, sentimentalismo, regresó a España en 2014. ¿Quizá nunca había desaparecido? Lo peor de todo esto es que las élites políticas y culturales, lejos de huir ante las garras amenazantes de este animal, lo amamantan un poco más todos los días. Creen que dándole de comer no los atacarán. Se equivocan.

El odio proporciona, como dijera Simone Weil, una imitación a veces muy brillante, sin embargo es mediocre, de mala calidad, poco duradera. Se agota pronto. Esperemos que así sea. Pero yo soy bastante más pesimista que la pensadora francesa. El odio instalado por este Gobierno contra el pensamiento, la tradición, las costumbres y, sobre todo, contra la política, o sea, vivir pactando continuamente entre gentes con opiniones diferentes, es cada vez más difícil de superar. Ya no se ama por sí mismo, sino por odio a lo contrario. Zapatero le enseño a las nuevas generaciones de socialistas a odiar todos los foros cívicos de apoyo a las víctimas del terrorismo, desde el Espíritu de Ermua a la AVT. Su obsesión, como la de Sánchez, era pactar con los terroristas de ETA y los separatistas. Por odio a España, sí, se mueve el régimen político impuesto por los socialistas y nacionalistas. Su pequeño amor a lo local es fruto del odio a lo ancho y holgado. ¿Y qué decir de la chusma? Lo obvio: repiten la conducta de los dirigentes. Aman a Zapatero y Sánchez, sencillamente, porque odian a toda la Oposición, especialmente del PP. No hay juntaletras socialistas que deje de repetir: cualquier cosa antes que el PP. ¡Qué decir de VOX! Aman el castrismo y el chavismo, en efecto, porque odian a los disidentes cubanos y a la Oposición venezolana. Son laicistas, sí, porque odian a los cristianos. Se odia por todas partes y con facilidad. Pocos son los socialistas y separatistas que se priven de expresar por un quítame esas pajas, por ejemplo, "odio a la gente del PP y VOX".

Y, sobre todo, el gobierno de Zapatero y sus seguidores amaban el pacto con los criminales de ETA, porque odiaba a las víctimas del terrorismo… De ahí, y no de otro lado, viene el amor de Sánchez a los exterroristas, nacionalistas, golpistas y separatistas vascos y catalanes.

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