Estoy atascado en un trabajillo y no sé cómo salir del asunto. Tengo muchas intuiciones, algunas experiencias sobre el tema elegido, pero a la hora de la verdad me vengo abajo. Estoy cada vez más perdido. Recurrí a los amigos. Consulté la cosa con Pedro y, aparte de darme una extraordinaria bibliografía, me sugirió un par de ideas extraordinarias. Después hablé con Jeremías y Jorge, dos buenos amigos y filósofos de raza, sobre cómo construir un mínimo canon para hacerse cargo de la filosofía del siglo XX español. Y, finalmente, pedí auxilio a otros dos amigos y excelentes escritores. Están haciéndome una selección de libros bellos y filosóficos de siglo pasado, o sea, libros de genuina filosofía y no rollos mazorrales incomprensibles para cualquier ciudadano medio.
Espero los listados de libros filosóficos como agua de mayo. Sospecho que mi selección sería mala, imprecisa y precaria, entre otros motivos, porque ellos escriben mucho mejor que yo. Aunque me lo propusiera, jamás alcanzaría a escribir versos como los de Miguel y novelas como las de Alfredo; ademá, son dos grandes ensayistas, se parecen mucho a los buenos actores de teatro: el ensayo es para ellos tanto un medio, un entrenamiento constante, para conseguir una representación genial el día del estreno, como un fin en sí mismo, pues que sin el ensayo y la preparación técnica constante raramente se consigue algo bueno. Mientras llega la ayuda, también yo trato de hacer mi selección, pero al poco renuncio y trato de buscar excusas para no llevar a cabo semejante tarea. Me siento abrumado con los numerosos y buenos libros que hay sobre la cosa.
Que por qué me he metido en este lío, se preguntará usted; pues ni yo mismo lo sé, quizá por agradecimiento… Me dejé llevar por el primer impulso para escribir sobre filosofía española contemporánea. Nada enseñaría este libro de modo dogmático, aunque nada tengo en contra de los dogmas si son buenos y verdaderos, y apodíctico. Más bien, estaría tentado a dejarme llevar por cierta actitud escéptica y ecléctica… ¡Enseñar filosofía es para mí demasiada tarea! Mis aspiraciones son más modestas. Trataría de contar unas cuantas aventuras relacionadas con mi profesión. Recogería unos cuantos relatos sobre mi experiencia filosófica, en realidad, sobre mis amplias limitaciones para enseñar filosofía. Me interesa el filosofar, pero, la verdad, lo que algunos llaman "filosofía" no tanto. Pero debo confesar públicamente que, cuando mi editor me sugirió escribir un libro sobre una historia de la filosofía española, algo así como una historia mínima de nuestra filosofía contemporánea, me dio un subidón, como dicen los jóvenes, de entusiasmo.
Me relamía de gusto pensando en las lecturas y relecturas que debería hacer de nuestros numerosos y grandes autores. Pronto el gusto cedió al vértigo. Eso sentí al detenerme a pensar todo los grandes autores que existen, desde la generación de escritores de 1868, si se quiere desde la Restauración, pasando por las Generaciones del 98, el 14, el 36 y las de postguerra civil, el franquismo y la democracia, en fin, hasta hoy. Citar a todos ellos ya es una tarea casi imposible. Emilia Pardo Bazán, Campoamor, Valera, Menéndez Pelayo, Azorín, Unamuno, Eugenio D´Ors, Ortega, García Morente, Julián Marías, José Gaos, Dieste…. ¡Cómo no hablar de mi querido Gustavo Bueno, o de mis amigos Carlos Díaz, Gabriel Albiac e Ignacio Gómez de Liaño en un libro sobre filosofía española!
Del vértigo que me produjo el encargo, dicho en corto, pasé al temor. Pronto comenzaron las desazones para rebajar las alegrías de la empresa sugerida por mi amigo. Qué autores seleccionar, cómo hacerles discutir entre ellos y, sobre todo, qué asunto común, aparte de la lengua, compartían todos ellos que pudiera interesar al lector de nuestro tiempo… Estuve a punto de abandonar antes de comenzar. Sentí pánico. Sólo veía dificultades por todas partes para sacar adelante el proyecto. Recapacité no sin pasar por congojas amargas. Tenía que aceptar la invitación del editor, aunque solo fuera por corresponder a la deferencia que en otro tiempo tuvo conmigo; me publicó un libro de difícil ubicación en el correcto panorama editorial español; por cierto, hace tiempo se acabó la primera edición y no sé cuándo exactamente aparecerá la segunda. ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Qué recuerdos más agradables me trae esa época! Parece que fue ayer, pero sucedió en agosto de 2018: me encontré en San Lorenzo de El Escorial a Enrique Múgica Herzog, antiguo ministro socialista con González, y Defensor del Pueblo, durante los gobiernos de Aznar. Militó en el PCE entre el 53 y el 63 del siglo pasado, después se hizo del PSOE. Franco lo encarceló varias veces. Consiguió hacerles cambiar de parecer a falangistas insignes como Ridruejo, Laín Entralgo y otros. Se enteró en la adolescencia de su ascendencia judía. Es obvio que tuvo una gran simpatía por Israel, pero si alguien le insistía con la pregunta "¿es usted judío?", respondía con orgullo "yo soy español". Sin duda, Múgica fue un español de los pies a la cabeza. O sea, jamás fue condescendiente con ningún tipo de nacionalismo. La ETA asesino a su hermano. Tuve siempre por él una gran simpatía. Su sonrisa era generosa como su alma. Tenía ganas de vivir. Me preguntó sobre mis "correrías filosóficas" y, cuando le respondí que había escrito un libro sobre Ortega, no pudo reprimirse:
—Dime, por favor, sobre qué aspecto de Ortega has tratado.
—Aunque creo que es una reivindicación de Ortega, imagínate que el título del libro es El gran maestro, el argumento dominante es político, porque lo presento como un filósofo socrático, ciudadano, en las antípodas del filósofo-rey de Platón.
—Estupendo. Sigo pensando hoy como en mis tiempos revolucionarios, aquellos años cincuenta y sesenta, que Ortega es el más grande pensador de España.
—Eso creo yo. Al menos, es uno de los imprescindibles.
—Quiero leerlo ya, dime la editorial y lo compro enseguida.
—Sale a finales de año en la editorial Almuzara. Dame, por favor tu dirección y te lo mando. Otro día, te contaré que tú apareces en el libro, pero tuve que suprimir varias páginas por una cuestión de composición.
—Conozco bien a tu editor —prosiguió Enrique—. Es muy buen tipo, recuerda que fue ministro de Trabajo en un gobierno de Aznar.
—Así es, amigo; creo que le plantó cara a su jefe, porque no compartía sus criterios sobre la reforma laboral…
Acabó largándose del gobierno.
¿Largándose? Sí, dimitió del cargo y se fue a su casa. ¡Cómo no recordar, pues, a mi editor! Sí, Manuel Pimentel es el causante de esta nueva aventura como también fue, aunque sin saberlo, el principal causante de que Enrique sólo apareciese en una nota a pie de página de El gran maestro. Les cuento. Después de pasar por el calvario de unos cuantos editores que desprecian cuanto ignoran, algunos rechazan de entrada, sin leerlo, cualquier manuscrito que se refiera a Ortega, mandé a Almuzara mi manuscrito. Al poco tiempo me respondió Manuel Pimentel. Le gustó mi libro. Ninguna objeción de importancia me hizo para publicarlo entero, unas ochocientas páginas, salvo que saldría muy caro y las ventas descenderían. Me sugirió reducirlo a poco más de la mitad y todos los implicados en la cosa ganaríamos: autor, editor y lector. El libro quedaría en torno a 450 páginas. Seguiría siendo grueso para lo que se lleva en este tipo de ensayos, pero al ahorrarse costes en papel se vendería mucho mejor. Acepté la sugerencia y me puse manos a la obra. Suprimí toda una parte de tres capítulos, sinteticé algunos otros hasta dejarlos reducido a dos o tres páginas y traté de suprimir reiteraciones innecesarias.
Aunque comprendo a quienes disfrutan sometiéndose a ese tipo de indicaciones de los editores, para mí fue doloroso el trabajo de supresión. Conseguí bajar el grosor del libro en muchas páginas. Trabajé mucho, aprendí más y sobre todo me reafirmé en una vieja idea de Heidegger: la repetición, sí, la repetición creativa es la base de la filosofía. A medida que releía el texto aparecían unas pocas ideas que se repetían, pero no podía eliminarlas, porque la forma y el fondo de su nueva aparición cambiaban respecto a su anterior formulación. ¡Quizá fueran ya otro concepto o pensamiento! No podía ser lo mismo la formulación del problema que su desarrollo, a pesar de que utilizásemos palabras parecidas. No podíamos expresar ni tampoco leer del mismo modo que Ortega es un filósofo socrático en la página treinta que en la doscientos veinte… Mas sigo sin tener claro el asunto, o peor, me encuentro hoy más perdido que cuando era estudiante, en Alemania, de filosofía del lenguaje con Habermas y Apel. En resolución, traté de suprimir la mayor parte de las repeticiones que aparecían en mi manuscrito original, es decir, que quizá haya eliminado algún pensamiento relevante. No lo sé a ciencia cierta; incluso no descarto, dicho sea en favor de mi editor, que el libro haya quedado mucho mejor que el original.
Una cosa es, sin embargo, indudable: la composición del libro es ahora diferente a la primitiva redacción, porque he suprimido capítulos y todo un apartado que le dedicaba al entierro de Ortega en 1955. Exactamente ahí, en la descripción de ese acontecimiento, aparecía largo y tendido la actuación de mi amigo Enrique Múgica, pero tuve que dejarlo todo resumido en una nota a pie de página… En fin, todo este rollo sobre mi editor, aunque para mí no lo es, solo pretende justificar, dar una razón, un porque, naturalmente moral, no podía rechazar el ofrecimiento de mi editor para escribir algo sobre nuestra historia contemporánea de la filosofía.
La mirada escéptica hacia nuestra filosofía no significa jamás negación. Al contrario, una iniciación en la historia de la filosofía española debe comenzar por reconocer que España, sin duda alguna, es uno de los países del mundo donde siempre se leyó filosofía. Preparada y numerosa fue siempre la comunidad lectora española de libros de filosofía. España es un país con gran sensibilidad filosófica. La historia de la cultura filosófica de España está lejos de ese tópico ridículo que la presenta, poco más o menos, como si fuéramos un país de salvajes incapaces de distinguir entre la anécdota y la categoría. Por lo tanto, lejos de los ¡ay! y otras saetas malas sobre la inexistencia de la filosofía española, esta aventura de historia contemporánea de la filosofía tiene que comenzar por reconocer que existe un canon filosófico, naturalmente hispánico, sin el cual no se entenderían el resto de las filosofías europeas. Ese canon se compone de varios apartados: el primero es el escepticismo, que es una forma genuina de sabiduría, y el segundo es la belleza, la mayoría de los grandes filósofos españoles de nuestro tiempo han escrito como los ángeles. Aunque el tratamiento de la mirada escéptica y bella de la filosofía española debería comenzar en el Renacimiento español, yo me situaré en 1912, fecha de la muerte del fundador de las columnas clave de la cultura contemporánea española, Marcelino Menéndez Pelayo, para dialogar con él y, sobre todo, con aquellos filósofos que pasaron del filósofo más grande de la Generación de 1868. Pero eso, la estética de la filosofía española, lo dejamos para una próxima entrega.