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La Ilustración Liberal

Censura y guerra en los Estados Unidos

Las diez primeras enmiendas a la Constitución de Estados Unidos recogen la Declaración de Derechos. Es significativo que las dos primeras reconozcan derechos que son, a su vez, ejercicios que sirven para la protección eficaz de los demás derechos: la libre expresión y la autodefensa. La Primera Enmienda dice:

El Congreso no hará ley alguna por la que se adopte una religión como oficial del Estado, o se prohíba la libre práctica de credo alguno; que se coarte la libertad de palabra o de imprenta, o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y a pedir al Gobierno la reparación de agravios.

La libertad de prensa es una de las primeras que sufren en una guerra. También en los Estados Unidos. La relación entre guerra y censura no es automática. En EEUU ha habido guerras sin censura y censura en tiempos de paz, aunque lo cierto es que nunca ha sufrido la libre expresión de las ideas tanto como cuando el país ha estado en guerra[1].

La 'cuasi guerra' con Francia

Cuando no había acabado el siglo XVIII, el que le vio nacer, la guerra a medias que EEUU libró con Francia puso a prueba la Primera Enmienda. El resultado fue uno de los períodos de mayor represión de la opinión en ese país.

Inglaterra, España y otras naciones habían declarado la guerra a la Francia de la Revolución y el Terror. En pleno conflicto, Estados Unidos tuvo un contencioso con Inglaterra porque ésta había confiscado unos barcos estadounidenses y reclutado forzosamente a sus tripulantes para sumarlos al esfuerzo bélico. Washington mandó a John Jay para desbloquear la situación y firmar un pacto de buena voluntad, pero eso encendió la ira francesa, que entendía que EEUU había roto la alianza que mantenían.

Los recelos entre ambos países aumentaron cuando John Adams accedió a la Casa Blanca. Adams era del Partido Federalista, considerado proclive a la monárquica Inglaterra, mientras que los republicanos de Jefferson se sentían más cómodos con la republicana y revolucionaria Francia. Este país contribuyó al recelo mutuo, ya que declaró que todo barco con bandera americana sería considerado pirata y por tanto susceptible de asalto, cosa que hizo con 316 naves. Adams vio en ello una agresión, e inició una política de rearme que despertó las suspicacias de los republicanos. Primero, porque creían que estaba siguiendo el camino hacia la guerra con Francia, lo que le haría recalar en Inglaterra como aliado, cosa que no complacía a los republicanos; y, segundo, porque incrementaría el poder del presidente hasta niveles intolerables.

En plena cuasi guerra con Francia, el Congreso aprobó dos leyes de extranjería y una de sedición. La Ley de Extranjeros Enemigos facultaba al presidente para detener y deportar a cualquier ciudadano de un país con el que EEUU estuviese en guerra. Fue aprobada con amplio apoyo. Luego vino la Ley de Extranjeros Amigos, que igualmente permitía al presidente detener y deportar a cualquier no ciudadano considerado peligroso. Aquí, los republicanos se plantaron. El trasfondo social de estas leyes no era tanto el nativismo de los federalistas como la constatación de que los extranjeros eran portadores de unas ideas democráticas y republicanas que aquellos no compartían: he aquí, pues, una prueba de que la censura se puede ejercer por muchas vías, sin que necesariamente haya de promulgarse una ley específicamente pensada para ello. Harrison Gray Otis, congresista del partido de Adams, temía que los inmigrantes contaminasen "la pureza del carácter americano", consideración que se adelantaba en dos siglos a los temores expresados por Hungtinton en "El reto hispano"[2].

Tras esas dos leyes de extranjería vino la de sedición, que decía lo siguiente:

Cualquier persona que escriba, imprima, pronuncie o publique cualquier escrito falso, escandaloso y malicioso contra el Gobierno de los Estados Unidos, o (...) el Congreso de los Estados Unidos, o (...) el presidente de los Estados Unidos, con la intención de despreciarlos o desacreditarlos, o de excitar el odio en su contra de la buena gente de los Estados Unidos, (...) tal persona será penada con una sanción que no excederá los doscientos dólares o los dos años de cárcel.

Estas leyes se aprobaron en una época de enfrentamiento partidista como nunca ha vuelto a experimentar EEUU y de formidables turbulencias: de hecho, en algunos Estados se llegó a plantear la secesión. El congresista Long John Allen acusó a los republicanos de no amar la patria; Harper, de que buscaban una "vil sumisión" a París, servir "a otros amos" y "destruir el país". Los periódicos federalistas les acusaban permanentemente de ser "traidores". El propio presidente Adams dijo en una ocasión que "los agentes de una nación extranjera" tenían "un partido" en EEUU "leal a sus intereses". Harrison Gray Otis, por su parte, sentenció: "Un ejército de soldados no sería tan peligroso (...) como un ejército de espías e incendiarios desparramados por todo el continente". En cambio, el congresista republicano Albert Gallatin consideraba que los temores de una invasión francesa no eran más que "un mero espectro", Richard Brent no temía una invasión de Francia más que "ser transportado de noche a la Luna".

Federalistas y republicanos tenían una idea distinta de la verdad y del papel de la libertad. La posición federalista se resume eficazmente en esta afirmación del juez Alexander Addison:

La verdad sólo tiene una cara, y escuchar al error y a la falsedad es una manera extraña de descubrirla.

Ambas partes mantenían, además, un debate histórico y jurídico de calado. Los federalistas, con sus inclinaciones aristocráticas y probritánicas, pensaban que la Segunda Enmienda debía entenderse a la luz de la common law y el pensamiento jurídico británicos; específicamente, de reflexiones como las de Sir William Blackstone, que en sus Comentarios negaba que la common law permitiese una censura previa pero añadía:

Imponer una pena (...) sobre cualquier escrito peligroso u ofensivo que, una vez publicado, se considere tiene una influencia perniciosa en un juicio justo e imparcial es algo necesario para preservar la paz y el buen orden del Gobierno y de la religión, el único fundamento sólido de la libertad civil.

Es decir, que, a juicio de Blackstone, se podía censurar un escrito por los efectos que pudiera tener sobre la paz social y el buen nombre de las instituciones, idea que está arraigada ya en el Estatuto del Libelo, de 1275. Sin entrar en la veracidad de lo que se afirma. Es más, se decía que cuanto mayor era su carga de verdad, más peligroso era el libero, pues mayor era su capacidad para el daño.

James Madison veía las cosas de un modo muy distinto. Creía que no se debía entender la Segunda Enmienda desde el pensamiento de la common law, pues consideraba esencial que en EEUU hubiera "una mayor libertad para la animadversión", es decir, para el debate y el contraste de posiciones políticas, dado que era un país donde los políticos habían de responsabilizarse de sus actos ante sus electores, que tenían el derecho a criticarles o incluso a dañar su imagen si creían que no habían cumplido sus promesas. La Ley de Sedición era un error, pues, dado que se basaba en la idea de que los administradores del Gobierno eran "los señores, y no los sirvientes, de la gente".

Los federalistas no iban a dejar de utilizar esa poderosa arma. Se lanzaron contra los principales periódicos republicanos. Se avecinaba lo que Jefferson, vicepresidente y líder de los republicanos, denominaría "el reino de las brujas".

Cuando supo de la aprobación de la Ley de Sedición, Mathew Lyon comentó que él sería el primero en ser condenado por ella. Así sería: le llevaron ante los tribunales por publicar opiniones como aquélla que sostenía que al presidente Adams le caracterizaba "una pompa ridícula, un alocado deseo de adulación y una egoísta avaricia". Le impusieron una pena de cuatro meses y 1.000 dólares, cantidad que fue satisfecha con lo obtenido en una suscripción popular, de la que tomaron parte Madison y Jefferson.

Thomas Cooper acusó a John Adams de ser un "déspota ávido de poder" y un "enemigo de los derechos del hombre". La Administración reaccionó filtrando una carta que le había mandado el primero al segundo en 1796 en demanda de trabajo. Cooper lo reconoció, pero adujo que por aquel entonces

no se nos había cargado todavía con los gastos de una Armada permanente o amenazado con la existencia de un Ejército permanente. Nuestro crédito es tan bajo que tenemos que pedir dinero al ocho por ciento.

Esas palabras le llevaron ante los tribunales, donde fue condenado –por el juez Samuel Chase– a seis meses y 400 dólares de multa.

La condena más dura dictada al amparo de dicha ley corrió por cuenta del mismo Chase, y fue de 18 meses de prisión y 450 dólares.

La Ley de Sedición expiró el 3 de marzo de 1801, el día en que John Adams acababa su mandato. Ese mismo día. Es decir, que la derogaron los propios federalistas. Es que temían que sus rivales les pagaran con la misma moneda y decidieron proteger su prensa... En 1840 se devolvieron las multas impuestas a su amparo, y se dictaminó que las sentencias basadas en ella eran "nulas", dado que su inconstitucionalidad había quedado fijada "de forma concluyente". Ya en el siglo XX, en 1964, el Tribunal Supremo sentenció que la Ley de Sedición no había superado el veredicto de la historia, y que, en las críticas de la prensa a los gobernantes y a los funcionarios públicos, eran admisibles "los ataques vehementes, cáusticos y hasta desagradablemente duros". Diez años más tarde, el Alto Tribunal asentó la doctrina de que, bajo la Segunda Enmienda, "no hay tal cosa como una idea falsa".

La Guerra entre los Estados

La guerra a medias con Francia fue la primera que puso a prueba la Primera Enmienda. En cambio, durante la guerra entera contra Gran Bretaña (1812) no hubo persecución alguna contra la prensa. Muy distinta iba a ser la situación en la Guerra Civil.

Lincoln llegó a la Presidencia en un ambiente pre bélico, que él había contribuido a generar[3]. La guerra le estalló cuando apenas llevaba un mes en el cargo. Entonces, asumió poderes extraordinarios y suspendió el habeas corpus, algo que sólo podía hacer el Senado, como le hizo ver el juez Roger Taney en la decisión Ex parte Merryman. Sin control judicial, la Administración y el Ejército detuvieron a un número todavía por precisar de norteamericanos: entre 13.000 y 38.000, según las fuentes; la mayoría, por negarse a guerrear, si bien una parte minoritaria pero no pequeña cayó por mostrar opiniones contrarias a la contienda; especialmente, después del Decreto de Emancipación, que para muchos norteños cambió el sentido del conflicto: pasó de ser una lucha por la Unión, amenazada por la secesión de varios Estados del Sur, a otra en la que lo principal era la cuestión de los esclavos. Se encerró durante semanas a muchos ciudadanos por expresar opiniones como "Cualquiera que se aliste está loco de atar", "No habrá ni cincuenta soldados que luchen para favorecer a los negros" o "Cualquiera que se aliste no es mejor que un maldito negro".

Un caso conspicuo fue el del antiguo congresista Clement Vallandigham, uno de los líderes de los Copperheads, un grupo de demócratas que se oponían a la guerra, la conscripción, el arresto de civiles por el Ejército, la suspensión del habeas corpus, la Proclama de Emancipación...: en definitiva, a toda la política de Lincoln. El 1 de mayo de 1863 dio un discurso de dos horas ante una audiencia de entre 15.000 y 20.000 personas contra la Orden General número 38, firmada por un general de Lincoln, Ambrose Burnside, que entre otras cosas anunciaba: "el hábito de declarar simpatías por el enemigo no se permitirá por parte de este departamento". Burnside ordenó detenerle al alba en su domicilio por "declarar sentimientos desleales" y emitir "opiniones que buscan minar el poder del Gobierno en sus esfuerzos por suprimir una rebelión ilegal".

Lincoln no le pone en libertad, sino que le destierra a territorio confederado. Y justifica su detención con estas palabras: "Se le arrestó porque estaba trabajando, con cierto éxito, para evitar que se sumasen más tropas [al esfuerzo bélico]; estaba fomentando la deserción y dejando a la Rebelión ante un Ejército inadecuado paras suprimirla". Y añade: "¿Debo disparar contra un soldado joven y simplón que deserta y no tocar el pelo a un astuto agitador que le induce a desertar?".

El argumento de Lincoln plantea una cuestión fundamental: hasta qué punto alguien que expresa una idea es responsable de lo que haga una tercera persona basándose en ella[4]. No debemos dejar de notar que la Administración Lincoln cerró no menos de 300 periódicos y censuró las comunicaciones telegráficas.

La Primera Guerra Mundial

La Gran Guerra es el tercer gran episodio en que sufrió la libertad de expresión en tiempos de guerra en EEUU. Aunque parezca mentira, en aquel entonces el Supremo se pronunció por primera vez sobre un caso en el que estaba en juego la violación de la Primera Enmienda.

Woodrow Wilson, que metió a su país en el conflicto europeo, fue más claro todavía que Abraham Lincoln en la expresión de sus ideas. "Si hubiese deslealtad [en tiempos de guerra], habrá que lidiarla con mano firme y una severa represión", advirtió. A su juicio, los desleales sacrifican su derecho a las libertades civiles.

No se quedó en la mera expresión de sus ideas, sino que promovió la aprobación de la Ley de Espionaje de 1917, que trataba de los asuntos que sugiere su nombre... pero también otros directamente relacionados con la libertad de expresión. La disposición sobre la censura de prensa declaraba ilegal la publicación de cualquier información que el presidente considerase que era o podría ser "útil al enemigo". La disposición de la desafección perseguía a cualquier que provocase o intentase provocar "desafección en las fuerzas militares o navales de los Estados Unidos". La disposición del correo facultaba a la autoridad a confiscar cualquier carta o publicación contraria a cualquier punto de la propia Ley de Espionaje o que fuera de "carácter traidor o anarquista".

La disposición de la censura fue muy contestada. De todas las críticas, quizá la más relevante fuera la de Martin B. Madden: "Estamos luchando por establecer la democracia en el mundo, así que no deberíamos seguir este curso, que conduciría al establecimiento de una autocracia en América". Todo indicaba que iba a ser derrotada en el Congreso, y Wilson, para lograr salvarla, afirmó, en el propio Capitolio: "La autoridad de ejercer la censura sobre la prensa es absolutamente necesaria para la seguridad pública".

Por lo que se refiere a la disposición sobre la desafección, tiene más miga de lo que pudiera pensarse en un primer momento: como dijo un abogado, era peor que la Ley de Secesión de 1798, pues ésta cuando menos contemplaba el recurso a la verdad en defensa propia: con la Ley de Espionaje, ni la verdad era argumento suficiente para salir bien librado. La palabra desafección fue sustituida por la parrafada "causar o intentar causar insubordinación, deslealtad, amotinamiento o rechazo del deber".

La disposición del correo se mantuvo, pero se cambió lo de "actitud traidora o anarquista" por "que contenga cualquier materia que abogue o llame a la traición, la insurrección o la resistencia violenta a cualquier ley de los Estados Unidos".

Con estas medidas en la mano, el fiscal general, Thomas Gregory, pudo decir, satisfecho, a propósito de cualquiera que se moviese contra el Gobierno: "Que Dios tenga merced con él, pues no ha de esperar nada por parte de un pueblo indignado y de un Gobierno vengativo".

Pero Wilson tenía un problema. Ni había habido un ataque directo a los Estados Unidos ni había una amenaza para la seguridad del país, de modo que no había el "pueblo indignado" del señor fiscal. No era un problema mayor: la Administración crearía esa indignación, por medio del Comité de Información Pública, cuya labor era doble: alimentar el odio de los estadounidenses al enemigo y cubrir de sospechas a cualquiera que fuese desleal. Se crearon varios clubes de ciudadanos dedicados a identificar y denunciar desleales: uno de ellos, la Liga de Protección Americana, llegó a tener 200.000 miembros.

Lo que no se sabía era cómo iba a reaccionar un Tribunal Supremo que, en esta materia, no tenía antecedentes a los que recurrir. Pero con un Gobierno tan decidido y con el respaldo de la opinión pública, y con un establishment intelectual no especialmente favorable a la libertad de expresión, digamos que la Primera Enmienda no las tenía todas consigo.

Los juzgados ordinarios persiguieron a 2.000 ciudadanos por proferir discursos desleales, sediciosos o incendiarios. Un caso señero fue el del reverendo Clarence H. Waldron, condenado a quince años de prisión por escribir esto: "Si un cristiano tiene prohibido luchar para preservar la Persona de nuestro Señor y Maestro, no debería luchar para preservarse a sí mismo o la ciudad en que habite". El dueño de un cine fue condenado a diez años por proyectar una película sobre la Guerra de la Independencia: y es que los enemigos de entonces, los británicos, eran los amigos del momento[5].

Pero por si no fuera suficiente, en 1918 se aprobó una nueva Ley de Sedición que prohibía, en tiempos de guerra, hablar o escribir "con un lenguaje abusivo sobre la forma de gobierno de los Estados Unidos, o sobre la Constitución de los Estados Unidos, o sobre las fuerzas navales o militares de los Estados Unidos, o sobre la bandera de los Estados Unidos, o sobre el uniforme de la Armada o el Ejército de los Estados Unidos".

La primera decisión del Tribunal Supremo sobre la Primera Enmienda fue en la sentencia Schenck vs. United States. Schenck había distribuido unos panfletos de contenido pacifista entre varios jóvenes que habían aceptado entrar en el servicio militar. Un juez le condenó, y Schenck, socialista, llevó el caso ante el Supremo. Fue entonces cuando el juez Holmes pronunció su frase más famosa:

Admitimos que en muchos sitios, y en tiempos ordinarios, (...) estarían dentro de sus derechos constitucionales. Pero el carácter de cada acto depende de las circunstancias en que se produce. La protección más estricta de la libre expresión no protegería a un hombre que gritase con falsedad "¡Fuego!" en un teatro y provocase, así, el pánico. (...) La cuestión en cada caso es si las palabras empleadas son de tal naturaleza que creen un peligro claro e inmediato.

Desde ese momento, la interpretación de la Primera Enmienda irá la vía del "peligro claro e inmediato", ilustrado por la imagen del que, mintiendo, grita "¡Fuego!" en un teatro abarrotado. No obstante, Holmes acabaría siguiendo la opinión de gentes como Learned Hand, Zechariah Chafee o su compañero Louis Brandeis y sumándose al sector minoritario en el Supremo que defendía una visión más estricta, más liberal, de aquélla. Sólo seis meses después, en Abrams vs. United States, aunque se atuvo a su criterio del peligro "claro e inmediato", advirtió: "Deberíamos ser eternamente vigilantes ante los intentos de cercenar la expresión de opiniones que aborrecemos y que creemos cargadas de muerte".

La II Guerra Mundial

En el período de entreguerras, los estadounidenses empezaron a ver el verdadero cariz de los ataques a la libertad de expresión. Las medidas que en su momento aparecían como necesarias e incluso justas se veían ya como errores, como excesos. El Tribunal Supremo y la literatura científica fueron ajustando su visión de la Primera Enmienda, hasta que finalmente se fue abriendo hueco la idea de que en tiempos de guerra no tenía por qué hacerse una excepción al reconocimiento de la libre expresión.

Pero esas concepciones, emanadas del ámbito del derecho, no estaban lo suficientemente arraigadas en la política. Así, el 27 de mayo de 1937 el Congreso creó el Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC, por sus siglas en inglés), cuya misión era investigar "el carácter y los objetivos de las actividades de la propaganda antiamericana en los Estados Unidos". Su primer objetivo fue la nacionalsocialista Federación Germano-Americana, que llegó a tener 40.000 seguidores. Pero pronto desvió su atención hacia el New Deal, cuyas políticas creía inspiradas por el comunismo. En 1941 un informe del HUAC alertaba de que en Estados Unidos había "seis millones de simpatizantes comunistas o nazis". De forma paralela, el presidente, Franklin D. Roosevelt, autorizó secretamente a Edgar Hoover a investigar a cualquier fascista o comunista presente en territorio americano. En un mensaje enviado al Congreso, Roosevelt advirtió de la existencia de "una quinta columna sediciosa" en la sociedad estadounidense.

En 1940 el Congreso aprueba la Ley Smith, que obliga a los extranjeros a registrarse y permite a la Administración deportar a quienes "aboguen, amparen, aconsejen o enseñen la necesidad, deseabilidad o conveniencia de derrocar o destruir cualquier Gobierno de los Estados Unidos por la fuerza". De nuevo se identificaba a los inmigrantes con portadores de ideas foráneas que contaminaban la verdadera cultura americana, como cuando regían las leyes de extranjería de John Adams, que intentó resucitar el fiscal general Palmer en 1920.

Los esfuerzos del presidente Roosevelt por perseguir a los sediciosos se veían, no obstante, entorpecidos por la actitud de su fiscal general, Francis Briddle, quien prometió "no caer en la desafortunada histeria de caza de brujas" de la guerra anterior. Ese muro, no obstante, no pudo contener todos los golpes. No, por ejemplo, el que se lanzó contra America First[6], un movimiento de la vieja derecha que se oponía por igual al New Deal y a la guerra mundial y al que se acusaba injustamente de pronazi. Aunque el ataque a Pearl Harbor acabó con él, el Gobierno se cebó. El presidente llamó a su líder, Charles Lindbergh, un nuevo Vallandigham.

Quien sí era nacionalsocialista era William Dudley Pelley. Creó los Silver Shirts, a imagen y semejanza de las SS alemanas. Pelley estaba a favor del aislacionismo estadounidense por lo mismo que los comunistas defendían el pacifismo en las democracias occidentales durante la Guerra Fría: por motivos estrictamente políticos y para defender el imperialismo de su totalitarismo favorito. Mantuvo sus posturas tras Pearl Harbor y –Ley de Espionaje de 1917 mediante– fue condenado a quince años.

El Supremo, en coherencia con el camino que había seguido desde el cambio de posición del juez Holmes, y al decir de Geoffrey Stone, durante la Segunda Guerra Mundial "desempeñó el papel de moderado protector de la libre expresión durante los cuatro años que duró la II Guerra Mundial"[7].

Al terminar ésta se desató una cuasiguerra contra el comunismo que se prolongó por espacio de cuatro décadas. La persecución interna del comunismo se asoció en los primeros tiempos con Joe McCarthy, más histérico que efectivo, y la Ley McCarran de Seguridad Interior (1950), que virtualmente prohibió las actividades del Partido Comunista de los Estados Unidos, aunque también persiguió las actividades de carácter fascista. Harry Truman, un hombre que se debatía entre su anticomunismo, la preocupación por los derechos civiles y el cálculo político, dijo de ella que constituía "la mayor amenaza a la libertad de expresión, prensa y reunión desde las Leyes de Sedición de 1798". Ahora bien, tres años antes, en 1947, puso su firma a la orden ejecutiva número 9835, que exigía a todos los funcionarios públicos fidelidad absoluta al sistema establecido y permitía expulsar a los que tuviesen ideas fascistas o comunistas. Se investigó a 4,7 millones de personas, y se presentaron cargos contra unas 8.000; 350 funcionarios fueron efectivamente despedidos, y otros 2.200 abandonaron sus puestos por la presión a que estaban siendo sometidos[8].

La Guerra de Vietnam

La política anticomunista de John F. Kennedy se decantó, en política exterior, por el apoyo al Gobierno de Vietnam del Sur, para contener a un Vietnam del Norte comunista e imperialista a partes iguales. Los cuatro centenares de militares y asesores que envió el presidente Kennedy en 1961 se convirtieron, seis años después, en medio millón de hombres. En la guerra más larga que había librado EEUU acabaron perdiendo la vida 50.000 soldados norteamericanos. Fue la guerra más larga y la primera que perdieron. Todos los razonamientos en torno a las amenazas que se cernían sobre el país estaban entonces más justificados que nunca. Sin embargo, no se registraron ataques a la libertad de pensamiento y de expresión como los de los conflictos precedentes, y el movimiento pacifista se desarrolló sin mayores impedimentos.

La censura ya no era posible. Todavía el pueblo estadounidense no tenía una fe completa en la libertad de expresión; de hecho, "la hostilidad contra el movimiento contra la guerra era tan intensa, que en 1965 un tercio de los americanos creía que la gente no tenía derecho a protestar por la guerra"[9]; pero ni el Gobierno ni el Congreso se plantearon recurrir a las tácticas de la I Guerra Mundial. Prefirieron optar por la propaganda, la desinformación, la manipulación y las campañas de demonización del movimiento pacifista.

La Nueva Izquierda se hartó de la estrategia de ir convenciendo a la opinión pública y se fue decantando por la resistencia y la confrontación. El activista radical Jerry Rubin dijo, cínicamente: "Un movimiento no puede crecer sin represión". Y como ésta no aparecía, decidieron ir a buscarla. Con su iniciativa y la de David Dellinger se inició, en la primavera de 1967, una política de movilizaciones masivas, quemas de tarjetas de conscripción y cualquier otro acto o medida que fuera "radical, ilegal, incómoda y sostenida".

Finalmente, Lyndon Johnson dio a Rubin la represión que tanto pedía. El 21 de octubre de ese mismo año se concentraron unas 100.000 personas ante el Lincoln Memorial. Una vez concluida la manifestación, aproximadamente la mitad de ellas se dirigió al Pentágono, con una escolta de 6.000 policías federales. Una vez allí, parte de los manifestantes rompió la línea que habían marcado los policías. Orinaron en las paredes del edificio, lanzaron piedras. Los policías respondieron con cierta violencia, hasta que despejaron el lugar. Episodios similares se registraron también en tiempos de Nixon, con lo que se acabó generando cierta sensación de represión que, hasta cierto punto, resultó eficaz, pues muchos prefirieron no salir a la calle a expresar su protesta por la guerra, pero que en todo caso resultó insuficiente.

La "guerra contra el terrorismo"

George W. Bush llegó al poder con un discurso cuasi aislacionista. Prometió una política internacional unilateral... en el desarme nuclear de EEUU. Sesudos analistas comparaban al 43º presidente con su padre, quien acuñó aquello del "nuevo orden mundial" regido por los Estados Unidos.

Todo cambió con los atentados del 11 de septiembre de 2001. Bush lanzó entonces la "guerra contra el terrorismo", recuperó la idea de una presidencia imperialista e hizo suyas las tesis transformadoras y democráticas de los neoconservadores[10]. Esa guerra contra el terrorismo se libraría en aquellos países que acogiesen redes terroristas internacionales como Al Qaeda. Pero también en la propia casa.

Bush utilizó un tono duro, como no se había visto desde Woodrow Wilson, un presidente con el que se le ha comparado también por su pretensión de extender la democracia en el mundo. El fiscal general John Ashcroft dijo después del 11-S: "Al Qaeda quiere golpearnos, y golpearnos duro. Recurriremos a cualquier arma legal a nuestro alcance para proteger a los americanos de nuevos atentados terroristas".

Esta decisión iba a cristalizar en la norma que denominaron Ley Patriótica, toda una declaración de principios: la defensa de la nación iba a imponerse sobre cualquier sutileza relacionada con los derechos individuales. Con ése y otros instrumentos legales –o "armas", que diría Ashcroft– se conformó una política que permitió al Gobierno federal detener a ciudadanos sin las garantías judiciales ordinarias y mantenerlos presos e incomunicados incluso sin necesidad de presentar cargos contra ellos. También se pudo espiar a la ciudadanía, también sin las garantías judiciales al uso.

Ahora bien, esa retórica dura, esas medidas que derivaban en violaciones del Estado de Derecho no se prolongaron al ámbito de la libertad de expresión. Al igual que en tiempos de las Guerra de Vietnam, durante la Guerra Contra el Terrorismo no se practicó la censura. La libertad de expresión sólo sufrió de forma indirecta por la disposición 215 de la Patriot Act, que permitía a los funcionarios del Gobierno pedir ciertas informaciones privadas, como los libros que un individuo ha comprado en una librería o consultado en una biblioteca, aunque no hubiera la menor sospecha de que fuera un criminal. Ello, claro, podría llevar a ciertos lectores a evitar comprar, o sacar de la biblioteca, ciertos libros.

Conclusión

Lo que se observa en el devenir histórico de EEUU es el progresivo abandono del recurso a la censura. Por un lado, la sociedad norteamericana se ha ido haciendo más compleja (Lyndon Johnson tenía a varios de sus más cercanos colaboradores, como los senadores George McGovern y Frank Church, liderando el discurso de oposición a la guerra) y escéptica respecto de las supuestas virtudes de aquélla. Por otro lado, el Tribunal Supremo ha ido refinando su concepción de la Primera Enmienda hasta convertirla en lo que es ahora, un sólido pilar de la libertad de expresión. Por último, los gobernantes han constatado que la censura es un instrumento cada vez más ineficaz. Especialmente ahora, con tantos medios de comunicación. A Adams le bastó con censurar a los principales periodistas republicanos: hoy, cualquier intento de censura acabaría en un fracaso, y se volvería contra la propia Administración. Por eso, desde la I Guerra Mundial, se ha ido prestando cada vez más atención a la manipulación y la propaganda. Pero ello no quiere decir que no debamos seguir vigilando.



[1] He publicado un breve resumen de estas ideas en el comentario del Instituto Juan de Mariana titulado "Guerra y censura en EEUU" (11-VI-2010): http://juandemariana.org/comentario/4643/guerra/censura/eeuu/.
[2] V. Samuel Huntington, "El reto hispano", Foreign Policy (ed. española), marzo-abril de 2004.
[3] V. mi ensayo "Abraham Lincoln, forjador de una nueva unión", en el nº 39 de esta misma revista.
[4] He tratado esta cuestión en el artículo "Inductores y provocadores", publicado por el Instituto Juan de Mariana el 9 de febrero de 2006.
[5]V. Geoffrey R. Stone, Perilous Times. Free Speech in Wartime From the Sedition Act of 1798 to the War on Terrorism, W. W. Norton, Nueva York, 2004, p. 172. He basado el grueso de este artículo en este libro, así como en Geoffrey R. Stone, War and Liberty. An American Dilema: 1790 to the Present, W. W. Norton, Nueva York, 2007, y Christopher M. Finan,From the Palmer Raids to the Patriot Act. A History of the Fight for Free Speech in America, Beacon Press, Boston, 2007.
[6]V. Justin Raimondo, Reclaiming the American Right. The Lost Legacy of the Conservative Movement, Center for Libertarian Studies, 1993, pp. 51-172.
[7]G. R. Stone, ob. cit., p. 280.
[8] Sobre la época del "amedrantamiento rojo", como se podría traducir la expresión red scare, v. G. R. Stone, ob. cit., pp. 311-426, y C. M. Finan, ob. cit., pp. 134-168.
[9]G. R. Stone, ob. cit., p. 442.
[10] Sobre la presidencia de George W. Bush, v. José María Marco, "Bush, un pionero en la Casa Blanca". Sobre la política exterior de aquél, v. Rafael Bardají, "América: de Bush a Obama". Sobre su idea de la Presidencia y su política interior, v. José Carlos Rodríguez, "George W. Bush, la búsqueda del poder absoluto". Los tres artículos están en el nº 38 de esta misma revista.