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Marcel Gascón Barberá

Solo el FMI salvará a Sudáfrica

Año y medio después de que sustituyera a Zuma, y tres meses después de que fuera reelegido, el presidente Ramaphosa sigue sin cumplir sus promesas.

Año y medio después de que sustituyera a Zuma, y tres meses después de que fuera reelegido, el presidente Ramaphosa sigue sin cumplir sus promesas.
El presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa | Cordon Press

Hace 25 años el mundo miraba a Sudáfrica con admiración y esperanza. Superando una quasi guerra civil, el país había celebrado en paz sus primeras elecciones universales. Negros, indios, blancos y coloureds -la minoría mestiza descendiente de los esclavos malayos- parecían dispuesto a dejar atrás siglos de segregación y desconfianza.

La magnanimidad inverosímil de Mandela había permitido superar la tentación de la venganza. A diferencia de sus vecinos, que apostaron por el comunismo para corregir injusticias históricas, la nueva Sudáfrica nacía como un país democrático. Los conflictos entre las aspiraciones de grupos separados que no conocían más que el enfrentamiento se resolverían en el parlamento y los tribunales, y no en el escritorio del providencial caudillo.

Lo más difícil estaba hecho. El ejercicio mismo de la democracia iría allanando el camino. La libertad para prosperar y la acción social del Estado más eficiente de África desarmarían gradualmente a los apóstoles del rencor. Y el entusiasmo por el reto, emocionante como pocos en la historia de las naciones, mitigaría sus rigores.

Puede sonar ingenuo un cuarto de siglo más tarde, pero no lo era tanto. Sobre todo si se tiene en cuenta que fue mucho más que una ilusión. Durante los primeros cinco años, los de Mandela en el poder, Sudáfrica se centró en sanar las heridas abiertas. Era una tarea necesaria e inaplazable.

Por una lado, había que hacer justicia al sufrimiento de las víctimas del apartheid y el colonialismo. Pero sin que el castigo a los responsables dejara al Estado sin los cuadros que necesitaba para funcionar. Y sin que las reparaciones alienaran a la élite blanca, que sigue siendo la parte de la sociedad que más tiene que aportar al proyecto de libertad, fraternidad y justicia social de la nueva Sudáfrica.

El país salió airoso del proceso y el sucesor de Mandela, su vicepresidente Thabo Mbeki, pudo ocuparse de las cosas prácticas a su llegada en 1999 a la presidencia. La apuesta de Mbeki por la ortodoxia presupuestaria y la libertad económica trajo un crecimiento económico sostenido que permitió expandir la categoría social de la que más depende el éxito de la Sudáfrica post-apartheid, la clase media negra.

Mbeki también cometió errores. El más evidente fue negarse a aceptar las evidencias científicas sobre el sida y privar durante años a los millones de enfermos sudafricanos los fármacos que podrían haber salvado a 330.000 personas. A este despropósito de Mbeki se agarró el ala más izquierdista del Congreso Nacional Africano para apartarle del poder y entregárselo al líder del complot, un zulú polígamo simpático y avispado que responde al nombre de Jacob Zuma.

Desde que llegara a la presidencia en 2009, y hasta que sus rivales dentro del Congreso Nacional Africano le apartaran del poder en 2018 como hiciera él con Mbeki, Zuma revocó las políticas económicas de su predecesor. La corrupción y la incompetencia que se promovía activamente desde el gobierno disparó el gasto público y arruinó a las empresas públicas. Las leyes de discriminación positiva para los negros -que llevaban impulsándose desde Mandela- se fueron intensificando gradualmente hasta ahogar a las empresas y negarles cualquier predictibilidad jurídica y fiscal. De crecer entre el 2,4 y el 5,6 por ciento en los años de Mbeki, Sudáfrica acabó la era Zuma con el paro desbocado, sumida en unos niveles de deuda alarmantes y en estancamiento económico.

El país se libró de Zuma al fracasar su exmujer, Nkosazana Dlamini-Zuma, en su intento de sucederle al frente del partido y en la presidencia. Un político con fama de reformador sensato, Cyril Ramaphosa, ganó la batalla por la sucesión y asumió la presidencia en febrero de 2018, después del golpe del Congreso Nacional Africano contra Zuma. La llegada de Ramaphosa al poder provocó una ola de esperanza que parecía devolver al país al estado de euforia que experimentó en los noventa. Ramaphosa prometía una lucha sin cuartel contra la corrupción y atraer las inversiones millonarias que Sudáfrica necesita para volver a crecer, reducir el paro y rebajar su monstruosa deuda.

Año y medio después de que sustituyera a Zuma, y tres meses después de que fuera reelegido en las urnas, las promesas siguen sin cumplirse y la Ramaphoria se desvanece. Cada vez más sudafricanos dan por muertos los planes reformistas de Ramaphosa, y en los medios y las redes sociales se amontonan las pruebas de una nueva ola de emigración que esta no es solo de blancos e incluye a profesionales negros.

Atenazado por la facción zumista que sigue teniendo peso en el aparato del partido, Ramaphosa no acaba de actuar contra la corrupción y aplaza las medidas económicas que podrían sacar al país de la parálisis. Pero el presidente tiene un enemigo aún más poderoso en los sindicatos y la hegemonía izquierdista que el Congreso Nacional Africano y los periodistas e intelectuales afines han contribuido a imponer en Sudáfrica.

Ni siquiera el Partido Comunista, que forma parte junto al sindicato COSATU de la alianza tripartita que lidera el Congreso Nacional Africano, se atreve a cuestionar la urgencia de sanear las empresas públicas y atraer inversiones para crear empleo y crecimiento económico. Pero las cosas son distintas cuando se plantea qué hay que hacer para conseguirlo.

Lustros de utopismo pobrista y sacralización de lo público han convertido en anatema las privatizaciones y las medidas de austeridad, y Ramaphosa no se atreve ni a mencionarlas en público, aunque sepa que son la única forma de cumplir lo que promete.

Por si fuera poco, el presidente ha de cumplir con los planes más populistas de su partido, aunque acaben de volar por los aires la poca confianza que ofrece Sudáfrica a los inversores. Es el caso del proceso para permitir la nacionalización de tierras sin pagar indemnizaciones, que sigue sin retirarse pese a todas las advertencias, y una reforma del sistema de salud aprobada este mes que otorga al Estado más control sobre la sanidad privada.

La solución a la situación que vive el país podría venir de la propia desesperación. Incapaz de seguir funcionando sin las inversiones que no llegan, Sudáfrica podría haber de recurrir al Fondo Monetario Internacional. Así lo ha apuntado en sus dos últimos artículos en ese bastión de inteligencia y racionalidad que es PoliticsWeb.co.za el periodista e historiador R.W. Johnson: "Un rescate del FMI será de hecho una buena noticia. Pondrá fin a un período desastroso de desgobierno y obligará a que al final se haga una reforma estructural de verdad".

Sugerir una salida que pase por ponerse en manos del odiado FMI le ha valido a Johnson las críticas escandalizadas de muchos intelectuales de izquierdas. Pero este hombre que vio antes que nadie lo que escondía la lograda mitología del Congreso Nacional Africano tiene razón: si Ramaphosa no hace lo que debe, solo el FMI sacará de esta a Sudáfrica.

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