La flor y nata de las casas reales europeas se dio cita hace unos días en Atenas para despedir a Constantino de Grecia, que perdió el trono en 1973 y hubo de ver cómo su país se convertía en una república. La junta de príncipes y princesas, de reyes y de reinas, superpuesta a esta circunstancia de la vida del enterrado, ha llevado a algunos a reflexionar sobre el futuro de las monarquías en Europa. ¿Siguen teniendo sentido? ¿Le ha llegado la hora? ¿Veremos más casos como el de Constantino?
Es imposible saberlo, y ni siquiera hay una respuesta unitaria a esta pregunta. Pero sí podemos hacer ciertas reflexiones generales, válidas para todas las monarquías parlamentarias, sobre la evolución del papel de los reyes en nuestras sociedades y nuestros sistemas.
España es uno de los países más convulsos del continente y del mundo democrático occidental. Con enemigos declarados del sistema dentro del Gobierno y de la coalición parlamentaria que lo sostiene, nuestro país podría verse abocado a experimentar muy pronto cambios dramáticos en nuestro marco político. Una de estas alteraciones afectaría a la Casa Real.
A diferencia de las que acechan a otras monarquías de nuestro entorno, la principal amenaza que se cierne sobre la supervivencia de la española no es posmoderna, sino ideológica. Más propia de los años treinta que de este siglo. Lo que no quiere decir que los Borbones no sufran los efectos que la posmodernidad tiene sobre toda aristocracia.
Debido a la democratización extrema de nuestras sociedades, los monarcas han perdido distancia con el pueblo, lo que les priva de la capacidad de impresionar de la que se servían antaño. Está también el problema de la sobreexposición. La atención cada vez más obsesiva de los medios y las redes les condena a un escrutinio constante que al principio de esta era se reservaba a los futbolistas y las modelos.
Tampoco ayuda a las casas reales la creciente hegemonía de lo que Arcadi Espada ha llamado pensamiento recto, el que se caracteriza por esa literalidad a la que muchos adolescentes adultos recurren para ridiculizar la Biblia (sin saber que el ridículo lo están haciendo ellos). Es imposible justificar ante quien no acepte la importancia de los símbolos que una determinada familia tenga más derechos que otra a desempeñar la jefatura del Estado, por no hablar del derecho divino y otros ropajes que durante siglos han dado sentido y solemnidad a las monarquías.
Pero la situación también tiene un reverso que puede jugar en favor de los reyes en ejercicio que sepan utilizarla en su beneficio. Es verdad que los valores de tradición, continuidad y estabilidad en que se asientan las monarquías cotizan a la baja, pero no lo es menos que la sobredosis de frívola superficialidad en que vivimos son una trituradora de mitos que se está volviendo insoportable para cada vez más gente.
Y ahí está la oportunidad de monarcas inteligentes, o por lo menos prudentes, que pueden utilizar las lecciones de su propia historia familiar para mantenerse al margen de esta orgía permanente de vanidades y ejercer de reserva espiritual de virtudes que muchos anhelan aunque ni siquiera lo sepan.
En España, los rasgos de personalidad que exhiben a diario Sánchez y la mayor parte de sus aliados son la mejor propaganda posible para un rey que se ha caracterizado siempre por la seriedad, la serena inteligencia y la mesura que a ellos les falta.
Lo mismo ocurre en el Reino Unido. Ni Carlos ni su primogénito Guillermo podrán competir con la mítica figura de Isabel II. Pero tanto el padre como el hijo tienen un aliado inestimable en los duques renegados de Sussex.
Enrique y Meghan aceleran hacia el abismo en su construcción de una imagen pública que es un monumento al narcisismo victimista más grotesco. Su desempeño está llamado a ser una fuente abundantísima de simpatía para los valores tradicionales y el más elemental sentido común que, por simple contraste, representarán Guillermo y Carlos, si no se esfuerzan mucho en equivocarse.