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Marcel Gascón Barberá

De cómo me escapé de la tribu

Yo mismo podría haber acabado siendo uno de esos jóvenes que apedreaban a Garriga y cía en la Cataluña 'santral'.

Yo mismo podría haber acabado siendo uno de esos jóvenes que apedreaban a Garriga y cía en la Cataluña 'santral'.
Vich: la policía autonómica interviene ante los intentos de agresión de los radicales de extrema izquierda contra simpatizantes de Vox | Twitter

El sábado pasado me impactaron las imágenes de los muchachos que, como hacen los perros callejeros con los coches, perseguían en Vic a pedradas a la comitiva motorizada de Vox. Cinco años de periodista en Sudáfrica me han hecho ver mucha violencia política, pero nunca había visto el odio de Vic. Aquello era otra cosa. Algo más siniestro y profundo, distinto del gamberrismo gregario y hasta festivo que anima en los townships las algaradas criminales contra los comercios de extranjeros o la policía.

El sábado, al ver esas imágenes, no pude evitar pensar que yo mismo podría haber acabado siendo uno de esos jóvenes que apedreaban a Garriga y cía en la Cataluña santral. O aún peor: haberme salvado de ser jauría para quedarme en rebaño y justificar la tropelía desde la tribuna de prensa que me paga la hipoteca.

Digo esto porque yo nací en 1985 en un pueblo valenciano-parlante de Castellón. Crecí siendo nacionalista pancatalanista en una familia no muy politizada a la que había ideologizado lo justo su único amigo con estudios. Por pura afinidad lingüística, fui a escuelas en valenciano. Los únicos profesores que hablaban de historia o política eran nacionalistas catalanófilos que habían estudiado en Barcelona. 

España fue a mis ojos un país norteafricano de cabreros y camareros, y aún recuerdo el shock cuando en mi primer viaje a Murcia descubrí un centro señorial con casino y librerías antiguas.

Como mis referentes de entonces, también yo habría estudiado en Barcelona si las cosas hubieran ido como se esperaba. Y las aulas catalanas bien podrían haber forjado uno de esos cachorros que le ladraban el sábado a la carrera a la Vito negra de los chicos de Vox.

Pero por suerte pasaron cosas. Entre la ESO y bachillerato se cruzó en mi camino Manolo Saborit, un profesor de historia amante de los coches que jugaba al ajedrez y sabía ruso. Liberal irreverente y escéptico de corte británico, Saborit llenaba las clases de Ética con películas viejas de James Bond que me inculcaron la mejor ética: la del Occidente próspero, feliz y libre de culpa que la administración Biden quiere rematar ante la mirada satisfecha del emperador chino. Saborit no era anti-nacionalista. En realidad, Saborit no era anti-nada. Pero las gravedades nacionalistas le hacían gracia. Y se reía.

Fue también por esos años cuando conocí, como profesor de lengua española, a Esteban Esono. Guineano de Niefang, la región continental de Severo Moto, Esono había estudiado para cura y asumía sin remilgos el sustrato colonial y católico. Citas bíblicas adornaban sus mejores frases. Corregía con boli verde y aún recuerdo que en un examen, sería 2002 o 2003, nos puso una columna de Federico para analizar en el comentario de texto.

Como Saborit, Esono había estudiado en Barcelona, pero para que estudiara yo recomendaba Madrid y así fue como me fui a estudiar a Madrid. Y de esa manera me aparté para siempre de la tribu que hoy le ladra enloquecida a Vox. Como me escribió Espada en un correo cuando él tenía aquel blog, en Periodismo de la Complutense me tocó aguantar muchos necios, pero al menos me libré dels necionalistes.

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