El pasado 11 de abril, el tabloide estadounidense New York Post se marcó una de las mejores portadas que le recuerdo. "Black Lives Manors", titulaba a todo color en primera plana. Google Translate me traduce manor al español como finca, pero quizá sería más adecuado decir casoplón. Su reciente incorporación al diccionario de la RAE es, hasta la fecha, la más sólida contribución de Pablo Iglesias a la vida pública en España.
Las manors de las que hablaba el Post aparecen fotografiadas en la portada, con una etiqueta que indica el precio de cada una de ellas. En total, su precio asciende a unos dos millones de dólares. La dueña de las casas, la fundadora del Black Lives Matter Patrisse Khan-Cullors, los pagó con dinero obtenido de su activismo en contra de ese capitalismo tan cruel con los negros como ella por el mero hecho de serlo, que diría Irene Montero.
Quizá porque ya no necesitaba más manors, Khan-Cullors dimitió este mes de mayo como líder del movimiento, no sin antes denunciar el "racismo" y el "sexismo" de los "derechistas" que la habían criticado por hipócrita. Khan-Cullors se ha retirado a gozar de sus mansiones, pero el movimiento que fundó sigue disfrutando del favor de los poderosos a ambas orillas del Atlántico.
En Estados Unidos, Biden y la vice Harris han dado permiso a sus embajadas para enarbolar los símbolos del BLM. Aquí en Europa, el ritual que identifica al movimiento ha tenido especial éxito en el fútbol. Antes de empezar cada partido, los equipos se arrodillan sobre el césped junto a los árbitros, en señal de protesta por el racismo institucionalizado contra los negros en los países mayoritariamente blancos.
Pese al énfasis en el tema, mil plagas mucho más concretas que el racismo abstracto de Occidente golpean al mundo todos los días. Hace solo unas semanas, ante la inacción de los movimientos de liberación que gobiernan en el sur de África, el norte paupérrimo de Mozambique vivió su particular Srebrenica a manos de una especie de ISIS local.
Esta misma semana, otro grupo yihadista segó la vida de 160 personas en Burkina Faso, y decenas de nigerianos cristianos son masacrados todos los meses desde hace años, sin que nuestros futbolistas sientan la necesidad de arrodillarse contra el terrorismo islamista.
Igual que el miedo, la indignación es libre e inevitablemente selectiva. Siguen pasando en el mundo demasiadas cosas terribles para enfadarnos por todas. Pero no deja de ser curioso que las quejas vayan siempre contra las sociedades más generosas y compasivas. Mientras se calla sistemáticamente ante las barbaridades que se cometen en las más crueles.
Además de escandalosamente arbitraria, la causa del BLM es también perversa cuando se universaliza. Primero, porque hace pasar por humanista una agenda manifiestamente sectaria: la de llevar al fértil terreno de las razas el viejo concepto marxista de la lucha de clases. Y, segundo, porque, una vez legitimada con el barniz de los buenos sentimientos y la justicia, exige unanimidad, so pena de excomunión por racismo para todo el que se le resista.
Por eso es tan reparador ver los abucheos con que una parte de los aficionados ingleses reciben partido tras partido el arrodillamiento colectivo sobre el césped. Esta forma de sometimiento a la ideología hegemónica también ha encontrado resistencia sobre el campo. Equipos como la selección de Polonia, el Slavia de Praga o nuestro exitoso Villarreal se han mantenido en pie mientras sus rivales británicos hacían penitencia.
A ellos se ha unido la Federación Húngara, que ha anunciado que ha invocado los reglamentos de la UEFA que prohíben hacer política en los campos de fútbol para anunciar que sus jugadores no se arrodillarán en sus partidos de la Eurocopa.
Más mérito aún que resistir en grupo lo tiene salirse del rebaño individualmente. Es lo que hicieron el pasado domingo los dos internacionales rumanos que se quedaron de pie mientras todos sus compañeros de selección se arrodillaban en Middlesbrough junto a sus adversarios ingleses.
Aunque no les guste el fútbol, los dos futbolistas merecen que se aprendan sus nombres. Uno de ellos fue el mediapunta del Slavia de Praga Nicolae Stanciu, de 28 años. El jugador rumano explicó que quedarse en pie era una forma de mostrar su "solidaridad" con Kudela, un compañero suyo del Slavia que ha sido sancionado "sin pruebas" con diez partidos sin jugar porque un jugador rival oyó "una palabra que no puedo decir" durante un partido contra los Rangers de Glasgow.
El otro futbolista disidente es el defensa del AEK Atenas Ionut Nedelcearu, de 25 años. "No sentí que debía arrodillarme simplemente por obligación", escribió el internacional rumano en Instagram. "Desde mi punto de vista, es más bien hipócrita creer que cumplimos nuestra obligación de combatir el racismo por el simple hecho de respetar una orden de arrodillarse", agregó el jugador.