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Marcel Gascón Barberá

Un retrato personal del éxodo de Ucrania

Las peores dificultades empiezan ahora para los millones de desplazados por las acciones criminales de Putin.

Las peores dificultades empiezan ahora para los millones de desplazados por las acciones criminales de Putin.
Marcel Gascón Barberá

Desde que hace más de un mes comenzara la "operación militar especial" de Putin, he hablado en Rumanía y Moldavia con decenas de personas que han huido de Ucrania. La inmensa mayoría son, como se sabe, mujeres con niños, adolescentes y ancianos. Aunque no hablo ruso ni ucraniano, he conseguido entenderme con ellos en rumano, en inglés, en mi aún deficiente hebreo y también en italiano.

Una de las muchas cosas que he descubierto durante esta guerra es la estrecha relación de Ucrania con Italia. Al igual que ocurre en Rumanía, donde el vínculo parece más natural por la relativa cercanía del idioma, Ucrania salió del comunismo fascinada por Italia. Por su música, por su tele, por sus vedettes y su fútbol. Debió de ayudar también la gran colonia de trabajadores ucranianos que se estableció en Italia, y que la mayor estrella que haya dado el fútbol de Ucrania, Andriy Shevchenko, se convirtiera en una estrella en el Milán.

Volviendo a los desplazados, podemos empezar por Siret, el paso que une la provincia nororiental rumana de Suceava con el óblast de Chernivtsi del suroeste de Ucrania. Entre los primeros en llegar había muchos integrantes de la minoría rumana de Ucrania. Algunos de ellos hablaban un rumano con acento eslavo trufado de palabras que a este lado de la frontera nos parecen arcaicas. Muchos tienen familia y conocidos en Rumanía y decidieron refugiarse en el que un día fue su país, cuando las sirenas aún no habían sonado en Chernivtsi.

A Siret comenzó a llegar poco después gente de todo el territorio ucraniano. Los que más me impactaron, por inesperados, fueron los miles de indios que han visto truncados sus estudios de Medicina en Ucrania. Como me dijo uno de ellos en la carpa en la que esperaban –en algunos casos durante días– a que su embajada les mandara un autobús para ir a Bucarest y volar a casa, los estudios privados son baratos y de buena calidad en Ucrania, por lo que muchos jóvenes indios, pero también árabes y africanos, optan por hacer la carrera de Medicina en allí.

Además de los indios, a Siret llegaba también gente de Kiev, de Chernihiv, de Odesa y hasta de Járkov, como fue el caso de Viktoria Klymenko, que hasta ahora era jefa del Departamento de Pediatría de la Universidad Nacional de Medicina de Járkov. "Lo que está haciendo Rusia es peor que el fascismo, nuestro hospital ha sido bombardeado varias veces", me dijo esta mujer de casi 70 años bajo una nieve persistente, mientras hacía cola para cruzar a Rumanía. Como la mayoría de los habitantes de Járkov, Klymenko tiene el ruso como lengua materna. Es, por tanto, uno de los muchos millones de ucranianos a los que Putin venía a liberar del régimen supuestamente ultranacionalista de un Zelenski que también tiene el ruso como lengua materna y del que Klymenko hablaba con devoción.

Víctimas por partida doble de la agresión continuada de Putin contra Ucrania son quienes huyeron de la región del Dombás y de la península de Crimea ocupadas por Rusia desde 2014 y vuelven a huir ahora de las ciudades ucranianas en que se refugiaron. En el aeropuerto de Bucarest encontré a una joven ucraniana de origen georgiano que se disponía a volar a Tiflis vía Estambul tras huir de Kiev, donde su marido y padre de su hija seguía luchando. Doblemente víctimas del autócrata del Kremlin son también los muchos tártaros de Crimea a quienes trabajadores humanitarios del Gobierno de Ankara ayudaban a llegar a Turquía junto con desplazados azeríes y de otras nacionalidades túrquicas expulsados por la guerra de Ucrania.

También en Siret, a través de un militar búlgaro que ayudaba a subir a su gente al autobús, descubrí la existencia de los búlgaros de Besarabia, una minoría presente en la zona de Odesa y en la República de Moldavia cuyos integrantes también se han visto empujados por el Kremlin al exilio.

Igual que he sabido de la conexión ucraniana con Italia, la crisis humanitaria provocada por la guerra me ha hecho ser consciente de la existencia de un mundo post-soviético que tiene el ruso como lengua franca y se expande por todos los antiguos territorios del Imperio. En él habitan, en cuerpo y espíritu, quienes no miran a Lisboa, Berlín o Varsovia sino a las grandes ciudades de Ucrania y Rusia y a las capitales de Asia Menor que un día vivieron bajo la dominación de Moscú.

A la Ópera de Bucarest se ha mudado medio ballet de la ciudad ucraniana de Dnipro. Estos bailarines no son ucranianos sino moldavos y kirguises. Con ellos ha llegado también Lara Paraschiv, una canadiense de padres rumanos que volvió a Europa para estudiar en el Bolshói y conoció a quienes hoy vuelven a ser sus compañeros en Bucarest bailando en el Teatro de Estado de Astracán, en el suroeste de Rusia.

En el cuadro no pueden faltar tampoco los judíos. Miles de judíos ucranianos se han visto forzados a buscar refugio en Israel por culpa de la desnazificación de Putin. Otros, como los centenares de niños a los que ofrece una oportunidad la comunidad judía ortodoxa de Odesa Tikvá, esperan en la costa del Mar Negro a que Rusia sea derrotada para poder regresar a Ucrania. Los miembros de Tikvá rezan cada día por una victoria de Ucrania.

Desde que sus rabinos llegados de Israel y de Londres se establecieron en Odesa en los años noventa, no han experimentado ninguna muestra de antisemitismo, ni de las autoridades ni de sus vecinos cristianos. Como todos los demás judíos ucranianos con los que he hablado, los dirigentes de esta organización de caridad y educativa califican de patraña el cuento del nazimo en Ucrania.

En Odesa, me dijeron, los judíos podían elegir sinagoga, escuela hebrea y comida kosher como lo hacen las demás comunidades judías del mundo libre hasta que Rusia lanzó su invasión de Ucrania a gran escala. Todos los judíos ucranianos con los que he hablado anhelan volver a la Ucrania libre y democrática que les está arrebatando Putin.

En un parque de Chisinau, la capital de Moldavia, un grupo de jubilados moldavos bailan agarrados al son de los viejos éxitos de pop en ruso que interpreta una cantante. La estudiante ucraniana Viktoria Aubakirova, natural de Mykolaiv, pasea con su madre, su abuela y su hermana por el parque. Al oír una de las canciones, Viktoria, la abuela y la hermana corren hacia los jubilados moldavos y se unen al baile. Aubakirova busca transporte para llegar a Hungría, donde esperan encontrar trabajo para sobrevivir mientras su padre continúa luchando contra el invasor ruso en la guerra.

En el centro de Chisinau una joven de Odesa canta una canción de Modern Talking con un micrófono y la música que sale de un bafle. Algunos transeúntes se paran a escucharla y le dejan dinero. Unos metros más abajo, otra joven ucraniana, también de Odesa, vende cartulinas con dibujos. El dinero se acaba para muchos refugiados de Ucrania, y empiezan a llegar situaciones desesperadas que pueden convertir a muchas jóvenes en presa fácil de traficantes y explotadores.

Dure lo que dure la guerra, las peores dificultades empiezan ahora para los millones de desplazados por las acciones criminales de Putin. Es, más que nunca y en todas partes, hora de ayudar a esta gente que no hace sino pagar con los asesinatos en masa de un tirano su voluntad de vivir en la libertad y la dignidad en que ya lo hacemos nosotros.

Por eso me permito pedir a los lectores que no dejen de hacer donaciones, comprar comida, dedicar su tiempo u ofrecer empleo y alojamiento en sus casas a la gente de Ucrania. Además del humanitario, otro frente al que se puede contribuir con donaciones es el militar. Para que la victoria ucraniana llegue cuanto antes y el invasor ruso deje de matar civiles y destruir ciudades.

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